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Huellas N.10, Noviembre 2001

LOS PROFETAS EN LA BIBLIA

El irreductible testarudo

Giuseppe Frangi

Deportado a Babilonia, al igual que Jeremías, profetiza la caída de Jerusalén y la destrucción del templo, preconizando la ira de Dios hacia el pueblo que ha dado la espalda a su Señor. Pero la reconstrucción es posible, precisamente en las colonias de los deportados, volviendo a la observancia de los preceptos


Ezequiel en hebreo significa “Dios es fuerte” o aquel a quien “Dios ha hecho fuerte”. Esa fuerza fue para Ezequiel realmente valiosa, pues vivió en un periodo histórico en el que para el pueblo judío la humillación del exilio se sumaba a una gran confusión en la fe. Era casi coetáneo de Jeremías pero, a diferencia del gran profeta que había tratado en vano de convencer a Jerusalén para que se rindiera a Nabucodonosor, Ezequiel formó parte de la primera deportación: en el año 597 a. C., cuando el rey caldeo llegó a la tierra de Judá para sofocar la primera rebelión, él entró en la lista de los deportados. Con las manos atadas a la espalda afrontó la travesía del desierto hasta llegar a la tierra donde realizaría su misión profética: Babilonia. Él mismo, que era muy excéntrico en su forma de expresarse y de profetizar, pero muy preciso dando cuentas fielmente de todo lo que le sucedía, nos informa del tiempo y del lugar de su asentamiento: desde el año 593 vivía en una localidad llamada Tel- Abib, a orillas del río Quebar, a las puertas de Babilonia.

Rostro de pedernal
Podemos deducir cómo era Ezequiel por algunos eficaces apuntes autobiográficos que él mismo nos ha dejado. El Señor le dijo: «Mira: hago tu rostro tan duro como el de ellos (el de los israelitas; ndr) y tu cabeza terca como la de ellos. Como un diamante, más dura que el pedernal hago tu cabeza». Tan duro que soportó sin dar ninguna muestra de dolor la muerte de su mujer, «el encanto de sus ojos». En definitiva, un irreductible testarudo, capaz de las acciones más incomprensibles con tal de llamar la atención hacia los mensajes de su Señor. Hacía cosas realmente extrañas, como cuando para expiar las culpas de los reinos de Israel y de Judá, estuvo durante 190 días tumbado sobre su costado izquierdo y 40 sobre el derecho. Para evitar la tentación de moverse se encadenó. Imaginémonos la reacción de los deportados cuando veían a este profeta obstinarse en esa extraña posición y además comer, por orden de Dios, «una hogaza de cebada que cocerás sobre excrementos humanos delante de sus ojos».

Golpe mortal
¿Qué quería comunicar Ezequiel a su terco pueblo? La misma noticia que Jeremías, desde dentro de los muros de Jerusalén, trataba en vano de hacer comprender al débil monarca Sedecías, vasallo de Nabucodonosor, pero “egipcianizante” como toda la nomenclatura que dirigía las filas de los judíos que se habían quedado en su patria. Y la noticia era que Jerusalén caería y el Templo, «cueva de ladrones» según Jeremías, lugar de «abominaciones» para Ezequiel, sería destruido. Los dos profetas gritan en vano: saben que la ira de Dios ya no se vuelve atrás y que no es posible corregir el tiro. Sólo se puede asumir una actitud política: comprender que ha sucedido lo irremediable y que sólo es posible ahorrarle al pueblo una humillación demasiado dura y evitar derramar demasiada «sangre inocente». Jerusalén, asediada por Nabucodonosor, resiste y cree que puede ser liberada con la intervención de los egipcios, sus nuevos aliados. Pero esto no llega a suceder. Como escribe Ezequiel, Yavhé «había roto el brazo del faraón» y ese brazo no será sanado «de forma que pueda empuñar la espada». Para Jerusalén es un golpe mortal. Las últimas semanas de asedio son trágicas, como refieren las dolorosas crónicas de las Lamentaciones. Después, en el mes de junio del año 586, los caldeos consiguen abrir una brecha en la muralla dando fin al sitio de la ciudad.

Ezequiel, a miles de kilómetros, había relatado con sus visiones la crónica a su pueblo incrédulo. Habiéndolo dejado Dios mudo, siguió dando a conocer sus revelaciones grabándolas en tablas de arcilla. «El año noveno (de la deportación; ndr), el día décimo del décimo mes, me vino esta palabra del Señor: “Hijo de Adán, apunta la fecha de hoy, de hoy mismo. El rey de Babilonia hoy mismo ha atacado Jerusalén» (Ez 24,1). A continuación, Ezequiel, que seguía mudo, con sus maneras un poco extravagantes pero eficaces para hacer comprender a las duras cervices de Israel, tomando una olla puso dentro carne, «encendió el fuego» y al final mostró a su pueblo una olla herrumbrosa: esa es Jerusalén. «Por tu infame inmundicia, porque intenté limpiarte y no quedaste limpia de tu inmundicia» (Ez 24,13). Pasados tres años, escribe: «El año duodécimo de nuestra deportación, el día cinco del mes décimo, se me presentó un evadido de Jerusalén y me dio esta noticia: “Han destruido la ciudad”». Y desde ese momento se le soltó la lengua que tenía pegada al paladar. El profeta podía volver a hablar.

