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Huellas N.4, Abril 2002

LOS ENCUENTROS DE JESÚS

«Me ha dicho todo lo que he hecho»

Stefano Zurlo

Mujer de vida difícil y espíritu inquieto, además samaritana, por tanto, prevenida con respecto a los judíos. Un escueto diálogo, casi una discusión, y al final la revelación: «¡Yo soy el Mesías!». Así comenzó para esta mujer la aventura de la fe


Despejemos enseguida el campo de ciertas estampitas dulzonas, sentimentales, de sabor vagamente hollywoodiense. Al encontrarse con la Samaritana, Jesús se encuentra con un tipo duro, a su altura, capaz de plantarle cara. El relato de Juan no es ni mucho menos una estampa religiosa ambientada en un marco de ensueño. Al contrario. Empezando por la abundante y nada edificante biografía de la mujer: «Jesús - según Vittorio Messori - frecuenta las malas compañías y los evangelistas se ven obligados a escribir páginas de las que voluntariamente habrían prescindido». El teleobjetivo de Juan enfoca un pequeño territorio, «una ciudad de Samaria llamada Sicar, cerca de la heredad que dio Jacob a su hijo José». El intachable Renan escribe: «Sólo un judío de Palestina que hubiera pasado a menudo por la entrada del valle de Siquem, podría escribir esto». Y Giuseppe Ticciotti ilumina otros detalles para desterrar la hipótesis, planteada en estos dos mil años, de que el fragmento es sólo una invención simbólica. «Es mediodía (hora sexta)», leemos en Vida de Jesús. Nuestro Señor, «como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al pozo». Una casualidad: «Estaba solo porque los discípulos habían ido a la ciudad vecina a comprar comida». También el erudito Ricciotti completa para nosotros el reconocimiento geográfico, estamos a unos pocos cientos de metros «de la antiquísima ciudad de Siquem, que ya existía hacia el dos mil antes de Cristo, pero que en tiempos de Jesús estaba en plena decadencia y escasamente poblada. Junto a sus ruinas surge el pueblo de Balata». En resumen, la Sicar de la narración no puede ser más que Siquem (Balata).

Y es a dos pasos del pueblo donde tiene lugar el encuentro-discusión. Jacobo Tintoretto pinta en la segunda mitad del siglo XVI una mujer de cuerpo imponente y macizo, que se enfrenta a Cristo con mirada severa más que turbada (obra proveniente de la iglesia de San Benito en Venecia y actualmente en la Galería de los Uffizi). Y es así como nos gusta imaginárnosla, aunque los rostros de los dos protagonistas, realizados con mano manierista, cuando no contrarreformista, por el artista veneciano, están demasiado extenuados. En cualquier caso estamos a años luz de la «femenina samaritana» del Purgatorio dantesco, «la pobre mujer de Samaria» parafraseando a Vittorio Sermonti. La mujer es todo menos una pobrecilla o, si lo es, lo es como todos nosotros antes del encuentro con el Salvador.

Judíos y samaritanos
Por si acaso, está prevenida, como todos los samaritanos, en el enfrentamiento con los otros judíos. Vieja historia aquella. Una vez más, Ricciotti nos aclara los términos: «Mientras Judea, con su capital en Jerusalén, formaba el verdadero baluarte del judaísmo, Samaria representaba un estridente contraste étnico y religioso». ¿Por qué? Porque los samaritanos adoraban a Dios sobre el monte Garicim y habían construido su templo. «Naturalmente, para los samaritanos el Garicim era el lugar del legítimo culto al Dios Yahvé, en contraposición al templo judío de Jerusalén, y sólo ellos eran los verdaderos descendientes de los antiguos patriarcas hebreos y los depositarios de su fe religiosa. De aquí las continuas y rabiosas hostilidades entre samaritanos y judíos, tanto más porque Samaria era tránsito obligado entre la dominante Galilea y la sometida Judea». Una “guerra fría” que sorprendentemente - documenta el estudioso del cristianismo - todavía no ha terminado «por parte de los miserables avances de samaritanos residentes a los pies del Garicim». Imaginaos, por tanto, si una mujer de vida difícil y espíritu inquieto podía dejarse cautivar por un judío. Ni, por otra parte, Jesús tiene la intención de darle la razón, de concederle siquiera la igualdad en el plano de la disputa para llevarse a casa el resultado más importante. En absoluto. Ambos se enfrentan en lo que Giacomo Contri define en Sanvoltaire como «algo parecido a un debate medieval en prosa, del tipo Cielo D’Alcamo o Jacopones. Un diálogo amoroso-político». «Jesús - resalta el psicoanalista - es alguien que lo que tiene que decir no lo manda decir con nadie». ¿Y ella? «Ella es una mujer interesante, espabilada, formada política y religiosamente». Hablan del agua, después de sus cinco maridos; Jesús en dos palabras le demuestra que conoce toda su atormentada historia y ella para el golpe a su manera: reconoce que es un profeta, circunstancia que no le causa mayor impresión porque los profetas son familiares a la historia de su pueblo. Al final «se meten en política y religión», virando precisamente hacia la espinosísima querella samaritano-judía. «Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar». Jesús le devuelve la pelota: «Vosotros adoráis lo que no conocéis, nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos». «Mientras que nos dividamos en blancos o negros, judíos y samaritanos - intenta interpretar Contri - tenemos razón nosotros y vosotros estáis equivocados. Jesús no practica el ecumenismo paralizante».

