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Huellas N.7, Julio/Agosto 2002

CULTURA

Bruce Marshall. El hombre de la undécima hora

Alessandro Banfi

El escritor escocés centró su novela más famosa en la parábola del dueño de la viña. El padre Gastón, el padre Malaquías y el padre Smith son protagonistas de algo más que meras historias de curas: todos los libros de Marshall hablan de la gracia del Acontecimiento cristiano


El nombre de Bruce Marshall me resulta muy familiar. Todavía recuerdo todavía las portadas de sus libros que mi madre tenía en casa. Aquel extraño rombo rojo que tenían los libros de la editorial Longanesi y aquel título: A cada uno un denario. Creo haberlo leído por primera vez siendo un chaval. Precioso. O quizá fuese precioso escuchárselo contar una y otra vez a mi madre. ¿Qué hay más hermoso que escuchar una historia? Hoy me pregunto qué sucedió con aquel libro; es un misterio, porque los libros de la vida son como los hombres, cambian con los años y aprendes a conocerlos mejor, a amarlos, aunque parezcan cada vez un poco distintos. La primera vez quizá los lees en un día o dos y te queda sólo una impresión neta. Quizá nada acerca de la trama, de los personajes, de las ideas. En este caso ha tenido que pasar un poco el tiempo para alinear a Marshall con otras muchas cosas y ver que coincidían espectacularmente. Pero partamos precisamente de A cada uno un denario.
Conocí en Turín un grupo de estudiantes que se llamaba “Undécima hora”, pero no recuerdo que este nombre me dijera mucho... Sí, sabía que se refería a una parábola del evangelio, la del dueño de la viña que contrata a los jornaleros. El dueño va por la mañana, encuentra a unos campesinos y les promete un denario por la jornada de trabajo, y éstos le siguen a la viña. Vuelve a la hora de comer y contrata a otros tres; después llega la tarde, la hora undécima, hace ya fresco, casi a la puesta del sol, y contrata a los últimos, que trabajarán poco tiempo. Al finalizar la jornada, su contable paga a todos un denario. Los que se han matado a trabajar todo el día se rebelan. Y el dueño de la viña les responde: «Amigos, no soy injusto con vosotros, nos hemos puesto de acuerdo en un denario por la jornada. No seáis envidiosos por mi generosidad». Y Jesús, terminando el relato, comenta: «Así los últimos serán los primeros y los primeros los últimos».

Amistad sencilla y entusiasmante
Pertenecer a “Undécima hora”, ¿quería decir ser afortunado? Sí, seguro. Esto lo tenía claro. Tenía trece años y era con toda seguridad «el último en llegar, yo todo fresco y ellos todos sudados» (aunque en aquellos tiempos yo ya sudaba mucho), como cantaba a voz en grito. Sentía que me habían pagado de más, y mucho, sólo por estar con ellos. Hoy sé que esas palabras eran mucho más verdaderas de lo que creía. Ese nombre hacía referencia a una unión entre la amistad sencilla y entusiasmante, de chavales pero verdadera, y aquella otra gran historia, lo más fascinante del cristianismo: el relato de la Encarnación, las vicisitudes de los primeros amigos de Jesucristo. Me asomo a leer cómo comenta ese pasaje otro gran libro, Vida de Jesucristo de Giuseppe Ricciotti (Madrid, Edibesa, 2000), extraordinaria ayuda para comprender el evangelio y ensimismarse con aquel relato, y encuentro: «La moraleja de esta parábola es que la liberalidad de Dios alcanza a los que quiere y en la medida en que quiere, y que la recompensa final para los seguidores de Jesús será esencial e igual para todos». Esta parábola, explica Ricciotti, es para los «seguidores de Jesús que se consideraban, por cualquier razón, más merecedores del reino de los cielos que otros», que tenían que aceptar estar junto a los publicanos, a las meretrices e incluso junto a los paganos, a los gentiles, llegados en muchas ocasiones en último lugar.

