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Huellas N.7, Julio/Agosto 2002

LOS ENCUENTROS DE JESÚS

La Magdalena. Por amor a Jesús

Andrea Stefano Zurlo

En el relato evangélico se superponen tres personajes: María, la hermana de Lázaro, María de Magdala y la anónima pecadora que rocía de lágrimas los pies de Jesús. Sobre todo las dos últimas, se vieron atraídas por la mirada de Jesús. Y pensar que «Jesús fijó en ella su mirada, la fijó caminando, sin detenerse »...


Más que una mujer concreta, se trata de un tipo humano. María Magdalena es un nombre polivalente, una anotación al pie de numerosas páginas del Evangelio que tal vez se refieren a personas diferentes: ante todo, la pecadora anónima que unge los pies de Cristo con el óleo perfumado; después, la María de Magdala pura y fiel al pie de la cruz, primer gran testigo de la Resurrección en el día de Pascua; por último, María, la hermana de Lázaro que Juan superpone a la protagonista del lavatorio. La Iglesia oriental siempre ha sostenido la existencia de tres personajes independientes, pero la tradición occidental los ha fusionado uniendo con el mismo hilo algunas escenas de la vida de Jesús, y celebra la fiesta de la santa el 22 de julio. En realidad, nadie cree hoy día en esa operación de zurcido; basta hojear la Biblia de Jerusalén o detenerse en las páginas de la Vida de Jesucristo de Giuseppe Ricciotti para comprender que la crítica haya abierto aquel contenedor sagrado para atribuir a cada figura sus señas de identidad propias: «Desde la época de Gregorio Magno - escribe Rudolf Pesch - la Iglesia occidental en la tradición, en la liturgia, en las leyendas, en el arte y en la devoción popular ha identificado a María Magdalena con María de Betania, hermana de Lázaro y Marta, y también con la anónima “gran pecadora”. A pesar de que los estudios sobre el Nuevo Testamento estén de acuerdo desde hace tiempo con la posición de la Iglesia oriental, que distingue a las tres mujeres y venera a María de Betania junto a María Magdalena, se las sigue identificando en nuestros misales. ¿Cuánto tiempo seguiremos así?».
La pregunta queda ahí, las biografías no se quedan ancladas en los datos históricos, como la de Pilato y oscilan en un equilibrio inestable entre la crónica y la tradición oral popular. Según una tradición medieval, la Magdalena habría desembarcado en Marsella y se habría retirado a hacer penitencia a un apartado eremitorio en las montañas de Saint-Baume durante treinta años. Su cuerpo se custodia en Borgoña en la abadía de Vézelay.

En casa del fariseo
Nos movemos en la oscuridad; pero dejando a un lado a María de Betania, hay un rasgo común a las otras dos mujeres que nos permite describirlas juntas: es la extraordinaria fascinación que ejerció sobre ellas Cristo; precisamente el contacto con Él las convierte en dos figuras estrepitosamente antimoralistas, hasta engorrosas si se las mira con las lentes del buen sentido y las buenas maneras, y precisamente por ello resultan tan modernas.
Empecemos con la pecadora: Jesús está comiendo en casa de un fariseo. Entra ella y, «colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con perfume» (Lc 7, 36 ss.). El dueño de la casa advierte a su huésped: «Es una pecadora». ¿Qué tipo de pecadora?, nos preguntamos hoy con una pizca de curiosidad morbosa. ¿Una prostituta, como señala la tradición? La respuesta no debe darse por supuesta: «Para los fariseos - explica Ricciotti - pecadora tenía un significado múltiple: podía significar tanto una mujer de mala vida, como una que no observaba las prescripciones fariseas; en el Talmud se equipara a la pecadora con la mujer que da de comer a su marido alimentos cuyo diezmo no se ha pagado». Cuesta creer que fuera de verdad una meretriz. Con toda probabilidad no la habrían dejado pasar. O, al menos, el fariseo habría atajado la escena. En cambio, se vio forzado a pasar el trago: seguramente, tenía delante a una señora importante.

Al traste con los esquemas
Apoyándose en esto, Giacomo Contri hace trizas la estampa tradicional y perfila una figura bastante más matizada, compleja y sugerente: la de una dama culta, de buena familia, una de aquellas señoras tal vez con una vida tumultuosa, bien conocida en los salones más exclusivos. Esta mujer, rica o pobre, culta o ignorante, queda deslumbrada por Cristo y sirve a Nuestro Señor resueltamente, desbaratando los esquemas de la buena educación y de la urbanidad. «Jesús dijo a Simón: “¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella en cambio me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo... Por eso, te digo, sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor: pero al que poco se le perdona, poco ama”». ¿Cuáles son esos pecados? Según Contri, no es necesario ir rebuscando los trapos sucios: todo lo que se hace «sin Él», lejos de Cristo, es pecado. Y ella puso en la balanza todo su prestigio y su fascinación para llevar a cabo la más loable de las acciones: hace una elección “política”, se alinea del lado de Cristo, conquistada por Él.

