IMPRIME [-] CERRAR [x]

Huellas N.2, Febrero 2002

ÁFRICA

El psiquiatra de la selva

Marco Bértoli

El viaje a un pueblo perdido de África occidental y el trato con enfermos mentales que nadie quiere y que la sociedad condena a una vida inhumana. Siguiendo a Gregoire, médico que trabaja para liberar a los “nuevos esclavos”



Bondoukou. Nunca habría imaginado un día de visita a los enfermos de un perdido pueblo de la Costa de Marfil en la frontera con Ghana.

No comencé mi carrera profesional estrictamente por “motivos humanitarios”, nunca pensé acabar en Africa tratando con las personas más excluidas y, sin embargo, aquí estoy en un mísero y desnudo local de la misión católica de Bondoukou.

Un grupo grande de personas espera y yo estoy acompañando a Gregoire, aunque todavía no me he dado cuenta bien de lo que va a suceder.

Nos sentamos Gregoire, dos hermanas enfermeras y yo. Otra hermana hace entrar uno por uno a los enfermos con sus respectivas familias, hombres y mujeres con la mirada apagada.

Gregoire hace las preguntas pertinentes: desde hace cuánto tiempo está enfermo, cómo es su comportamiento en el pueblo, si realiza algún tipo de trabajo, desde cuándo toma medicación. Las preguntas son traducidas al Kulango, dialecto del nordeste de Costa de Marfil. A mí me cuesta entender el francés dado mi vago conocimiento de la lengua, pero con la ayuda de Gregoire consigo entender los síntomas y las dificultades del enfermo.

Me impresiona la atención que mi amigo presta a los enfermos y sus familias, y su sensibilidad. Para todos tiene un consejo, una palabra, una indicación terapéutica y sólo a algunos les prescribe el ingreso en el centro de Bouakè.

Gregoire se dedicaba a fabricar y reparar neumáticos. No sé bien cómo lo hace, pero hoy distingue los fármacos, la posología, la necesidad de un tratamiento farmacológico, supliendo seguramente los conocimientos científicos que no tiene con la experiencia adquirida y con su respeto por los demás como si fueran Cristo doliente.

No nos levantamos de esa mesa durante más de tres horas. Gregoire no come, no descansa, pero no pensaba que esta caridad suya me implicaría también a mí.

Tarea reconocida
Cuando acabamos, me encontraba agotado, cansancio agudizado por el tremendo esfuerzo por comprender las palabras más importantes de las entrevistas y ayudar así a Gregoire en su tarea. Una tarea reconocida y estimada: ese día vimos más de cuarenta enfermos. La gente viene desde muy lejos para tratar de aliviar los sufrimientos de sus seres queridos.

Gregoire les visita, les regala medicinas, diagnóstica. De pueblo en pueblo, por toda la Costa de Marfil se ha corrido la voz de que Gregoire ayuda, recoge y rehabilita a las personas que sufren una enfermedad mental. Poco a poco se está difundiendo una cultura diferente de la tradicional que considera al enfermo un endemoniado al que se le teme y hay que encadenar.

Gregoire libera a estos enfermos, los acoge, los ayuda de forma concreta y los acompaña en la vuelta a sus familias. Y yo estoy precisamente aquí en Bondoukou para ayudar a la reinserción de treinta y cinco personas curadas; frente al Obispo y al Prefecto de la región declaran, sin ninguna vergüenza, su felicidad y el deseo de volver a sus casas.

En la selva se encuentran muchas experiencias de fe y de total gratuidad.

Visito en Bondoukou al padre Bardelli, de origen lombardo, que vive desde hace muchos años en África y me cuenta que la llegada del cristianismo a los lejanos pueblos africanos permite a todos reconocer que los demás, sean quienes sean, son personas con toda su dignidad. Afirma además que también las autoridades civiles piden la presencia de las comunidades cristianas porque sólo con los cristianos la gente de los pueblos empieza a estar un poco mejor.

Mientras tanto Gregoire no se detiene un momento, duerme poco, come menos, está siempre activo. Un día me dejó conducir y se durmió profundamente a mi lado. Conducir en una ciudad africana es realmente una aventura. No sólo por el caos total que reina en la conducción, por la carencia o la falta de visibilidad de las señales de tráfico, por los agujeros que se abren en las calles y por los coches que carecen, porque nadie las arregla, de intermitentes o de claxon, sino sobre todo, porque provocar un grave accidente en África significa arriesgarse a un linchamiento por parte de la población.