A cada uno un denario
Bruce Marshall escribió una novela sobre la parábola de la hora undécima que se llamaba A cada uno un denario. El lector lo descubre sólo al final del libro, después de vivir intensamente los setenta años del protagonista en medio de las vicisitudes de Europa desde 1914 hasta 1948. Escribe Marshall: «El tren proseguía su carrera rumorosa a lo largo del túnel, pero Gastón no se daba cuenta de las estaciones, porque estaba pensando en los misterios del Señor y pensando que él los comprendía de forma muy imperfecta. Había uno, sin embargo, que le parecía estar empezando a comprender: por qué todos los trabajadores de la viña recibían un denario, hubiesen soportado el peso de la jornada y el calor o no. Pensaba que la razón era que mucha parte del trabajo era recompensa en sí misma, como mucha parte del mundo era castigo en sí mismo. Y en un momento Gastón se dio cuenta de que él, como sacerdote, había sido muy feliz». También yo, ahora, pienso que estar en la viña bajo el sol es ya una fortuna.

La historia
Podéis comenzar a leer a Marshall partiendo de esta última página para seguir con todo el libro como un flash back. Os apasionaréis con la historia de un jovencísimo sacerdote francés que participa en la Primera Guerra Mundial, en la que resulta mutilado, que administra modestamente los sacramentos, que confiesa a los que van a morir, que socorre a los heridos y que se hace muy amigo de un comunista, Louis Philippe Bessier. Ambos, él y Bessier, son heridos en una pierna, que tendrá que ser amputada, y ambos cojearán hasta el final de la novela. Cuando vuelven a París, nadie les espera: ni los canónigos de la parroquia del padre Gastón, ni los patrones de Bessier. Gastón, que se había sostenido siempre con la idea de que del gran mal de la guerra podía surgir el bien, se desengaña rápidamente. El mundo se aleja de la Iglesia y la Iglesia del mundo. Una niña llamada Armelle, por la que sentía un gran afecto, que iba a su catequesis y siempre le había escrito cuando estaba en la guerra, quiere trabajar de modelo y él le da permiso, aunque muchos de sus colegas canónigos lo desaprueben. La Iglesia católica de Francia entre las dos guerras es retratada admirablemente por Marshall: cuanto más formal es la gente al acercarse, más moralista y formalista aparece la jerarquía eclesiástica. Al final el obispo envía a Gastón a América del Sur por dos años. Cuando vuelve todo ha cambiado: la madre de Armelle ha muerto y ella se ha convertido en prostituta. Bessier trabaja para el partido comunista. Los canónigos de su parroquia lo llevan mal: en su ausencia se ha prohibido a los frailes y a los curas ir al barbero, a causa de algunos folletos considerados peligrosos por la autoridad eclesiástica. Él no lo sabe y entra en el barbero para cortarse el pelo. Sorprendido por un colega sacerdote, el no muy querido reverendo Moune, se pelea con él de forma clamorosa en la calle, congregando en torno a ellos a una pequeña muchedumbre. También esta vez llegará el castigo del obispo.
Entretanto, se acerca la Segunda Guerra Mundial: Mussolini y después Hitler irrumpen en Europa. Para Gastón llega otro mazazo: su querida Armelle muere después de haber dado a luz una niña, Michelle. Hay un lugar en el que nuestro amigo se refugia: es el convento de ciertas monjas que aprecian su sencillez y su fe. Michelle crecerá allí, entre mil dificultades económicas y estrecheces. Durante la ocupación alemana vemos a Gastón ayudar a un soldado inglés, mientras los canónigos de la parroquia cuelgan en la pared el retrato de Petain. Pero en el momento de la liberación, cuando todos están con la Resistencia, es nuestro cura el que esta vez se siente obligado a ayudar a escapar a un soldado alemán y a su novia judía, a la que él mismo algún tiempo atrás había escondido de los nazis. Los hombres del partido comunista los interceptan por el camino, les golpean y asesinan a la pareja de novios. Gastón es salvado in extremis precisamente por su amigo Bessier, que aparece milagrosamente y le saca de la cárcel.
Los ojos del sacerdote francés no se recuperarán jamás de estos brutales sucesos, aunque al final, misteriosamente, los destinos se recompongan: el hijo de Bessier, que se ha vuelto por aquel entonces “herético” para los comunistas, se casará con la bella Michelle, y finalmente Gastón se quedará como “capellán residente” del convento de monjas.

