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Huellas N.5, Mayo 2002

LOS ENCUENTROS DE JESÚS

Lázaro, o de la amistad

Pina Baglioni

Tenía dos hermanas, Marta y María. Su casa era uno de los lugares preferidos de Jesús. Aún así tardó tres días en ir a visitarlo desde de su muerte. Después el milagro de la resurrección. La condena a muerte para Jesús



Ni una palabra suya. Ni un gesto. Ni una expresión o una emoción. Ni siquiera se sabe los rasgos que tuvo. Su rostro ha “atravesado” más de dos milenios escondido en un sudario.

Su nombre, Lázaro de Betania, está ligado a otro, Juan. De hecho, Juan es el único de los cuatro evangelistas que hace referencia a su resurrección por obra del Señor.

Lázaro y Juan, los predilectos por excelencia: dos de las personas más queridas por Jesús durante su vida terrena. Tanto es así, que el primero fue rescatado de la muerte a los cuatro días del deceso.

Que Lázaro era amigo del Señor, lo sabían todos; es el único del que el relato evangélico recoge la expresión «nuestro amigo Lázaro». Y a pesar de ello, no formaba parte del restringido círculo de discípulos de Jesús, ni lo seguía en sus peregrinaciones.

Tenía dos hermanas, Marta y María. Una casa en Betania, un pueblo situado sobre la ladera oriental del monte de los Olivos, en la frontera con el desierto de Judá. Con sus quince estadios (alrededor de tres kilómetros) de distancia de Jerusalén, suponía la última parada para quién proveniente de Jericó, subía hacia la ciudad. Un poblado antiguo, Betania, construido por los hijos de Benjamín, cuando el rey Ciro autorizó a los judíos a que abandonaran Babilonia y volvieran a la ciudad santa, para poder construir el Templo.

Como se sabe, el Señor no tenía casa, la vivienda de Lázaro representaba su refugio cuando se encontraba por aquellas tierras entre Galilea y Judea, y probablemente, según el testimonio de muchos, era de los más gratos. Para atenderlo, Marta, el “motor” de la casa, siempre ocupada preparando pan caliente y jarabe de dátiles de Jericó y de uva. Cuando llegaba el Señor, Marta lo escuchaba entre una labor y otra, pero no se paraba ni un momento con tal de asegurarle todo tipo de comodidades. María, en cambio, la otra hermana de Lázaro, cuando llegaba Jesús, dejaba todo para acurrucarse junto a Él y no perderse ni una coma de lo que decía. Y el Señor, aún queriendo a Marta, prefería a María.

«Lázaro, nuestro amigo, duerme»
Y después estaba Lázaro: los hechos que hacen referencia a él tienen lugar dos meses después de la fiesta de la Dedicación, fiesta que caía en el 25 del mes Kislew, más o menos a finales de diciembre y que recordaba la consagración del Templo hecha por Judas Macabeo en el 164 a. C., se llamaba también “fiesta de las luces” por las grandes luminarias que se encendían y por el espíritu nacionalista que la impregnaba. Por tanto, debía de ser finales de febrero o principios de marzo del año 30. En ese momento Jesús se encontraba en Transjordania, en aquella época Perea, precisamente donde Juan el Bautista le había bautizado, y tenía la intención de quedarse algún tiempo.

Precisamente allí recibe la triste noticia, por parte de Marta y María, de la enfermedad de Lázaro. Una gravísima enfermedad, según parece, cuando las dos muchachas reclamaban nada menos que la presencia del Señor junto a su hermano. Por otro lado, estaban a poco más de un día de camino de Perea.

He aquí como Juan (Jn11, 3) relata el mensaje de las hermanas y el posterior comportamiento de Jesús: «Enviaron, pues, las hermanas a decir al Señor: “Señor, tu amigo está enfermo”. Jesús, al oírlo, dijo: “Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella. Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro».

En ese momento el comportamiento del Señor descolocó a todos. Esperaban que aquella gran amistad, aquel gran amor por los tres hermanos empujase a Jesús a volver raudo a la casa de Betania; pero todo lo contrario. Cuando el Señor oyó que estaba enfermo, se entretuvo dos días más donde estaba. Después dijo a sus discípulos: «Vamos otra vez a Judea».

Al llegar a este punto hay que considerar un hecho de gran importancia: en aquel momento, poner los pies en Judea significaba acercarse a Jerusalén, dado que Betania estaba a sólo tres kilómetros de la ciudad, que es lo mismo que decir en la guarida de los enemigos de Jesús. Los discípulos se alarmaron y le manifestaron abiertamente sus temores: «Maestro, hace poco intentaban apedrearte los judíos ¿ y vas a volver allí?».

