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Huellas N.9, Octubre 2001

APERTURA DE CURSO

Acontecimiento, Educación, Misión

Don Pino y Giancarlo Cesana

Apuntes de las intervenciones de Don Pino y Giancarlo Cesana en la apertura de curso de CL en la diócesis de Milán. El acto se celebró en el palacio de deportes de Assago ante 15.000 asistentes

Don Pino
«Camina el hombre cuando sabe bien adónde ir»: esta exigencia inunda hoy nuestro corazón, ahora que nos disponemos a empezar el camino de un nuevo curso marcado por la terrible sorpresa de lo sucedido el pasado 11 de septiembre.

Mientras hablaba con un grupo de universitarios, una chica, tras haber visto las imágenes en televisión (imágenes cargadas de violencia, de destrucción, la expresión impresionante e impensable - como reza en el editorial de Huellas - de la capacidad humana para destruir, para aniquilar cualquier esfuerzo de construir la civilización), hizo el siguiente comentario: «Frente a todo esto he experimentado un vacío tremendo».

Me vino inmediatamente a la memoria el pasaje de la poesía de Montale que describe el instante, en una fría mañana, «caminando en un aire de vidrio», en que el hombre tiene esa intuición (Montale la llama ‘milagro’, pero no es tal): «La nada a mis espaldas, el vacío detrás de mí con un terror de borracho».
Desde el 11 de septiembre resulta más evidente que todo lo que existe, lo que hay a nuestro alrededor, podría no existir. Pero si la respuesta a este suceso fuera la nada, si mi respuesta fuera: «Todo es una ilusión», entonces mi libertad habría cedido a una reacción instintiva e irracional.

«La angustia y el dolor ante lo sucedido no pueden aliviarse - y menos superarse - por la indiferencia que trata de reducirlo todo a la emoción de las imágenes, ni por la venganza que sólo pueden camuflar la angustia y el dolor con el sabor amargo de una victoria provisional y devastadora».
Si ante lo que sucede uno se abandona al instinto, al parecer solitario, puede ser ulteriormente instrumentalizado por el poder.

Lo que ha ocurrido es terrible. Y existe la tentación de dejarse vencer por lo que Luca Doninelli llama «el peor enemigo: la abstracción» (cf. carta publicada en la p. 4) o, como diría don Gius, la ideología: «La primera impresión que tuve - escribe Doninelli - fue la de encontrarme inmerso en una novela americana, uno de esos best sellers hechos de teoremas, abstracciones, llenos de crueldad, y en los que al final cuadran las cuentas, porque las cuentas nunca se hacen con la realidad».

La primera evidencia que nos permite enfrentarnos a la tentación del vacío, de la reacción instintiva, es que necesitamos la realidad para vivir. Desde el pasado 11 de septiembre se ha hecho más evidente que lo que nos rodea podría desaparecer de repente. Pero esto no nos da derecho a afirmar que todo es mera ilusión. Al contrario. La realidad existe y esta evidencia - dramática, si queréis - me corresponde, se corresponde con mi exigencia de poseer la realidad, de reconocerla como el origen y el fin.
Este desastre lleva a quien tiene humanidad, a quien aún conserva el corazón con el que su madre lo trajo al mundo, a preguntarse por la exigencia de felicidad que nada ni nadie puede arrancarnos.

Ahora bien, ¿cómo responder a esta exigencia?

La salvación, la solución, no está en la política. No podemos contentarnos con dejar la respuesta en manos de los jefes del Estado o los políticos. Estaría confiando a otra persona una pregunta que nace con urgencia dentro de mí.

Una mirada realista - y este es el segundo punto en el que quiero insistir - nos pide tomar en consideración dos factores inequívocos que se han puesto de manifiesto con esta tragedia. Si no consideramos la existencia de estos factores, nos estamos condenando a la abstracción y, por tanto, a la instintividad como única posibilidad - efímera - de respuesta.

Para acercarnos al primer factor, cito de nuevo el editorial: «De este modo, los occidentales, distraídos y olvidados de su fragilidad, del mal y del pecado que llevan dentro, se han quedado atónitos ante la televisión, que muestra escenas de ciencia-ficción llevadas a cabo por la intención malvada “de los otros”».
Todo lo humano corre un enorme peligro. En el mensaje final del Meeting, Giussani habló de la situación mortal en la que se encuentra la humanidad, de todos nuestros deseos incumplidos y de nuestras expectativas, lícitas y justas, pero truncadas.