Humor e ironía
Marshall es un católico de lengua anglosajona. Ama el humor, la ironía, la sutileza de los juegos de palabras. Nos hace recordar, con toda consideración, a dos gigantes: Gilbert K. Chesterton y el cardenal John Henry Newman. Pero tiene una ventaja: es escocés, no irlandés. Lo digo sin ánimo de ofender, en el sentido de que no tiene el problema de la religión como parte de la identidad nacional. Problema histórico de los católicos italianos, pero todavía más de los irlandeses. En Escocia los católicos han sido siempre una pequeña minoría. La Iglesia, la de los pobres y desamparados. «Nuestra Iglesia», dice en un cierto momento el padre Smith en El mundo, la carne y el padre Smith, «es la Iglesia de los pobres, y, pensándolo bien, no me desagrada que sea así, porque esto tiende a mantener al clero y al pueblo en las condiciones espirituales y materiales del cristianismo primitivo: es algo que le da vigor». Marshall critica el aburguesamiento del clero, siempre atento a criticar dos pecados “escoceses” como el alcoholismo y la impureza. Escribe: «Los banqueros, los agentes de cambio, los miembros de los consejos de administración, todos aquellos que incitan a los jóvenes a hacerse un sitio a fuerza de codazos, apagando la luz que brillaba en sus ojos, ¿no eran quizá más culpables que los borrachos y los impuros, ya que los pecados que cometían en sus oficinas se expandían por todo el mundo y manchaban a los inocentes?».
En El mundo, la carne y el padre Smith, el sacerdote protagonista es un prelado escocés que tiene que vérselas con la modernidad, con las mujeres y con una niña italiana, Elvira Sarno, que llegará a ser una gran actriz en América. Leído en inglés, muchas frases de sus diálogos están en italiano y se aprecian mejor.
En Fraude el protagonista no es un sacerdote, como en las dos obras ya citadas y en la famosa El milagro del Padre Malaquías, sino un censor de cuentas, atrapado entre las tentaciones de la corrupción y el deseo de hacer feliz a su ambiciosa mujer, a la que adora.

Siempre lo mismo
Todos los libros de Marshall merecen la pena leerse. En el fondo se habla siempre de lo mismo: la Gracia del Acontecimiento cristiano que invade la vida, la de los sacerdotes y la de todos, entrando en relación con la historia, con la historia con “H” mayúscula, pero también en relación con la historia de los pobres diablos.
«Hay algo - escribe en un discurso del padre Smith - que debéis recordar, y recordadlo toda la vida. Lo que aprendéis en esta aula es lo que cuenta, lo que contará siempre, más que cualquier otra cosa en el mundo. Dios os ha enviado a este mundo para que salvéis vuestras almas, y no hay nada más importante que esto. Cuando seáis mayores, la gente mala quizá quiera haceros creer que no es así, que lo importante es hacerse rico y poderoso y ser honrado por los demás hombres: no es verdad. Recordad siempre que Dios no ve como ve el mundo y que un mendigo mugriento y harapiento, si tiene en el alma la Gracia de Dios, es infinitamente más bello y más precioso a los ojos del Señor que cualquier monarca reinante que no tenga su alma en estado de gracia».
Obras de Bruce Marshall citadas:
EL MUNDO, LA CARNE Y EL PADRE SMITH. MADRID, ENCUENTRO, 1994.
FRAUDE. BARCELONA, LUIS DE CARALT, 1979.
A CADA UNO UN DENARIO. BARCELONA, E.D.H.A.S.A, 1956.
EL MILAGRO DEL PADRE MALAQUÍAS. MADRID, 1932.