¿A qué se refieren exactamente los discípulos? Se refieren a que dos meses atrás Jesús, interrumpiendo su peregrinación a través de Judea se había detenido en Jerusalén para continuar allí su misión, justamente durante la “fiesta de las luces” que, como ya he referido antes, avivaba el espíritu nacionalista de los judíos. Su presencia en la ciudad fue percibida enseguida, tanto como para convertirse en objeto de especial atención y vigilancia por parte de la suprema autoridad del judaísmo, que lo llevaba “señalando” desde hacía tiempo. Y precisamente en aquella ocasión, después de haberlo provocado largo tiempo sobre su identidad, los judíos habían esperado a que admitiese que era el Mesías para poderlo denunciar a los romanos como agitador político. Pero Jesús había evitado la repuesta directa afirmando ser «una sola cosa con el Padre». Respuesta que por supuesto provoca la violenta reacción de los judíos, que intentaron echarle mano para. Por suerte, el Señor se esconde y sale del Templo.

No se comprende hasta el fondo su amor por Lázaro sin recordar hasta qué punto se arriesgaba al acercarse a Jerusalén. Pero Jesús responde: «¿No tiene el día doce horas? Si uno camina de día, no tropieza porque ve la luz de este mundo, pero si camina de noche, tropieza porque le falta la luz». Palabras que vienen a significar que las doce horas de la jornada mortal de Jesús no habían transcurrido del todo, si bien ya habían llegado a la tarde; Él, luz de este mundo, debía completar todo su camino hasta la última hora y ni siquiera sus enemigos podían causarle ningún mal, porque todavía no había llegado su hora, la hora de su predominio sería la hora de las tinieblas. Después de lo cual añade: «Lázaro, nuestro amigo, está dormido: voy a despertarlo». Palabras que confirmaron a los discípulos en su error, al considerar que Jesús, a la noticia de la enfermedad de su amigo, la había definido como no mortal y, sobre todo, porque se había quedado donde estaba durante dos días más, en vez de correr a la cabecera de la cama de su amigo. Por tanto, responderán confiados: «Señor, si duerme, se salvará».

No dicen “se despertará”. Había una razón: la medicina en los tiempos de Jesús consideraba el sueño profundo como el síntoma de que el organismo estaba reaccionando contra la enfermedad y empezaba a liberarse. «Entonces Jesús les replicó claramente: “Lázaro ha muerto y me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que creáis. Y ahora vamos a su casa”».

A partir de ese momento los discípulos ya no comprendieron nada. Lázaro estaba muerto, por lo tanto, ya no había ningún motivo para ir donde estaba él. Sobre todo porque aparecer en Judea significaba caer en la madriguera de los fariseos y de los sumos sacerdotes. Pobrecillos, se encontraban entre el negro miedo por arriesgar la piel entre los rencorosos enemigos y la absoluta devoción a Jesús, que parecía inapeable de la idea del viaje. Tomás hizo esfuerzos de persuasión entre sus amigos, aunque poniendo en evidencia la total desconfianza en el éxito final: «Vamos también nosotros y muramos con él”. Por tanto, todos se pusieron en camino hacia Betania, llegando en un solo día.

«Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano»
Al llegar a este punto no se puede hacer otra cosa que seguir la narración de Juan, tan conmovedora y precisa en sus detalles: «Cuando llegó Jesús, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Betania distaba de Jerusalén: unos quince estadios; y muchos judíos habían ido a ver a Marta y María para darles el pésame por su hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús salió a su encuentro mientras que María se quedó en casa. Y dijo Marta a Jesús: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que le pidas a Dios, Dios te lo concederá. Jesús le dijo: “Tu hermano resucitará”. Marta respondió: “Sé que resucitará cuando la resurrección del último día”. Jesús le dijo: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. Y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?”. Ella le contestó: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios que tenía que venir al mundo”. Y dicho esto, fue a llamar su hermana a María y le dijo en voz baja: “El Maestro está ahí y te llama”. Apenas lo oyó, se levantó y salió a donde estaba él: porque Jesús no había entrado todavía en la aldea, sino que estaba aún en el lugar donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con ella en casa consolándola, al ver que María se levantaba y salía deprisa la siguieron, pensando que iba al sepulcro a llorar allí. Cuando María llegó donde estaba Jesús, al verlo se echó a sus pies, diciendo: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”. Y Jesús, al verla llorar y que los judíos que la acompañaban también lloraban, se conmovió interiormente y se turbó».