Pollos, agutís y cobayas
El domingo 25 de noviembre por la noche el “psiquiatra de la selva” me lleva a una de las granjas; si contempláramos la escena sólo por fuera sería para horrorizarse: en la oscuridad de la noche en medio de unos treinta enfermos mentales africanos, de los que sólo se veía realmente el blanco de los ojos, nos llevan a ver el fruto de sus fatigas, un espléndido criadero de pollos y uno insólito de agutís (gran roedor considerado como un bocado exquisito) y de cobayas (conejillos de Indias).

Al final de la visita, Gregoire dice a los enfermos que mi presencia en medio de ellos se debe a la caridad de don Giussani y a la historia que de él nació: el movimiento de Comunión y Liberación. Explica que sólo porque Dios se ha encarnado es posible que un hombre se incline hacia otro hombre. Durante la misa de la mañana un asistente había regañado demasiado duramente a un enfermo que se dirigía hacia el altar; Gregoire había reunido al grupo de sus ayudantes retomando el hecho y afirmando que los enfermos son nuestros “Reyes” y que nadie se habría permitido tratar de esa forma a su padre o a su madre y que, por tanto, invitaba a todos a trabajar con más respeto (era el domingo de Cristo Rey); todos los asistentes son ex enfermos.

El lunes 26 de noviembre participamos en la liberación de un enfermo mental. Se trataba de Norbert, chico de 28 años, encadenado en un trastero maloliente de su casa. Gracias a Dios esta vez pudimos intervenir a tiempo, porque Alfonso nos señaló su presencia enseguida. En efecto Norbert lleva atado “sólo” cuatro meses (antes se llegaba, desgraciadamente, después de años de esclavitud). Alfonso es un ex encadenado que va por los pueblos buscando enfermos encadenados.Pero la obra de Gregoire es conocida ya incluso por los propios párrocos africanos, que le llaman, permitiéndole liberar a otras personas.

El pueblo del “profeta”
En Bouakè la misa por los enfermos la celebra el padre Paolo Zuttion (de San Vito al Torre, cerca de Udine) que, junto a su hermano Ranieri, comparte conmigo esta tercera experiencia africana) y por el padre Mario, un enérgico sacerdote del PIME, originario del Treviso, que después de jubilarse decidió venir a la Costa de Marfil para aportar su contribución de humanidad y esperanza.

El martes en el pueblo del “profeta” no conseguimos acercarnos a los enfermos encadenados en la selva. Se trata de algo increíble: un pueblo entero que vive del “negocio de los enfermos” que la familia aleja de sí y confía a presuntos curanderos que no hacen otra cosa que atarlos a los árboles de la selva con cadenas, golpeándoles para expulsar a los espíritus malignos, y hacerles pasar hambre porque el ayuno “purifica”. Gregoire experimenta una gran consternación por no poder realizar esta liberación, es una experiencia angustiosa también para mí y mis compañeros de viaje, Elisa de Gorizia, que estudia cuarto de medicina en Trieste y Piergiorgio, que colabora desde hace algunos años con el consorcio de cooperativas sociales trabajando en el proyecto de rehabilitación de enfermos mentales, aunque no sólo, de la Bassa Friulana.

Un hombre corre gritando: «dai dai» en italiano, porque no hay tiempo, «anda, corre» no hay tiempo: hay que ir a liberar a “nuevos esclavos”, hay que procurar alimento para más de setecientos pobres que viven acogidos en los centros.

Todo está confiado a la Providencia, que persigue tenazmente su designio: liberar, alimentar, acoger y cuidar a los hombres que sufren.

Un canto catalán se oye en el aire: es Luis, de Barcelona, otro amigo que está aquí con nosotros; es un canto a la vida, a la positividad de la realidad, con un ápice de tristeza. Está dirigido a nosotros, pero en especial al “psiquiatra de la selva”, loco por Cristo y por tanto por el hombre.

Gregoire se marcha en su coche, del bolsillo le cuelga una corona del Rosario, su permanente compañía.