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Huellas N.11, Diciembre 2001

26 DE DICIEMBRE

El primer mártir

Giuseppe Frangi

Fue uno de los siete diáconos nombrados por los apóstoles y San Lucas escribe de él: «Realizaba grandes prodigios y signos en medio del pueblo». En vano los sacerdotes y los doctores trataron de desacreditarlo ante el pueblo. Sólo con el falso testimonio lograron llevarlo a juicio. Su discurso final no fue una autodefensa, sino una implacable requisitoria


Se sabe de él que hablaba griego, que poseía una sabiduría absolutamente fuera de lo normal y que se llamaba Esteban, nombre helénico que corresponde al arameo Kelil, es decir, el masculino de “corona”. En efecto, Esteban recibió una corona alrededor del año 32, la del martirio; y la Iglesia, que celebra su fiesta al día siguiente de Navidad, lo recuerda como el primer mártir de la historia cristiana. De él habla Lucas en uno de los fragmentos más bellos de los Hechos de los Apóstoles, los capítulos 6 y 7. Casi se podría reconstruir el origen de esta narración testimonio por testimonio, voz por voz. Lucas, que también había nacido lejos de Palestina, en Antioquía, era uno de los más fieles amigos de Pablo, y del mismo Pablo, testigo directo del martirio pues se hallaba entre los verdugos, recogió los pormenores sobre los últimos instantes de Esteban. De Gamaliel, el doctor de la ley que era maestro de Pablo y quizás también del propio Lucas, y que había asistido al proceso delante del Sanedrín, recogió el extraordinario discurso de Esteban ante sus acusadores.

Debates públicos
Constatada la veracidad de esta narración de Lucas, vayamos a la trama. Esteban apareció en escena cuando, «al crecer el número de los cristianos», los apóstoles decidieron nombrar a varias personas para que les ayudaran, sobre todo en tareas de administración. La protesta que motivó esta decisión había partido sobre todo de los griegos, los cristianos nacidos fuera de Palestina, que se sentían abandonados, especialmente en sus necesidades más concretas. El texto original habla de personas destinadas a servir en los comedores, y servir en griego se dice diakonèin. Eran los primeros diáconos. Siete personas, todas de origen griego, nombradas con precisión y sobriedad por Lucas, que sólo nos da algún detalle de Esteban («hombre lleno de fe y de Espíritu Santo») y de Nicolás (pero en este caso por una razón patriotera, puesto que era de Antioquia como él). Después, en el curso del relato sólo hay espacio para Esteban que «lleno de gracia y poder, realizaba grandes prodigios y signos en medio del pueblo».

Los sacerdotes y los doctores buscaban en vano contrarrestar su carisma llamándole a debates públicos en los que sistemáticamente terminaban derrotados. Venían de todas las sinagogas de Jerusalén, incluida la de los Libertos, de la que formaba parte Pablo, entonces un joven diligente, dispuesto a destacar como un perfecto defensor de la ley mosaica. Así pues, no es improbable pensar que estuviera entre los que se pusieron a discutir públicamente con Esteban.