Entre los judíos los muertos recibían sepultura el mismo día del deceso. De hecho, se pensaba que el alma del difunto vagaba durante tres días alrededor del cuerpo, esperando volver a entrar de nuevo, pero que al cuarto día, al comenzar la descomposición, se alejaba para siempre. Las visitas de los parientes y amigos para expresar sus condolencias se prolongaban durante siete días, aunque eran más numerosas en los tres primeros. Los visitantes expresaban su pésame en primer lugar con el típico bullicio oriental, elevando gritos y lamentos, llorando, rasgándose las vestiduras y por último permaneciendo durante cierto tiempo sentados en el suelo en absoluto silencio.

«¡Lázaro, sal fuera!»
Cuando Jesús llegó, las dos hermanas estaban rodeadas por los visitantes que les daban el pésame. Marta fue al encuentro de Jesús en primer lugar, después fue también María, seguida de las visitas. Tras cambiar unas palabras con las dos hermanas y viendo a toda aquella gente dolorida y llorosa, «Jesús se estremeció y se turbó», como hombre vivo y verdadero, capaz de experimentar los mismos sentimientos que los demás. «Y dijo: “¿Dónde lo habéis puesto?”. Le contestaron: “Señor, ven a verlo”. Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: “¡Cómo lo quería!”. Pero algunos dijeron: “Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego ¿No podía haber impedido que muriera éste?”. Jesús sollozando de nuevo llegó a la tumba. Era una cavidad cubierta con una losa. Dijo Jesús: “Quitad la losa”. Marta, la hermana del muerto le dijo: “Señor, ya huele mal porque lleva cuatro días”. Jesús le replicó: “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?”. Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto dijo: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre, pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado”. Y dicho esto, gritó con voz potente: “¡Lázaro, ven fuera!”. El muerto salió, los pies y las manos atadas con vendas y envuelta la cara en un sudario. Jesús les dijo: “Desatadlo y dejadlo andar”».

Los sepulcros palestinos de los tiempos de Jesús estaban situadas no muy lejos de los lugares habitados, justo a las afueras. Las tumbas de las personas de cierto nivel se excavaban a menudo en la toba (roca caliza, muy porosa, ndt.); o perpendicularmente, a modo de fosa, en los lugares descendentes, u horizontalmente, en forma de cueva, en las colinas. Esencialmente consistían en una cámara funeraria con uno o más nichos para los cuerpos, y a menudo con un pequeño atrio delante de la cámara: atrio y cámara se comunicaban entre sí a través de una estrecha puerta que permanecía siempre abierta, mientras que el atrio se comunicaba con el exterior mediante una puerta atrancada con una gran lápida.

El cuerpo, una vez lavado, impregnado de aromas, vendado y rodeado con una sábana, simplemente se depositaba en su nicho en la cámara funeraria, permaneciendo por tanto en contacto casi directo con el aire de dentro: es fácil imaginar que al tercer o cuarto día de haberlo depositado allí, a pesar de los aromas, todo el interior de la tumba estuviera inundado por las emanaciones del cadáver.

Por eso estaba preocupada Marta, cuando Jesús ordena retirar la piedra que cierra la puerta externa. El cuerpo de Lázaro está allí desde hace cuatro días.

Ahora, en este lugar de la antigua Betania, hay una tumba que una tradición documentada desde el siglo IV identifica con la de Lázaro. Pero independientemente de la autenticidad de aquel sepulcro, lo que más impresiona del relato de Juan es la extrema precisión, hasta en los más mínimos detalles. Incluso los de tipo psicológico. Basta pensar en el comportamiento de algunos judíos. Éstos, de hecho, protestan ante Jesús, no sin cierto tono de burla, por no haber impedido la muerte de Lázaro, después de haber devuelto la vista al ciego de Jerusalén. Tras el milagro, entre los mismos judíos tiene lugar una escisión, relatada así por testigos oculares: «Muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que hizo, creyeron en Él. Pero algunos se fueron a los fariseos y les dijeron lo que había hecho Jesús».

El efecto de tan diligente mensaje fue la decisión tomada por los fariseos de que el autor de milagros tan grandiosos y públicos debía ser eliminado.