«¿Quién podrá mantenerse en pie ante Ti, Señor? ¿Quién resistirá bajo el peso de su culpa, bajo el peso de su incapacidad para realizar un esfuerzo que le haga digno ante Dios? Cuando Tú miras al hombre, dice un salmo, no hay un solo instante de su vida libre de culpa, ningún hombre es inocente frente a ti, nadie logra alcanzar serenidad, darse a sí mismo la serenidad».

Desde hace siglos domina en Occidente la censura sobre la evidencia del mal y nuestra complicidad con él, una censura que impregna la mentalidad dominante. Es lo que la Iglesia llama ‘pecado original’, la herida que hace imposible (no ya improbable, sino imposible) que el hombre sea él mismo, que sea aquello para lo que fue creado.
El problema de nuestra vida es que la perversidad de esta culpa, de esta mentira que impide aferrar las cosas según su naturaleza, pertenece al comportamiento común, se gesta en el seno de los lugares comunes.

Ya nadie hace afirmaciones así. Nadie ama la realidad. Nadie posee una mirada rebosante de conocimiento. Nadie tiene esta conciencia. Hemos reducido el mal a meras deficiencias de la estructura social, al desánimo psicológico o a un mecanismo que excluye existir. Pero este mecanismo, cuando emerge tanta atrocidad, nos lleva a una conclusión monstruosa, a tener una imagen monstruosa del Misterio: el hombre ignorante e inocente y el Dios que lo destruye. Es el resultado de la abstracción, el resultado del distanciamiento de la conciencia de Dios - lo decíamos hace tres años en los Ejercicios de la Fraternidad y hoy se hace más evidente -. Percibimos a Dios distante, alejado de la experiencia y del corazón del hombre, lejos de la realidad, de las necesidades cotidianas (y de entre ellas, la mayor es la de un significado).

Una conciencia así es el juicio más radical que puede hacerse sobre nosotros mismos. Lo que la Iglesia llama pecado original está en el origen de la violencia entre hermanos, entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre los hijos y sus amigos, entre los amigos y la compañía, entre la compañía y las instituciones, entre instituciones y pueblos.

Veamos el segundo factor que sobresale con fuerza, con una evidente fuerza, en la realidad de hoy. «Si Tú miras al hombre, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él?», o por retomar un pasaje del artículo aparecido en el Corriere della Sera del mes de agosto: «¿Qué puede garantizar al hombre de hoy la posibilidad de caminar seguro cuando la violencia parece corroer las relaciones y los actos? La conciencia de que la realidad es inexorablemente positiva».

Parece una fórmula abstracta, pero no lo es. Precisamente en esto identificamos a Dios, al Señor, como autor de la vida humana. Dios no abandona la vida después de haberla llamado a la existencia.

No hay un vacío, no hay una distancia, o mejor dicho, el vacío y la distancia en la que situaríamos al Misterio han sido vencidos por el Señor. Él los ha atravesado. El Misterio atraviesa esta distancia entrando en el tiempo y en el espacio, en la carne de la existencia, adquiriendo un rostro. El rostro del Misterio en el tiempo y en el espacio es la misericordia. Así lo encontramos expresado en la portada de Huellas: «Si pusiéramos ante Dios todos los pecados de la Tierra, cabría decir: “¿Quién podrá resistir? Nadie puede salvarse”. En cambio, Dios muere por un mundo así, se hace hombre y muere por los hombres. El sentido último del Misterio es su misericordia: una positividad que vence toda presunción y desesperación».

Es Él quien atraviesa el vacío en el que nacen imágenes monstruosas (y hoy en día esto es trágicamente real). Hemos retrocedido siglos. No sólo hay un retorno al paganismo, sino que hemos llegado hasta la reducción más brutal de Dios a ídolo: el dios que destruye al hombre, que devora la vida, el dios temido. Es la imagen monstruosa de quien lo identifica con la violencia (el dios de la guerra) hasta llegar él mismo a convertirse en nada y provocar la muerte y la destrucción en nombre de la mentira, de una visión idólatra e ideológica. Esta imagen es, a su vez, la imagen grotesca de quien quiere reducir a Dios a un factor abstracto, de devoción privada. Es la imagen de quien sostiene que se provoca «una devastación humana inevitable cada vez que se trata de introducir el Infinito en lo finito», como le sucede a un afamado periodista italiano. De este modo se perpetúa la abstracción, que es la fuente de la mentira y la violencia.