Zaqueo, la Samaritana y la Magdalena
Escribe don Giussani: «Precisamente la Magdalena se marcha con él por el modo en que la mira: todo dependió del modo en que la miró». Quién sabe, tal vez el día anterior, en mitad de la calle, «Jesús fijó su mirada en ella, la fijó caminando, sin detenerse», sin pronunciar siquiera una palabra. Fue suficiente; Jesús «miraba las cosas por lo que eran verdaderamente: una cosa se mira por lo que es verdaderamente cuando se ve como la ve Dios». Y cuando se tiene esa perspectiva, la vida cambia: «Bastó la mirada de aquel hombre y su vida cambió. Y desde entonces ella ya no se mirará a sí misma, no se verá a sí misma, no verá las relaciones con los hombres, con la gente, con su casa, con Jerusalén, ya no podrá mirar todas estas cosas más que dentro de la mirada de los ojos de Cristo».
Al día siguiente se arroja a sus pies, los lava con sus lágrimas, los seca con sus cabellos. Y el punto de vista de Dios descabala el punto de vista mundano: «Al no creer en nada - prosigue Giussani - la cultura moderna cree sólo en el denominado ‘valor’, es decir, en la fuerza del hombre, en la fuerza con la que el hombre realiza una bondad o una virtud». La Magdalena, al igual que Zaqueo y la Samaritana, no satisface estos cánones: «Estas tres figuras eran despreciadas por la muchedumbre». Sin embargo, «en el Evangelio las figuras que han triunfado de entre la muchedumbre son esas tres». Tres grandes pecadores, tres figuras de dudosa reputación de los que convenía guardar distancia, tres personas (aunque sobre la Magdalena existen opiniones discordes) con las que hoy un hombre de bien no se tomaría ni un café, se liberan delante de Él y se convierten en testigos con un ardor, una vehemencia y un entusiasmo que valen mucho más que sus carencias, sus culpas o sus defectos.

En el sepulcro
Estos fueron los hechos: la Magdalena, con ese gesto inconveniente y excesivo, se confía a Cristo y esa decisión anula todas las barreras, todos los prejuicios, todas las distancias. Ella - como Zaqueo y la Samaritana - se convierte en la unidad de medida de una humanidad nueva y más grande.
El mismo modo de medir, del todo incompatible con la mentalidad sometida a las formas, emerge en el momento de la Resurrección. Esta vez la protagonista es María de Magdala, la mujer que había permanecido a los pies de la cruz con la Virgen. El domingo va temprano al sepulcro, ve a una persona que toma por el jardinero, él se revela: «“Mujer - nos cuenta Juan transcribiendo el diálogo entre el Señor y su discípula - ¿por qué lloras? ¿a quién buscas?”. Ella, tomándolo por el hortelano, le dice: “Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré”. Jesús le dice: “¡María!”. Ella se vuelve y le dice: “¡Rabboni””, que significa: “¡Maestro!”. Jesús le dice: “suéltame, que todavía no he subido al Padre...”».
Un relato asombroso, que desafía todas las reglas. El asombro es casi palpable en Marcos, que anota: «Jesús se apareció a María de Magdala de la cual había expulsado siete demonios». Escribe Vittorio Messori en Dicen que ha resucitado: una investigación sobre el sepulcro vacío (Ediciones Rialp, 2001): «Marcos se ve forzado a admitir que Jesús reserva su primera aparición (la que funda la Iglesia misma) a una mujer, que por ende es una ex histérica o ex endemoniada, si no (quizás) ex prostituta». Entonces Messori se divierte, con un punto de malicia, rastreando en el texto evangélico «la aparición de una especie de protesta inconsciente». Lo que sucedió era políticamente incorrecto, hacía arrugar la nariz a más de uno, y por decirlo claramente, no resultaba edificante. Pero el pobre evangelista debe recoger lo que ha sucedido y no es su culpa si las cosas han sido así. Un capítulo más que engorroso si tenemos en cuenta que las mujeres, las mujeres con el expediente limpio, no gozaban de gran consideración en aquella época: «Los testimonios de mujeres - nos hace saber en su Antigüedades judías (Akal, parte de Obras completas; también en Clie, Antigüedades de los judíos, 1989) Flavio Josefo - no sirven y no son escuchados entre nosotros, a causa de la ligereza y la desfachatez de su sexo».

Noli me tangere
Cristo, una vez más, abre en pocas líneas las puertas de un mundo diferente, donde los últimos son los primeros y donde el amor vence sobre el pecado. La Magdalena - aunque sería más correcto hablar en plural - nos abre este camino tal como lo ha indicado a las generaciones de la Edad Media y de la Contrarreforma: prototipo de la penitente y extraordinario ejemplo de humanidad rescatada por Cristo. Un camino que lleva hasta el encuentro con el Maestro en el sepulcro, un cara a cara inmortalizado por muchos pintores: es el celebérrimo episodio del Noli me tangere. Giussani se detiene en especial en el cuadro del Beato Angelico para acompañarnos por las cumbres vertiginosas de la experiencia cristiana: «En cuanto ella le ve y se da cuenta de que es Jesús, se lanza sobre él. Y Jesús la detiene con la mano. Se ven las dos manos de la Magdalena y la mano de Jesús que frena: esta es la imagen que siempre hemos dado de la posesión virginal, que tiende a la totalidad. Pero cuando este tender a la totalidad es a un palmo de la cara del otro, es cuando se posee verdaderamente, mucho más que si se abalanzase sobre la cara: abalanzándose sobre la cara del otro, la mano se parece más a la zarpa de un animal». Ésta es la gran lección de la Magdalena: ella, tan bella, tan sensual, tan desenvuelta, ella, a la que dos mil años de iconografía nos han presentado con los cabellos sueltos, largos y ondulados, llega por amor al Señor a la más pura de las relaciones, cumpliendo el recorrido más fascinante que se pueda imaginar.