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Huellas N.6, Junio 2002

CESAL

El poder de la vida

Silvia Gómez Turrión

CESAL ha organizado en mayo un ciclo de conferencias en distintas ciudades españolas sobre su labor contra el SIDA en África, presentando al público un programa de sensibilización financiado por la Junta de Andalucía y de Castilla La Mancha. Además de médicos y personalidades del ámbito político y universitario, Anthonia Onyewenyi, Directora del Instituto de Salud Infantil y Atención Primaria del Hospital Universitario de Lagos, en Nigeria, y Rose Busingye, enfermera y trabajadora social en las barriadas de Kampala, protagonizaron los actos. Entrevista a Rose


De la mano de Anthonia y Rose hemos conocido más de cerca la problemática dramática que afecta a los enfermos de SIDA y los motivos que provocan la expansión de esta epidemia. Anthonia presentó la labor de prevención realizada a través de los programas de formación desarrollados en el ámbito nacional y expuso mediante varios casos la valía del método adoptado.

Rose se centró en el trabajo de acompañamiento y atención a enfermos, víctimas y familiares, que realiza en las barriadas de Kampala. En ámbitos distintos y en situaciones diferentes, ambas ensalzaron el valor del ser humano poniendo de manifiesto que los medicamentos, difícilmente accesibles en estos países, tampoco bastan en la lucha contra el SIDA. Es necesario un acercamiento integral a las personas, que ayude a descubrir la dignidad de la vida y, de este modo, posibilite un cambio en los comportamientos.

Rose, perteneces y desarrollas tu actividad en uno de los países que más ha sufrido los embates del virus del SIDA. ¿Cuál es la situación actual?

Desde el estallido del virus en los años 80 Uganda ha sido uno de los países que ha experimentado las más altas tasas de infección. Hace unos años llegó a ser del 18,5%. Afortunadamente, los datos del año 2000 indican que las tasas de infección se han estancado entre un 8% y un 10% lo que significa 1.9 millones de personas infectadas de una población total de unos 22 millones de habitantes. La mayoría se encuentran en franja de edad más activa económica y socialmente hablando, es decir entre 18- 40 años.

A pesar de que se trata de uno de los pocos países en los que se ha logrado invertir el proceso de expansión de la epidemia, no podemos olvidar las inmensas dimensiones de la tragedia, con 2.2 millones de personas infectadas, 800.000 muertos y más de 1,1 millones de niños se han quedado huérfanos.

¿A qué es debido este retroceso esperanzador de la enfermedad en tu país?
En primer lugar, hay que agradecer sinceramente a nuestro presidente, Museveni, que haya admitido públicamente que el SIDA era una amenaza para toda la población. Lo cual ha implicado el esfuerzo por responder a la enfermedad, mediante programas de control del SIDA para todo el país a través del Ministerio de Sanidad. En segundo lugar, también fue muy importante desde el principio, que se apostara por una solución valiente y que iba a las raíces del problema, insistiéndose en que la solución del SIDA pasa por un cambio radical en los comportamientos personales y sociales. En su discurso con ocasión de la Conferencia sobre el SIDA celebrada en Florencia en el año 1992, Museveni afirmó que es necesario recupera nuestros orígenes y tradiciones.

Esta actitud de apertura de las autoridades permitió luchar contra la expansión del SIDA, aunque el número de infectados es todavía alto, ya que debe producirse un cambio en los comportamientos y hábitos sexuales de la población.

¿En qué consiste básicamente tu trabajo con los enfermos?
En Uganda el SIDA es algo que ha afectado profundamente a la sociedad, rompiendo la organización social, las tradiciones, los vínculos familiares, provocando una gran confusión y miedo entre marido y mujer, novio y novia, hasta llegar a suscitar verdaderas guerras entre familias y tribus. En este marco, mi trabajo consiste en atender, acoger y dar información a todo tipo de personas afectadas por la enfermedad directa o indirectamente, pero principalmente los habitantes de los suburbios de Kampala. Allí tenemos los centros de la Meeting Point, la ong que presido. Se trata, ante todo, de no dejar solos a quienes se enfrentan con el SIDA. Todos los días acuden a nosotros decenas de personas que buscan a alguien que se preocupe por ellos y no sólo de su enfermedad.