Agarrado por la melena
Pero ¿de qué culpa estaba manchada Jerusalén para que Jeremías y Ezequiel pensaran que el castigo era inevitable? En el capítulo 8, el profeta exiliado cuenta que un día fue agarrado por la melena, elevado entre cielo y tierra y llevado «en éxtasis a Jerusalén». ¿Qué vio Ezequiel? Una montaña de abominaciones en el Templo, «unos veinticinco hombres, de espaldas al templo y mirando hacia el oriente que, postrados, adoraban al sol». Y los ancianos del pueblo, encerrados en sus camarines, adorando a sus ídolos; y las mujeres llorando a Tamuz. En definitiva, la gran culpa es el sincretismo religioso, el haber dado la espalda al único Señor. Por eso la destrucción es inevitable.
Pero después de caer en lo profundo del abismo, comienza para el profeta la obra más grande, la de la reconstrucción de su pueblo. «Yo seré para ellos el santuario», escribe Ezequiel impresionado por la postración que lee en los rostros que le rodean. Dios le ha anunciado que quedará un pequeño resto de Israel «que se pondrá a salvo... Vendrán a vosotros para que veáis su conducta y sus obras y os consoléis del mal que os he enviado... os consolarán con su conducta». Como reconstruye en una bellísima página de su Historia de Israel el abad Giuseppe Ricciotti, Ezequiel establece con tenacidad relaciones entre las colonias de los deportados realizando visitas personales, mantiene contacto con sus compatriotas de Palestina y exhorta a la observancia de todos los preceptos, empezando por la circuncisión. El respeto del Sábado se convierte en un signo distintivo de los deportados, que lo consideraban un día nefasto; se respetan las grandes fiestas empezando por la Pascua. El profeta es testigo de una nueva fidelidad. Escribe Ricciotti: «La tenacidad en la observancia de todas estas prácticas es de la máxima importancia, porque demuestra una doble reacción de los deportados: no sólo la reacción contra los deportadores, sino también otra, más profunda y sutil, contra sí mismos. Era en definitiva la “penitencia”, es decir, el estado de ánimo que en hebreo se llama shubh, “retorno”».

Legislador minucioso
Ezequiel, al que el Señor había ya llamado «centinela», se convierte ahora en un «signo de contradicción». «El profeta enfático - escribe Ricciotti - se transforma y se convierte en un organizador metódico, el legislador minucioso, el primero de los “escribas” yavistas». En los capítulos 40-48 de su libro, en el «año vigésimoquinto de la deportación», Ezequiel empieza a anotar, con un ímpetu irresistible, todas las disposiciones precisas que el Señor le ha entregado para reconstruir Israel. En su visión, la realeza está al servicio del Templo. Y el Templo es reconstruido respetando plenamente su tremenda sacralidad. Como ha escrito Paolo Sacchi, uno de los mayores conocedores italianos de la historia judía, Ezequiel eximió a la casa reinante de la tarea de abrir la descendencia hacia el Mesías: «De antepasado del Mesías, David se convierte en figura del Mesías». Respecto a la legislación planteada por el Deuteronomio, Ezequiel impone un viraje rigorista, hasta el punto de que por mucho tiempo se le ha considerado en conflicto con la Torah, por lo que algunos lo querían excluir del Canon. Fue necesaria la paciencia de un gran rabino, Hanania bel-Hizqiyyahu, que después de haber consumido 300 lámparas de aceite en vigilias de estudio, demostró que la legislación de Ezequiel era coherente con la Torah. «Ezequiel no reniega de ella, sino que sobrepone otro plano de ingeniería más elaborado; en efecto, quiere que la nueva nación quede garantizada más rigurosamente por la nueva legislación», escribe Ricciotti.

Yaveh está allí
En su ímpetu de reconstrucción, Ezequiel concluye el libro proponiendo incluso cambiar de nombre a Jerusalén: «Desde entonces la ciudad se llamará “Yaveh está allí”».
Él no volverá a ver la ciudad. Con toda probabilidad, murió deportado, sin tener tiempo de vivir la época del retorno cuando en el 537 Ciro liberó Babilonia y una caravana de israelitas se puso en camino para volver a la tierra de Canaán. El exilio había terminado y el Señor confirmaba a ese pequeño resto la promesa hecha al profeta: «No volveré a ocultarles mi rostro... Cargarán con su ignominia y su deslealtad contra mí cuando habiten en su tierra seguros, sin sobresaltos» (Ez 39, 26-29).