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Huellas N.4, Abril 2002

CRISTIANISMO

Antiguas herejías más bien nuevas

Giuseppe Bolis

«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». El mismo Jesús en el Evangelio plantea la cuestión decisiva para quienes le escuchaban entonces y para los alcanzados por el anuncio cristiano en el curso de la historia: la pregunta relativa a la naturaleza de su persona. Por eso, toda la reflexión (studium = amor) de la Iglesia primitiva se centró en primer lugar en la definición de la identidad de Jesús; precisamente porque su presencia física había representado la propuesta del significado último de la historia, que tanto ha buscado el hombre. Las respuestas desviadas que los hombres han dado de vez en cuando a dicha pregunta indican las raíces de los errores que sucesivamente han recorrido toda la historia, oscilando entre moralismo y sentimentalismo.

¿Jesús es verdadero hombre, en carne y hueso? ¿Es verdaderamente Dios? ¿A qué título? ¿Es de la misma sustancia que el Padre en su divinidad? ¿De qué forma se asegura su unidad en la distinción de las dos naturalezas (divina y humana) que le caracterizan? ¿Se debe hablar de una o dos personas, de una o dos naturalezas, de una o dos voluntades?

Comprender el Misterio
Todas estas preguntas caracterizaron a la Iglesia de los primeros siglos, mientras el anuncio de una nueva vida en Cristo abrazaba cada vez más toda la tierra y se encontraba con diversas culturas, en particular con la tradición filosófica griega y su pretensión de definir racionalmente el ser. Estas preguntas no nacían teóricamente en los estudios de teólogos cultos o en los círculos filosóficos de Atenas o de Roma. Más bien atravesaban la vida de las comunidades, las plazas de los mercados de los puertos del Mediterráneo y de las ciudades más importantes de la época. Y es que dichas preguntas expresaban el amor de los creyentes que se interesaban por Cristo en sí mismo, como significado de todo. Pero al mismo tiempo mostraban la dificultad y la pretensión del hombre de “com-prender” el misterio de la persona de Jesús.

Interpretaciones parciales
Los primeros siglos de la Iglesia muestran, por una parte, el testimonio nítido de los creyentes (a veces hasta el martirio) y la difusión de la fe, descritos incluso hoy día por los historiadores como «uno de los enigmas más desconcertantes que se desprenden de la historia». Por otra parte, muestran desde el comienzo la presencia de interpretaciones que trataban de reducir el misterio de la persona de Jesús a lo que el hombre podía comprender, subrayando una parte en detrimento de la totalidad de los factores (de allí las herejías, cuyo nombre proviene del griego airesis que significa “elección de una parte”, desviación doctrinal que comporta el alejamiento de la comunidad de los que se adhieren a ella) De este modo se reducía la experiencia cristiana a aspectos que oscilaban entre el moralismo ritual y el sentimentalismo religioso.

Tres fueron los peligros que se manifestaron desde el principio en el desarrollo de la reflexión en torno a la figura de Jesús de Nazaret y que corresponden a tres tentaciones permanentes de cualquier tiempo: el desconocimiento de la divinidad de Cristo, por lo cual Jesús sería simplemente un hombre revestido del poder divino; la negación de la verdadera realidad humana de Jesús; y la reducción de Cristo a un mito.

Adopcionismo
La condena de Jesús había hecho aparecer entre los judíos - fuertemente monoteístas - la dificultad extrema de aceptar que un hombre pudiera ser realmente Hijo de Dios. Esta dificultad continuó incluso después de su muerte y resurrección, y en el seno de las primeras comunidades (sobre todo en las de impronta judeo-cristiana). Sobre todo, la subrayaban quienes reconocían a Cristo como un gran hombre lleno de Espíritu divino a partir del bautismo en el río Jordán, pero negaban que fuera realmente el Hijo engendrado del Padre. Él era un “simple hombre”, aun habiendo sido elegido o adoptado por Dios como portador de una gracia divina excepcional. Cuando en los Evangelios se le llama “hijo de Dios” se entiende en el sentido de hijo adoptivo, privilegiado entre los demás hombres (adopcionismo). De este modo, se proponía una imagen de Cristo en sentido inverso al movimiento de la Encarnación. En lugar de un Dios que se hace hombre, se admite un hombre elevado a una cierta condición divina. Pero dicha perspectiva está muy alejada de la revelación cristiana en cuanto que Jesús no llega a ser verdaderamente Dios y la salvación se reduce - de hecho - a un mero conjunto de comportamientos extrínsecos a la auténtica salvación del hombre.

Docentismo
Al mismo tiempo resulta sorprendente constatar que, desde los orígenes, la humanidad de Cristo se vio tan discutida como su divinidad. Tenemos testimonios ya en las cartas de san Juan donde aparecen algunos que «no reconocían a Jesús como venido en la carne». Para éstos, Cristo había nacido, había sufrido en la cruz, había muerto, sólo en apariencia y no de modo real (docetismo). Les parecía imposible que Dios, Aquel que es “espíritu”, tan superior al mundo material, hubiera podido vivir en una carne real implicándose hasta el fondo con lo humano.

Sin embargo, de esta manera se mellaba la naturaleza misma de la salvación cristiana desde el momento en que - como dicen los Padres de la Iglesia - «lo que no es plenamente asumido, no es plenamente salvado» y la fe se reducía a pura referencia espiritual.

Gnosis
En tercer lugar, durante el siglo II numerosos escritos apócrifos permitieron a la imaginación popular representarse a Cristo de forma legendaria. La vida de Jesús se presentaba como una serie de acontecimientos maravillosos: ya no pertenece a la historia sino al mito (gnosis). Él ya no se encuentra entre los hechos de la historia sino que es una imagen de la mente. Así los hombres se hacen un Cristo según su propia conveniencia en lugar de recibir lo que Dios les ha entregado en la historia de la humanidad. Una tentación - aún hoy muy presente - que lleva a reducir la fe cristiana a pura imaginación: partir de lo que se piensa en vez de partir de aquello que es; y, por tanto, hallarse totalmente a merced de la propia marea sentimental.