Delante del Sanedrín
Pero la sabiduría de Esteban era demasiada para poderle desacreditar delante del pueblo. Así que se pasó a la estrategia de la delación: «Indujeron a unos a que asegurasen: “Le hemos oído palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios”», cuenta Lucas. Lo agarraron y lo llevaron ante el Sanedrín. Aquí, según la costumbre, el sumo sacerdote le pidió como primer paso que se defendiera de las acusaciones que se le imputaban. Esteban tomó la palabra para desplegar un largo discurso que, como han demostrado los exegetas, Lucas retoma fielmente de otra fuente, con toda probabilidad de Gamaliel. La parrafada de Esteban está «cuajada de arameísmos que no se pueden atribuir a Lucas y está construida de forma distinta a lo que mandan los cánones de la retórica griega y con locuciones extrañas al evangelista», escribía Claudio Zedda, ilustre profesor de la Universidad Lateranense, comentando los Hechos. Él mismo señalaba cómo las referencias de Esteban, que hablaba griego, a la Biblia, se refieren a la traducción en griego de los Setenta (que calcula la parentela de Jacob en setenta y cinco, mientras que el original hablaba de quince). Pero el discurso del diácono tiene poco que ver con una autodefensa. Es más bien una implacable requisitoria contra las instituciones que lo habían llamado a juicio y una violenta invectiva contra sus jueces. Esteban habla como un fiel intérprete de la Torah, define a Abrahán como «nuestro padre», subraya su posición de extranjero («esta tierra en la que habitáis en el presente»). Su discurso sigue una lógica muy lineal, quiere demostrar con la historia bíblica en la mano que todo en Israel estaba en función de la venida de Jesús; relee la historia de Moisés como una prefiguración de la del Mesías. Las tribulaciones y la misión salvadora del profeta anticiparían la pasión y la misión redentora de Jesús. Pero no se detiene aquí. Porque Esteban continúa el paralelismo en una perspectiva mucho más provocadora. Dice que también Moisés fue puesto en entredicho. «¿Quién te ha nombrado nuestro jefe y juez?», le habían contestado sus compatriotas, hasta el punto de obligarle a huir y a exiliarse en «tierra de Madian». Todas son citas bíblicas precisas, excepto una, extraordinariamente eficaz: Esteban dice que Moisés fue «rechazado», expresión que no aparece en la Biblia, pero que refuerza el paralelismo con el comportamiento de los judíos respecto a Jesús. El discurso se vuelve cada vez más vehemente a medida que avanza en los versículos. Decididamente, las palabras que escuchaba el Sanedrín no eran las de un acusado. «¡Rebeldes, infieles de corazón y cerrados de oídos, siempre resistís al Espíritu Santo, lo mismo que vuestros padres. ¿Hubo un profeta al que vuestros padres no persiguieran? Ellos mataron a los que anunciaban la venida del Justo, y ahora vosotros lo habéis traicionado y asesinado».

Esteban ataca, se apoya en Isaías para contestar a aquella especie de idolatría por el Templo, porque su «trono es el cielo». Como explica Zedda, «Esteban es el primero en ver como inevitable la ruptura con la vieja religión y en promover la emancipación de la joven Iglesia del judaísmo. Era un progresista que entendía el evangelio como algo demasiado grande para tenerlo recluido dentro de viejos odres».

La apología de Jesús
Los acusadores, naturalmente, no pudieron soportar el peso de las acusaciones de Esteban. Lo escuchaban y «se recomían por dentro y rechinaban los dientes», escribe Lucas, con precisión y casi con sentido del humor. No le impidieron concluir el discurso, aunque las conclusiones estaban implícitas, con la apología de la obra de Jesús. La situación en este punto se precipitó de forma dramática. Esteban fijó los ojos en el cielo, describiendo a viva voz su visión: los cielos abiertos y el Hijo del hombre a la derecha de Dios. Un gran grito cubrió aquella visión, que a oídos de fariseos y saduceos sonaba como una blasfemia. Se precipitaron sobre él «como un solo hombre». Lo llevaron fuera de la ciudad, a la puerta de Damasco, en el exterior del tercer bastión norte. Los testigos, como era costumbre, confiaron sus capas a un joven «llamado Saulo» y tiraron la primera piedra. Para Esteban, «azotado por el vertiginoso crujido de las piedras», como dice la Liturgia, era el fin. «Señor Jesús, recibe mi espíritu» y «Señor, no les tengas en cuenta este pecado», fueron sus últimas palabras. Después, dice Lucas que «se durmió».

Dormirse es la palabra que había usado Jesús cuando le dijeron que Lázaro había muerto. En la misma línea de esta certeza del carácter provisional de la muerte, los cristianos escribían como epitafio: «Obdormivit» y llamaron cementerio, es decir “dormitorios”, a los lugares en los que ponían a los difuntos. Dormía también Esteban, primer mártir de la historia cristiana, predilecto de Dios. Porque, como escribiría Cipriano de Cartago dos siglos después, «el martirio no depende de ti, sino que depende de la elección de Dios».