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Huellas N.2, Febrero 2002

PORTADA

La semilla de Asís

Lucio Brunelli*

En la ciudad de san Francisco Juan Pablo II ha instaurado un clima de sincera amistad, sobre todo con los representantes islámicos. Un gesto de auténtico ecumenismo católico, sin ceder al sincretismo y al relativismo. Y los frutos se verán


Las religiones no se usarán nunca más para fomentar el odio entre los pueblos, para justificar guerras, para legitimar ataques terroristas. Es el “Pacto de Asís”, simbólicamente firmado el pasado 24 de enero en la ciudad de san Francisco por el Papa, los dirigentes de las principales confesiones cristianas y los representantes de otras 11 religiones. Ninguna negociación multilateral sobre los contenidos de la fe, por tanto. Ningún sincretismo religioso, como se temía en los ambientes católicos más papistas que el Papa. Sólo una oración por la paz, dramáticamente inmersa en la historia, motivada por esas “nubes tenebrosas” que ofuscan el camino de la humanidad a comienzos del tercer milenio.

Fue el 18 de noviembre cuando Juan Pablo II anunció en el Ángelus la intención de invitar en espíritu de amistad a los representantes de todas las religiones a Asís y convocar una jornada de ayuno para el 14 de diciembre. Dos iniciativas distintas con idéntica finalidad: sustraerse a la lógica perversa que corría el riesgo de transformar la guerra al terrorismo proclamada por EEUU en un enfrentamiento de civilizaciones, casi una “guerra santa” del Occidente cristiano contra el mundo islámico; y después, tratar de influir, dentro de un diálogo sincero y amigable, en la doctrina oficial islámica que, aunque ha condenado los atentados terroristas del 11 de septiembre, reconoce a los terroristas suicidas el estatus de “mártires de Alá”.

La verdadera preocupación
No es casual que el Papa dirigiera su invitación pública a todas las religiones, pero “en particular” a los musulmanes. No por casualidad hacía coincidir la jornada de ayuno para los católicos con el último viernes de oración del ramadán islámico. Decisiones que han escandalizado a algunos comentaristas católicos preocupados por una presunta flexibilidad del Papa en relación a los “perseguidores” islámicos. Preocupación, y esta es la verdadera diferencia con respecto a la primera reunión de Asís, compartida también por un influyente sector de la opinión pública laica. En 1986 los medios de comunicación valoraron desde el comienzo el gesto anunciado por el Papa, pero trastocando su auténtica intención para enfatizar la igualdad radical entre las religiones (jamás afirmada, naturalmente, por Wojtyla). En 2002, en vísperas del nuevo encuentro interreligioso, la actitud del sector laico se ha invertido paradójicamente. Desde Panebianco a Mieli, numerosas han sido las voces que han pedido a la Iglesia católica que no ceda ante la cultura relativista que pone en el mismo plano todas las civilizaciones y que cambie el rumbo con respecto al primer encuentro de Asís, mostrando más los músculos en la relación-enfrentamiento con la Media Luna. Se trata del shock emotivo e intelectual provocado por el ataque a las Torres Gemelas. Después de aquellos eventos la cultura liberal occidental ha comenzado a descubrir la identidad cristiana, pero a menudo como una especie de bandera ideológica y política. Ha sido erigida como baluarte de nuestra civilización asediada por los nuevos bárbaros islámicos.

Pero la mirada del Papa en la Jornada de oración de Asís ha sido distinta. Juan Pablo II no ha atacado resueltamente a los representantes islámicos, la delegación más numerosa y autorizada entre las religiones no cristianas. Sino que ha instaurado con todos sus huéspedes - más de 200 de todo el mundo - un clima de sincera amistad. La peregrinación en tren, la hospitalidad franciscana en el convento, los saludos uno a uno. Gestos sencillos que han creado un clima de familiaridad, una disponibilidad a la escucha «que es ya - ha dicho el Papa - un signo de paz».

Está claro que nadie pensaba vaciar la propia identidad en nombre de una imposible “ONU de las creencias”. La decisión de no tener un momento de oración común, sino en lugares distintos, cada uno según su propia tradición y sus propias convicciones, ha disipado los temores de sincretismo. Por otra parte, cuando se está serenamente seguro de la gracia recibida con la fe cristiana, nada es capaz de producir miedo de verdad, y se logra valorar todo, incluso los fragmentos de verdad, o la nostalgia de la verdad presente hasta en los ritos primitivos de las religiones tradicionales africanas.

Todo lo contrario que cierto catolicismo siempre dispuesto al anatema y agriado por la psicosis del sentimiento de acoso.

El milagro de Asís
Sólo un clima así, de fraternidad sin segundas intenciones, ha hecho posible el “milagro” de Asís. La asunción de un compromiso solemne, ante Dios, para que los símbolos de la religión no sean utilizados nunca más como pretexto para la guerra y el terrorismo. Porque las religiones son factores de paz y, por tanto, de justicia y de perdón, como ha especificado el Papa con el pensamiento dirigido en particular a Tierra Santa, a los judíos y a los musulmanes cada vez más divididos por un muro de odio, al callejón sin salida al que la política irresponsable de Sharon, con la revocación de hecho de los acuerdos de paz alcanzados en Oslo y la lógica perversa de los ataques suicidas, han conducido a los protagonistas del conflicto. ¿Qué eficacia tendrá esta jornada de oración? Apagados los focos de las cámaras de televisión, desmontado el palco y toda la estructura instalada en la plaza que se encuentra ante la basílica de San Francisco, ¿qué quedará del “Pacto de Asís”? Son preguntas reales, cualquier retórica triunfalista en este campo está fuera de lugar. También porque, en la mayor parte de los conflictos que hacen parecerse al mundo a un “valle de lágrimas”, la religión es, precisamente, sólo un pretexto. Son otros los intereses que mueven a los Señores de la Guerra. Pero eliminar antes los pretextos o reducir ulteriores focos de odio sería una gran contribución a la paz en el mundo. En la tierra bendita de Asís una pequeña semilla ha sido plantada. El buen Dios decidirá cómo y cuándo hacerla crecer y dar fruto.

* Vaticanista del TG2