Contradicción
Pero después Cristo lanza el dardo, «tira más allá del límite», levanta el telón rompiendo el equilibrio. Y se presenta adelantando que es el Mesías. Y con el advenimiento de Cristo va unido el momento «en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad». Es el final de la controversia y supone para ella el descubrimiento de otra dimensión. «En este punto - destaca Ricciotti - la mujer se da cuenta de que se encuentra en una esfera desconocida». Muy diferente de estampitas o santurrones. «Ahora - prosigue Ricciotti - Jesús le revela que es el Mesías precisamente a esta mujer no judía y de raza hostil a los judíos, cuando más tarde ordenará a sus propios discípulos que no declaren esta calidad suya». ¿Una contradicción?

Según el estudioso, no: «Precisamente en la hostilidad de los samaritanos está el secreto de esta preferencia. Cerca de ellos era muy difícil que ante aquel anuncio se suscitase un movimiento de entusiasmo político, muy probable cerca de los judíos, y que Jesús quería evitar a toda costa». Una explicación que lo aclara hasta cierto punto; pero el escándalo está y es evidente. Es necesaria esa señora de curriculum impresentable para hacer saltar la chispa. Estamos en otro mundo. Al final de un diálogo concreto y en el que cada uno ha hecho su papel, Cristo abre la puerta de otra ciudad y de otro reino. Para la Samaritana comienza la aventura de la fe, pero sobre todo el descubrimiento de una humanidad más viva y grande, definitiva por la fuerza y la profundidad con la que aquel hombre ha hablado. Y es en ese terreno inexplorado donde ella se adentra antes de desaparecer en la sombra. Su vida cambió. «La conversión - apunta don Giussani - es reconocer. El resto vendrá con el tiempo. En el Evangelio no se dice que la Samaritana abandonara al sexto hombre con el que estaba». Como tampoco se dice que «el publicano, al salir del templo, repartiera todos sus bienes entre los pobres». Pero ciertamente aquella mujer había reconocido. Giussani también describe la conversión: «Imaginaos cómo se sintió aquella mujer traspasar, poseer por la mirada de aquel hombre que la comprendía, la conocía. Es una modalidad de posesión profundamente, inconcebiblemente diferente para nosotros, pero inicialmente experimentable». ¿Cómo?

La verdadera posesión
«Si un hombre - insiste Giussani - dice que ama a su mujer y no llega al umbral de la experiencia de este tipo de posesión, no ama a su mujer. Porque es inmensamente más grande la intensidad de posesión, de mirada y de posesión, que un hombre realiza mirando a uno, dos o diez metros a su mujer invistiéndola según la grandeza del misterio de su relación con el ser, con el destino, que deja entrever a través de sus signos toda la fuerza de atracción y de propuesta que tiene para su corazón de hombre, para su destino de hombre; es mucho más grande esta mirada y esta posesión que cuando él la posee».

Cristo habla al corazón y habla a la razón. La relación con Cristo pasa a través de la carne y en la carne - no hay alternativa a esto ni posibilidad de meterlo entre paréntesis - nos ha comunicado algo más grande y desconocido para nosotros. Quién sabe la sorpresa que debió de ser esa intensidad de posesión tan casta para la Samaritana, mujer experimentada y de todo menos ingenua. Y además, con un hombre extraño que en absoluto intenta hacerse el simpático. Pero Cristo revela a «aquella mujer todo lo que ha hecho y no existe nada más divino para el corazón del hombre que alguien que conozca todo lo que ha hecho. Y la Samaritana corre a contarlo convirtiéndose así en misionera». Un milagro en el milagro, porque - recuerda Ricciotti - los samaritanos que quedaron «subyugados» por las palabras de Cristo eran los mismos samaritanos «que habitualmente apaleaban sangrientamente e incluso mataban a los judíos que pasaban por sus tierras».

Dos mil años después, con otra modalidad, el desafío sigue siendo el mismo.