En Uganda está de moda hacer “proyectos”, y es fácil que se sustituya al hombre concreto por un idea abstracta. Hay muchos proyectos para combatir la pobreza, el VIH/SIDA, para repartir condones, defender los derechos humanos y defender a la mujer. Sin embargo, a menudo lo que importa son los proyectos y no las personas a las que van dirigidos. En primer lugar, son personas los que tienen la enfermedad. Además se trata de una enfermedad que no sólo tiene ciertas complicaciones, síntomas y tratamiento, sino que te lleva a la muerte.

A través de mi trabajo, he descubierto que el problema que plantea el VIH/SIDA es el mismo del sentido que tiene la vida. Es algo que me provoca a descubrir toda la humanidad y dignidad de la vida y del amor.

¿Podrías explicarnos que quiere decir exactamente?
Yo parto de la siguiente pregunta: ¿debería dejarme sin palabras, sin saber qué decir, el hecho de que cientos de jóvenes y viejos, de madres y niños, vengan a vernos con unos síntomas avanzados de la enfermedad y pasado un cierto tiempo mueran ante mi impotencia?

En nuestros centros decidimos usar como logotipo el Ícaro de Matisse. Este collage representa el corazón del hombre, un hombre que parece no ser nada, ante los problemas, la enfermedad y la muerte. El corazón está representado mediante un pequeño punto rojo, casi imperceptible, pero que indica que la vida del hombre esta hecha para ser completada, satisfecha, está llamada a la perfección. El punto rojo representa el corazón del hombre lleno de deseos que llora por un significado, que llora por una alegría.

Por eso, sufrimientos, enfermedad y muerte ponen de manifiesto que el hombre desea algo que le dé sentido. La tristeza nos vence sólo cuando decidimos que es imposible encontrar un sentido en esta vida.

La tendencia hoy en día es a tapar este anhelo, a dividir al hombre en segmentos y considerar sus sentimientos cono una agrupación de fragmentos cada cual gobernado por una regla o ley: una regla para las amistades, una regla para el tiempo de descanso, una regla para la diversión, una regla para el amor, para las relaciones entre el marido y la mujer. Esta inhumana situación acaba por barrer a la persona, reduciéndola a lo que sabemos o lo que podemos hacer por ella, la convierte en una cosa o un instrumento.

Nuestro trabajo en último término consiste en una relación a través de la cual los pacientes van descubriendo su valor como personas y dignidad. No se trata de sustituir la responsabilidad personal y su realidad; ellos saben muy bien que nosotras no podemos llegar a ser sus esposas, maridos, madres, etc., Sucede lo mismo con el resto de las situaciones que abordamos pues, en último término, no se puede ser alguien al margen de una relación, no se puede saber qué es la dignidad si no perteneces a alguien.

Para entenderlo mejor, ¿puedes contar algún ejemplo?
En una ocasión Alice vino a pedirme medicinas para morir. Había encontrado unos documentos que decían que era seropositiva. Cuando su marido murió, se puso a recoger su ropa y, ordenando sus papeles, descubrió que estaba infectado. Entonces pensó: «Este marido mío me ha estado engañando con otras mujeres; yo pensé que me quería, ahora veo que no; no me quería y por lo tanto no tengo ni he tenido a nadie que me quiera, por lo tanto, quiero morir». Cuando acudía a mí yo le decía: vale, ven mañana, ven mañana otra vez... Hasta que ya me harté de que viniera todos los días y una mañana la metí en mi coche y la llevé a uno de nuestros centros. Cuando llegamos, algunos enfermos estaban cantando y tocando instrumentos. Nosotros utilizamos, como terapia, música de diferentes tradiciones y resultó que la que estaba sonando en ese momento era la música de su propia tribu. Pero no la estaban tocando correctamente, así que les dijo: «No, no, la música no es así y así no se baila». Durante más de 30 minutos estuvo enseñándoles como tocar y bailar esas canciones. Dejó de pedirme la medicina para morir. Nunca más me la pidió. Ahora es una mujer muy valiosa que coordina todo nuestro trabajo en teatros y otros lugares públicos con niños y mujeres, en el que se usa la música como forma de prevención. Incluso cuando le certifiqué que estaba enferma, me dijo que quería seguir bailando porque había encontrado un sentido para su vida e incluso para su muerte: «La muerte ya no tiene poder sobre mí. Yo sé que la muerte tiene un sentido porque si no tuviera sentido no existiría».