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Huellas N.10, Noviembre 2001

PORTADA

¿Qué depara el futuro?

Maurizio Crippa

Posibles escenarios mundiales después del 11 de septiembre. Las raíces del terrorismo y la lucha contra él que pasa también a través de una nueva política


Los ingleses lo llaman war fog, humo de guerra. El polvo levantado por las bombas impide percibir el contorno de las cosas. El estrago del 11 de septiembre ha sido tan devastador, tan humanamente devastador, que es como si la terrible nube de Manhattan no se hubiera disipado del todo todavía. Como si ese trágico oscurecimiento de la humanidad - los muertos y la destrucción de los símbolos más orgullosos de una nación libre y avanzada - impidiera la vuelta a la vida normal (cuántos corresponsales de periódicos y cuántos amigos siguen diciéndonos que «la vida ya no es la misma»). Al humo de Nueva York se le ha añadido después el de Afganistán y todavía no se sabe si será el único. Ver claro se hace cada vez más difícil. ¿Guerra santa? ¿Guerra justa? ¿Guerra de civilizaciones? ¿Guerra inevitable? ¿Útil? ¿Peligrosa? ¿Dañina? Dicen que la primera víctima de las guerras es siempre la verdad, por lo menos es difícil distinguirla.
La gravedad de los hechos es de tal magnitud como para justificar la reacción de Estados Unidos. Un mes más tarde, en el concierto por Nueva York en el Madison Square Garden, la emoción y el orgullo, la rabia y el odio eran palpables. Patriotismo y fuerza militar se señalan unánimemente como el único antídoto contra el terrorismo; y recurrir a la fuerza para restablecer la justicia y la seguridad nunca ha parecido tan legítimo como en este caso. En cambio serían muy discutibles las razones de los que quisieran responder a los terroristas desencadenando una guerra de civilizaciones (no sólo Oriana Fallaci). En este clima tan difícil, la actitud del presidente George W. Bush, que quiere distinguir entre deseo de justicia y venganza, entre terroristas a los que combatir y religiones y pueblos que hay que respetar, se ha presentado desde el principio como sabia y equilibrada.

Hay que decir que también la guerra está creando un poco de confusión en la Iglesia. En más de una ocasión el Papa ha intervenido para expresar su solidaridad con las víctimas y para pedir que «prevalezcan las vías de la justicia y de la paz». Por otro lado el arzobispo Jean Louis Tauran, “ministro de Exteriores” de la Santa Sede, ha declarado: «Reconocemos que la operación “Libertad duradera” es una respuesta a las agresiones terroristas contra civiles inocentes. El Gobierno estadounidense, como cualquier otro, tiene el derecho de legítima defensa, porque tiene la misión de garantizar la seguridad de sus ciudadanos». ¿Hay que sorprenderse? Al mismo tiempo, hablando a la Asamblea de Naciones Unidas, el observador permanente de la Santa Sede en la ONU, monseñor Renato Martino, subrayó las preocupaciones del Vaticano: «Los actos de venganza no curan el odio», dijo. «Cualquier campaña seria contra el terrorismo debe afrontar las condiciones sociales, económicas y políticas que incuban el nacimiento del terrorismo». ¿Hay que dudar? La Iglesia siempre ha reconocido el derecho-deber de los Estados a la legítima defensa, igual que siempre considera que hay que privilegiar las vías del diálogo y de la paz. Sin embargo hay quienes, dentro del mundo católico, han interpretado la posición del Papa como un insípido pacifismo. O, por el contrario, la califican de implícita bendición a los cañones y a la Guerra Santa. Esta posición sorprende todavía más si se considera que el mismo 30 de septiembre pasado Juan Pablo II repitió que «judíos, cristianos y musulmanes adoran a Dios como el Único. Las tres religiones tienen, por tanto, vocación a la unidad y a la paz». En definitiva, no es época de cruzadas.