Si lo que hay es este vacío, es inevitable el retorno a lo sucedido. Es inevitable la destrucción del “yo” como exigencia de felicidad, la reducción del corazón al instinto y de la libertad a la arbitrariedad. Es inevitable, en definitiva, la pulverización de lo humano.
El acontecimiento cristiano existe para responder a la exigencia de infinito del corazón humano. Existe para que el hombre camine y sea consciente del movimiento de la vida, del movimiento del corazón. Y el corazón es un grito a la vida, que es exigencia de felicidad, de verdad, de belleza, de construcción, exigencia de dejar huella - grande o pequeña - en el gran libro de la vida, en el gran libro de la Historia.

La dimensión de la vida es la religiosidad, es decir, la dependencia, la reconocida y amada pertenencia al Misterio. El Dios que se hace carne, ternura de la misericordia y del perdón, es el único camino para que el hombre adquiera una mirada realista y cordial sobre su humanidad.
La religiosidad se debe entender como dimensión de la vida; de lo contrario, no hay justicia que valga. «Es preciso buscar la justicia - dice nuestro editorial - con todos los medios que el hombre tiene a su alcance, pero no con la presunción de los hombres, sino más bien conforme a la voluntad de Dios».

No hay ningún lugar abstracto donde se haga esta afirmación. El lugar es algo concreto: la misericordia de Cristo para cada hombre. El Señor ha muerto y resucitado por cada hombre en concreto, por ti y por mí, hijo de mi madre y de mi padre. La humanidad sólo puede existir en el yo. De otra forma, sería de nuevo una abstracción en nombre de la cual podrían cometerse injusticias aún más terribles.

Por eso, pedimos la responsabilidad de todas las fuerzas que entran en juego, de todos los Estados, islámicos y occidentales. Si existe un indicio, una posibilidad o una decisión que los responsables de los Estados de mayoría islámica deben sentir como su santo deber con todo el mundo, es esta: no pueden huir de que la verdad de la vida y, en consecuencia, el criterio de juicio para una vida y sobre una vida es la persona, la dignidad atribuida a la persona, por la que nadie, bajo ningún concepto, puede levantarse en armas contra otro hombre. Es lo primero que el Papa nos ha recordado al hablar del atentado en EEUU: «Ha sido un día negro en la historia de la humanidad, una terrible afrenta a la dignidad humana».

Pero hay también una responsabilidad histórica de la que Occidente debe sentir necesidad y que es el motivo de la grave falta de educación ideal y moral. Esta preocupación, antes que cualquier otra, debe percibirse como factor decisivo del presente.
Es responsabilidad de cada uno de nosotros. «Durante estos meses, tú me has mortificado para que yo pudiese decir cada vez con mayor verdad las palabras “Jesús mío, Señor mío”; porque si el Señor no fuese mío, tampoco lo sería de nadie».
Si otros llegan al terrorismo, si nos acecha la mentira y la violencia, nosotros debemos llegar hasta una conciencia que lleve en sí las últimas consecuencias de la vida que el Señor ha creado: todas las consecuencias, toda la vida, toda la realidad.
El Señor nos ha tocado a cada uno de nosotros, nos ha escogido, nos ha hecho parte de un pueblo que continúa a lo largo del tiempo la historia iniciada con el pueblo judío.

El capítulo 6 del Deuteronomio nos recuerda la fórmula de fe de Israel, que es la nuestra, es decir, la fórmula de la conciencia con que se afronta toda la realidad, toda la vida, cada instante de la vida: «Escucha, Israel: Yahvé nuestro Dios, es el único Yahvé. Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Se las repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si estás de viaje, así acostado como levantado, las atarás a tu mano como una señal, y serán como una insignia en tus ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas. Harás lo que es recto y bueno a los ojos de Yahvé para que seas feliz».

Esta Presencia responde al grito del corazón del hombre. Es el contenido de la conciencia del instante, la raíz de una mirada realista en medio de las tinieblas en las que caminamos, la raíz de una positividad inexorable. No hay ninguna expresión de la vida que no pueda ser revestida de esta conciencia, de la conciencia de la relación con Cristo, con el Señor presente.

Como observa un gran historiador ortodoxo, «la autoconciencia del hombre es la que determina el rostro de las épocas». La autoconciencia de cada uno de nosotros, la conciencia de dependencia y pertenencia al Misterio presente, determina el rostro del mundo.

Si estamos juntos, y si hemos sido escogidos, es para el mundo. Por eso ahora entendemos mejor, con más claridad y mayor urgencia, la invitación que se nos ha hecho a lo largo de este año: hay que sorprender al “yo” en lo que hace de éste algo absolutamente original, protagonista de la Historia.

