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Huellas N.10, Noviembre 2001

EDITORIAL

Mancharse las manos

Hace ya ciento treinta y siete años que John Henry Newman escribía estas palabras: «Al observar el mundo en toda su extensión, las vicisitudes de su historia, la multiplicidad de las razas humanas, sus inicios, sus destinos, la recíproca alienación, los conflictos; las empresas, o el actuar sin un fin; los progresos y los logros accidentales, la conclusión impotente de situaciones tanto tiempo prolongadas; la grandeza y miseria del hombre, la amplitud de sus aspiraciones, la brevedad de su vida, el velo que oculta su destino futuro, la desilusión por la existencia, la derrota del bien, el triunfo del mal, el dolor físico, la angustia moral, la preponderancia y fuerza del pecado, surge una visión opresiva llena de espanto y vértigo, pues produce la sensación de un misterio profundo que se encuentra por entero fuera del alcance de cualquier solución humana».

El clima bélico y el estado de terror por el que atraviesa el mundo en estas últimas semanas, el miedo que se insinúa por doquier, hacen que estas palabras adquieran plena actualidad en la conciencia del hombre. Tanto, que no se puede decir que se esté vivo, que se sea cristiano en este momento histórico tan serio, sin percibir el “espanto” y el “vértigo” de los que habla Newman. Esta visión es mucho más verdadera y realista que los análisis elaborados por especialistas y que los “escenarios” diseñados por los medios de comunicación y por las ideas de los líderes de opinión.
Hace dos meses escribíamos que en esta circunstancia estábamos llamados a descubrir quién es el que nos salva. Pedir a Cristo por la vida del mundo y por la verdad de nuestra existencia es la acción más útil y más clara que podemos realizar.

Ahora bien, el juicio cristiano no se expresa como un mero deseo, no se queda por encima, a unos metros de la tierra, sin mancharse las manos con los hechos concretos y ambiguos de la Historia. El cristiano no es un cómodo observador de una partida que juegan otros, ya que “de sobra sabe cómo están las cosas”. Los cristianos no son personas que crean vivir ya en el Paraíso. Participan en la brega como todos, asumiendo los límites y las contradicciones que afectan a cada situación humana, personal, social o política. Cualquier postura distanciada, no comprometida con los problemas, oculta una presunción en torno a la misión del cristiano: pareciera que el juicio que nace de la fe debiese coincidir con una devaluación de las circunstancias de la vida personal, social y política.

La fe lleva al hombre al realismo, no a la huida utópica. La raíz del moralismo y la utopía - generadoras siempre de violencia - es el amor al mundo y a los hombres no tal como son, sino tal como deberían ser. Cuando se trata de tomar partido en los asuntos del mundo, todo lo que ha sido alcanzado por el acontecimiento cristiano se siente más inquieto a la hora de buscar razones adecuadas y profundas, se ve provocado a tener presente todos los factores implicados. Quizá se encuentre en compañía de hombres que, frente a las cuestiones sociales y políticas, militen también en su bando por razones más superficiales o parciales, pero no por ello abandonará el campo de batalla.

Cuanto más graves son los acontecimientos, menos faltan en la Iglesia el ejemplo y la llamada de atención de pastores que saben tomar partido. Así han actuado el Papa y el cardenal Ruini durante estos meses, recordando a los Estados Unidos - comprometidos en la defensa su libertad, y la nuestra, contra el terrorismo - su deber histórico, como la gran potencia mundial que es, de favorecer y garantizar, en la medida de lo posible, “una paz justa y duradera”.