En relación con esto, Giuseppe Ricciotti escribe admirablemente en su Vida de Jesucristo (p. 543): «Es importante resaltar aquí cómo la escisión producida entre los judíos testigos del milagro tiene un fundamento psicológico históricamente perfecto. Entre los adversarios de Jesús, aquellos que no han olvidado que son hombres, se rinden al milagro y creen en quien lo había obrado; en cambio aquellos que han subordinado su razón y su corazón a la misma cualidad de miembros de un partido, no les preocupa más que el triunfo del partido y corren a denunciar a Jesús».

El milagro de Lázaro, es decir, la condena a muerte de Jesús
En cualquier caso, la mayoría de los judíos de Jerusalén tomaron muy en serio la denuncia de la resurrección de Lázaro. De hecho se convocó en Jerusalén una asamblea en la que tomaron parte muchos miembros del Sanedrín. Se planteó la cuestión: «¿Qué haremos? Este hombre hace muchos milagros. Si lo dejamos creerán en él todos y vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación».

En la asamblea participó también el sumo sacerdote, Caifás, que después de haber escuchado en silencio las diferentes propuestas, tomó la palabra: «Vosotros no entendéis nada, ni sabéis que nos conviene que muera un solo hombre por el pueblo y no que perezca la nación entera». Caifás no nombra a nadie, pero todos comprenden: el único hombre que debía morir por el pueblo era Jesús.

El Señor supo enseguida de aquella asamblea y de lo que allí se había deliberado. Desde ese momento no se dejó ver más en público, y alejándose de la zona “caliente” se retiró a una ciudad llamada Efraín, a un 25 kilómetros al norte de Jerusalén.

¿Y qué fue de Lázaro? Sabemos, siempre por Juan, que volvió a ver al Señor, también porque Jesús permaneció apartado por poco tiempo en Efraín. De hecho, al acercarse la Pascua se puso en marcha hacia Jerusalén por el camino más largo que, rodeando el Jordán, pasaba por Jericó.

Pero al volver a salir de Jericó hacia Jerusalén, Jesús tenía que pasar necesariamente por Betania, de donde se había marchado hacía pocas semanas. Cuando llegó a la ciudad, recibió una triunfal acogida provocada por el recuerdo de la reciente resurrección de Lázaro. La tarde de su llegada era sábado y hubo un convite en su honor en casa de un tal Simón, apodado el Leproso, uno de los más acaudalados de la ciudad, que debía el sobrenombre a la enfermedad de la que se había curado, quizás por obra de Jesús.

Entre los invitados estaban Lázaro y sus dos hermanas. Y como siempre, Marta dirigía los preparativos de la cena. María, en cambio, llevó como homenaje un vaso de alabastro con olorosas esencias de gran precio destinadas al Señor. Junto al asiento de Jesús, la mujer, en vez de retirar el precinto del orificio de salida, partió el cuello alargado del vaso en señal de una mayor entrega y lo extendió abundantemente primero por Su cabeza y luego por los pies. Después se los secó con sus largos cabellos. Tanta prodigalidad sorprendió a Judas Iscariote. Éste protestó abiertamente aduciendo la excusa de que vendiendo aquel ungüento se podría haber hecho una obra de caridad. En realidad, como cuenta Juan, «Judas era ladrón» y robaba del fondo común de los discípulos.

Mientras tanto, en Jerusalén, «muchos judíos supieron que Jesús estaba allí y acudieron, no sólo por Jesús, sino también por ver a Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos».

También esto se supo en Jerusalén; entonces, los sumos sacerdotes se reafirmaron en su propósito de matar a Jesús, además «deliberaron matar también a Lázaro».

El motivo estaba claro: muertos Jesús y Lázaro, la conmoción del pueblo se calmaría sin más y todo volvería a ser como antes.

Desde ese momento comienza, por tanto, un período de espera vigilante en la que la autoridad del Templo tendrá continuamente a Jesús en el punto de mira, hasta que se presente la ocasión adecuada para conseguir su objetivo sin consecuencias desagradables. Conocemos cómo terminará en pocos días a partir de ese momento.

Lázaro consigue salvarse. El Señor reemprende el camino hacia Jerusalén con los suyos para que se cumplan las Sagradas Escrituras.

Sabemos por Juan que no cesó la peregrinación a la casa de Lázaro. Muchos quisieron seguir viendo de cerca al amigo de Jesús rescatado de la muerte.

Es conmovedor pensar que la resurrección de Lázaro aceleró la muerte del Señor: la magnificencia y la grandeza de dicho milagro hizo tomar iniciativas a los fariseos, aterrorizados, quizá por la fama de Cristo.

De ahí a pocos días tendría lugar otra mucho más grandiosa Resurrección.