La conclusión del editorial es esta: «Tenemos que volver a encontrarnos a nosotros mismos, es decir, a Aquel que nos ha dado a conocer el bien, el gusto por la vida y por nuestro yo como factor indispensable para el mundo, para comunicarlo no sólo a través del revoloteo de las luces, sino sobre todo por medio del testimonio de la entrega a la verdad».

Quiero pedirte, Giancarlo, que nos ayudes a afrontar los factores fundamentales que entran en juego en este trabajo sobre nosotros mismos y - a través de cada uno de nosotros - en nuestra compañía.

Giancarlo Cesana
Cuando nos vimos con don Giussani para fijar los puntos que íbamos a tratar en el editorial de Huellas, nos dijo: «¿Qué gritan los miles de muertos sepultados bajo los escombros de las Torres Gemelas?». He estado dando vueltas a esta frase durante los últimos días, porque es verdad: frente al mudo silencio de los vivos, estaban gritando los muertos.

Inmediatamente después de los atentados, nuestros amigos americanos propusieron celebrar una misa y un sacerdote les dijo: «Yo no sé qué decir, hablad vosotros». (Efectivamente, gritan los muertos).

En un artículo publicado hoy en el Corriere della Sera, una entrevista a Elie Wiesel (premio Nobel de la paz, un judío que se ha ocupado y comprometido a fondo por la libertad y por la dignidad humana), el periodista preguntaba a Wiesel si era un milagro que hubiera sobrevivido a los campos de concentración nazis. Y él respondió que no podía decir que hubiese sido un milagro, porque, de afirmar tal cosa, tendría que meter por medio a Dios y estaría cometiendo una injusticia con todos los que habían muerto. Así que dijo: «Es una casualidad».

¿Qué gritan los muertos? Gritan una razón para hacer memoria de ellos. ¿Quién es el hombre? ¿Y quién aquel capaz de construir las Torres Gemelas y de derrumbarlas? ¿Quién es ese que mientras ama y construye, odia y destruye? ¿Quiénes somos? Porque - como ya hemos escuchado - también nosotros estamos hechos de la misma masa.

El mismo Wiesel se da cuenta de eso, porque cuando le preguntan si es una casualidad que él haya nacido dentro del pueblo judío, responde: «No, eso no es una casualidad, es una elección», y después cita una frase del rabino de Bratislava: «Nada está tan entero como un corazón quebrantado». La de don Pino es una respuesta: Dios no es el Dios de la muerte, es el Dios de la vida, un Dios que no ha destruido al mundo a pesar de su mal, sino que ha muerto por él, por el mundo, y ha vencido su propia muerte.

Entonces, ¿cuál es el problema de los vivos? ¿Cuál es hoy nuestro problema? Estamos en la apertura del curso y no podemos salir de aquí sólo con una idea. Eso sería muy poco. Debemos salir de aquí con una tarea. Y una tarea no es ni siquiera una idea operativa, sino la vida misma revestida de una Presencia más grande, una vida que sigue lo que ha encontrado y que ha identificado como verdadero.

Como sugería el Deuteronomio, el primer problema de los vivos, el primer problema que nos concierne, es el de la educación, que ciertamente es un deber de los padres por las preguntas que les plantean sus hijos: «Decidnos quiénes somos, confiadnos la experiencia de vuestra identidad, de lo que vosotros sois». Don Giussani nos comentó en el encuentro que tuvimos para preparar esta jornada que esta era la fórmula de la civilización entendida como un bien. Un bien no exento de contradicciones y dificultades, pero un bien pacificador, más fuerte que la contradicción y la dificultad. He aquí, pues, la fórmula de la civilización: «Sin pasado no hay presente».

La tarea de la educación es reavivar el pasado en el presente, vivificar en el presente la conciencia que el hombre tiene de sí mismo, la conciencia que don Pino describía antes. De otra forma, el pasado no le interesa a nadie y, en consecuencia, tampoco le interesa a nadie el presente, a no ser por la emoción que provoca. (¡Sólo por eso!).
Reavivar el pasado en el presente, vivificar el conocimiento que se nos ha encomendado, hacer vivir la tradición en el presente.
El principio de la educación es un acontecimiento que envuelve a la persona.
La educación no es una programación, ni siquiera la programación católica. La pretensión de programar la educación es la destrucción de la educación misma. No es que no deban hacerse leyes ni construirse escuelas, pero las leyes y los colegios son sólo los contenedores de la educación, los cimientos de la casa. Y nadie se construye una casa para vivir en la bodega. La educación en cuanto acontecimiento exige la libertad. Y las leyes y los colegios deben defender la libertad (que hace al hombre similar a Dios, que es libre) como la posibilidad de adherirse a una verdad que no nos hemos inventado, sino que se nos ha encomendado. Si el principio de la educación es un acontecimiento, es algo que tiene que suceder, no podemos esperarlo ni producirlo de forma voluntaria: debe suceder. ¡Tiene que darse aquí y ahora! La educación empieza cuando puede indicarse, describirse, relatarse un acontecimiento. Estas afirmaciones son válidas tanto para los niños como para los adultos. Y más para los adultos que para los niños, porque los niños se sorprenden de lo que a los mayores les parece normal.