La yihad y sus contornos
Esto no quita que el terrorismo de matriz fundamentalista religioso sea un grave peligro. Antes de los seis mil muertos de las Torres Gemelas, había provocado muchos más en países menos libres y avanzados: cien mil en Argelia (casi todos musulmanes) y muchos miles (con frecuencia cristianos) en Sudán, Nigeria, Pakistán e Indonesia. ¿Se puede erradicar el terrorismo islámico? Tal vez sí, pero no se trata sólo de acorralar a Osama Bin Laden, sino de eliminar su área de influencia y de agotar, en la medida de lo posible, las fuentes que lo alimentan. O tal vez no: si es cierto el presupuesto de que todo musulmán es potencialmente un terrorista entregado a la muerte en nombre de la yihad, al final, ellos ganarán la Guerra Santa. Es cuestión de números. El fundamentalismo es el caldo de cultivo del terrorismo. En los últimos veinte años, primero Jomeini y después otros, han aprovechado la creciente exasperación de las masas populares en los Países islámicos que se mantienen siempre en equilibrio inestable entre el Tercer y el Primer mundo; pero induce a error pensar que el fundamentalismo encarna instancias de justicia social. El terrorismo actual expresa sólo un total rechazo de Occidente y un odio absoluto, hijo de la crisis de identidad del mundo islámico. Hay que admitir que ha encontrado un terreno fértil: desde el conflicto israelita - palestino al Afganistán de los años ochenta, donde una generación entera de muyaidin confluyó desde todos los países árabes para combatir la invasión soviética (1979). Aquí apareció por primera vez una inédita “internacional de jóvenes combatientes de Alá”, entre los cuales estaba un tal Bin Laden; los financiaba también Estados Unidos. El terrorismo de hoy nace de causas históricas concretas, no sólo de locuras doctrinales. Y, por tanto, también es posible intentar combatirlo y aislarlo con la política.

El problema político
Es lo que invitaba a hacer hace algunas semanas un autorizado periodista como Giuliano Ferrara, a pesar de que es abierto partidario de las razones de la guerra. Ha escrito en Il Foglio: «Lo que explica lo que está sucediendo no es la sociología de las civilizaciones o de las religiones. Basta adelantar una simple visión política de las cosas. El mundo debe ser gobernado, y gobernado por una fuerza, alianza o red, capaz de provocar la disuasión de los conflictos insostenibles». En otras palabras, Ferrara sostiene que si alguien se considera autorizado para realizar actos de terrorismo tan graves, es porque después de la caída de la Unión Soviética falta una «colaboración activa para limitar la tendencia a la guerra, para enfriarla». La guerra en curso es, en definitiva, la prosecución de la falta de medios políticos. El terrorismo invade el espacio que el caos político le permite ocupar.
El elenco de los errores precedentes que hay que reparar es largo, y más bien educativo. Errores recientes y antiguos. Podemos partir del Afganistán de los años noventa, cuando Washington cerró los ojos ante la subida al poder de los talibán, o de Pakistán, fiel aliado angloamericano: un Pakistán minado por el fundamentalismo que avivaba la antigua guerra con la India y se transformaba en peligrosa potencia atómica. Entonces nadie intervino y ahora no es fácil remediarlo. Así se paga hoy la gestión no precisamente lúcida de la Guerra del Golfo. Osama Bin Laden ha repetido varias veces que se ha convertido en terrorista por culpa de esa guerra, cuando “los infieles” profanaron el suelo de Arabia Saudita, custodio de los lugares santos del Islam. Afirmación que puede parecernos excesiva pero que en cambio es dramáticamente verdadera para los árabes. ¿Se podía hacer otra cosa? Tal vez sí. Igual que se podía haber hecho mejor con Irak. Es una hipocresía seguir temiendo la amenaza de Saddam Hussein (entre otras cosas real), después de haberle favorecido y dejado en su lugar hace once años.