¿Qué es un acontecimiento? No es la emoción que buscamos en los hechos, la complacencia que buscamos en los hechos, sino el hecho mismo.
El acontecimiento es un hecho de una dimensión excepcional en cuanto a medida y tiempo: está fuera de nuestra medida y es un suceso inesperado. Es un hecho excepcional, porque corresponde al corazón, a lo que buscamos, aunque no sepamos ni que lo buscamos, aunque ni siquiera sepamos qué queremos.

Un acontecimiento es una presencia que se demuestra excepcional, que señala un cumplimiento humano inesperado más allá de nuestra medida, junto con el movimiento que el mismo acontecimiento provoca en nosotros. Emoción quiere decir movimiento, moverse fuera de sí; ahora bien, siempre según la lógica original de la realidad, es decir, de lo que sucede, no de lo que tenemos en nuestra cabeza.

Nosotros hemos encontrado al Misterio en una humanidad que nos acompaña, hemos encontrado a Dios. No hay conocimiento sin afecto: no se conoce si no se apega uno a la realidad, si la realidad no te sorprende. Se conoce mucho más a quien se ama que a quien te resulta indiferente. Y la capacidad de afecto consiste en dejarse sorprender por la originalidad de la realidad tal y como sale a nuestro encuentro, por la originalidad de Dios tal y como nos sale al encuentro.

Por eso tenemos que pedir y rezar, porque nuestro corazón está quebrantado, quebrado - más que por lo que sucede, por nuestra incapacidad -. Pero «nada está tan entero como un corazón quebrantado», porque un corazón quebrantado pide. Pide y reza a Dios, cuya presencia se manifiesta en la Iglesia, en la Iglesia de Roma, en nuestra Fraternidad. Es un principio de localización: Dios está en un lugar. Tan es así que cuando sucedió lo del 11 de septiembre, nuestros amigos de Nueva York se reunieron espontáneamente en la sede de CL, porque ese era el signo evidente de la compañía de esta Presencia, de una posible esperanza, la de tomar conciencia de sí mismos, de asumir el conocimiento sobre sí mismos sin presunción. No sólo para ellos, para nuestros amigos americanos, y no sólo para nosotros, sino para el mundo entero. Este es el segundo aspecto de nuestra tarea: la misión.

Somos para el mundo. Y somos para el mundo porque sin la realidad que nos rodea no existiríamos. Nuestra felicidad y nuestro bien están profundamente ligados al destino de los demás. Es una responsabilidad para nosotros y para todos. Con el Bautismo, nuestro nombre pasa a colaborar, es indicación, es el signo del nombre de Dios.

«Ninguno de nosotros vive para sí mismo - decía don Giussani el año pasado, citando a San Pablo en la Carta a los romanos - y ninguno muere para sí mismo. Porque si vivimos, vivimos para el Señor y si morimos, morimos para el Señor. Ya vivamos, ya muramos, somos del Señor... Cristo todo en todos».

El deseo que se nos ha dado, la tensión, el temperamento, la humanidad, el carácter, todo lo que se nos ha dado, no es sólo para nosotros, sino para todos, en Cristo. Somos conscientes de que el cumplimiento de aquello a lo que tendemos no está en nuestras manos, aunque busquemos su realización con toda nuestra fuerza y toda nuestra sinceridad.
La plenitud está en Cristo. Nuestros deseos son para Cristo. Si vivimos así, el cumplimiento de nuestros deseos no es sólo para nosotros, sino para todos. Y la misión consiste en mirar así a los demás, vivir así con los demás.
Están llegando de EE.UU correos electrónicos que agradecen el editorial de Huellas. Lo agradecen porque lo ven como un punto de referencia.

No somos nada. La desproporción entre nosotros y el Misterio es inmensa, como también lo es la desproporción entre nosotros y la tarea a la que se nos llama. Pero lo que nos ha sucedido es como una pequeña luz que no se apaga y llega lejos, allí donde menos lo esperamos.