Los errores de Lawrence de Arabia
En el famoso discurso televisivo de Bin Laden hay un pasaje interesante que se les ha escapado a muchos. Cuando el terrorista dice: «Hace ochenta años que la nación islámica soporta torturas y humillaciones». La fecha evocada es más o menos la de la nefasta “reestructuración” del Cercano y Medio Oriente hasta la India realizada por el imperio británico que tuvo como contenido la destrucción del imperio otomano, la constitución de Arabia Saudita y otros improbables Estados moderadores, el no nacimiento de un Estado Kurdo y más tarde el de un Estado indio-islámico, precisamente Pakistán. Una organización que dio paso a enemistades intraislámicas todavía hoy devastadoras. Como se ve, la herencia de la historia es muy fuerte. Y no queremos, ciertamente, echarle toda la culpa al ex imperio británico. Es un hecho, hoy más que nunca claro, que es imposible pensar en la paz con el mundo islámico sin incidir en profundidad por lo menos en alguno de estos forúnculos infectados.

Islam, pero cuál
Y después hay diferencias dentro del Islam, por lo menos a nivel político. Existe el Islam wahhabí: el de Bin Laden y de los sauditas. Es un puritanismo religioso muy intransigente. Esto explica, por ejemplo, por qué Arabia, aún considerada como el aliado por excelencia de los americanos, es a la vez el país más hostil con respecto a los cristianos. Además financia sin disimulo grupos consagrados a la penetración islámica, si no a algo peor, en Africa y en Europa. Por el contrario, el Islam laico y “socializante” que reúne países como Siria o Irak (considerados grandes enemigos de Estados Unidos) es el más tolerante con otras religiones, empezando por la cristiana. Esto bastaría para demostrar que la ecuación entre intereses de Occidente e intereses de la Iglesia no siempre funciona. Si quiere verdaderamente frenar el fundamentalismo, Estados Unidos deberá reconsiderar su sistema de alianzas, obligando a más de un jefe musulmán a cambiar de política. Además, hay que estar atentos a no exponer a estados “moderados”, como Egipto, al riesgo de un contagio fundamentalista; y también habrá que firmar alguna “letra de cambio” política con países considerados tradicionalmente enemigos, como Libia, Siria o Irán. El conflicto israelita-palestino es tan complejo que ni siquiera es posible esbozarlo. Está bastante claro que por Jerusalén pasa hoy el camino de paz para toda la región.

La nueva Yalta
Son sólo algunos de los problemas en juego. ¿Será posible resolverlos? Volvemos al principio, a la necesidad de un fuerte poder mundial capaz de gobernar las armas (y hacerlas callar). Los observadores de todo el mundo están de acuerdo en sostener que un primer resultado de la guerra podría ser, precisamente, un nuevo pacto de poder entre Washington y Moscú. O incluso entre Washington, Moscú y Pekín. La prensa ha aplaudido el reciente encuentro en Shangai entre Bush, Vladimir Putin y Jang Zemin como “una nueva Yalta”, un nuevo pacto para repartirse las áreas de influencia del mundo. Tal vez es exagerado y prematuro afirmarlo, pero indudablemente han sucedido dos cosas: China se ha transformado de gran enemigo en posible aliado de Bush. Y sobre todo Rusia ha vuelto a ser el alter ego mundial de Estados Unidos, en nombre de un nuevo equilibrio. En definitiva lo que había muerto con la caída de la Unión Soviética podría ahora resurgir por la sangre de las Torres Gemelas y de Kabul.

¿Conseguirá nacer verdaderamente este nuevo orden mundial? Las incógnitas no faltan. Pero, si hay algo claro, es que los pactos de hierro imperiales no bastan por sí mismos. En la época de la Guerra fría, Naciones Unidas jugó un papel nada despreciable como “cámara de compensación” de graves conflictos. Después muchos críticos, sobre todo americanos, celebraron el final de la utilidad de la ONU, denunciando incluso el daño que podía causar en un mundo que se estaba organizando sobre una única cadena de mando. Los recientes hechos han demostrado que no es así. Aunque hay que admitir que, desde el 11 de septiembre en adelante, la ONU ha brillado sobre todo por su ausencia y por su falta de peso específico. Pero hoy a nadie se le puede ya escapar la importancia de un organismo supranacional, todo lo reformado que se quiera, pero capaz de contribuir al mantenimiento de la paz.