IMPRIME [-] CERRAR [x]

Huellas N.8, Septiembre 2001

ASAMBLEA DE LOS RESPONSABLES

Apuntes de la síntesis

Julián Carrón

Es difícil encontrar una descripción más exacta de lo que hemos vivido estos días que ese fragmento del profeta Ezequiel que acabamos de rezar juntos: «Os recogeré de entre las naciones, os reuniré de todos los países y os llevaré a vuestra tierra. Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar; y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu y viviréis. [...] Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios».

Si miramos, y no podemos dejar de mirar, porque la primera lealtad con lo que nos ha sucedido es mirar... El primer cambio del corazón es mirar, ver lo que ha sucedido. Ver lo que Aquel, que nos ha reunido aquí de todos los rincones del mundo, ha hecho en estos días y hace en medio de nosotros, hasta comprender el origen último de lo que vemos antes nuestros ojos: le vemos a Él actuando en medio de nosotros.

Si miramos a nuestro alrededor, ¿qué vemos? Un grupo de personas como tú y yo, con nuestras limitaciones y nuestros defectos. Pero - yo no sé cómo, no sé si tú lo sabes -, aunque no sabemos explicarlo, al estar aquí, en este lugar, con estas personas, durante estos días, algo nos hace ser más nosotros mismos. Estar aquí nos hace ser más nosotros mismos que todos nuestros intentos y nuestros esfuerzos. ¿Por qué sucede esto? No podemos dejar de reconocer este misterio: ¿por qué? No lo sabemos explicar, pero existe. Y tú, igual que yo, sabemos que existe. Sabemos lo que ha sucedido, sabemos - en palabras de Ezequiel - que ha surgido un corazón nuevo, un yo. Sabemos que nuestro corazón de piedra - nuestro corazón que a menudo se ve reducido a un mecanismo, decía Cesana estos días - se puede convertir en un corazón de carne, en una persona, en un corazón despierto, lanzado, abierto. ‘Persona’, esta palabra adquiere un peso diferente. Una persona, un yo.

¿A quién vemos actuar? Al Misterio. El Misterio entra en un lugar preciso, en un grupo de personas como nosotros (no podemos explicar por qué suceden estas cosas, pero suceden) y nos llama, como cada uno de nosotros sabe bien.

Un acontecimiento. Un acontecimiento que es vocación, porque llama, despierta al yo. Perteneciendo a este pueblo, a este lugar, misteriosa y realmente sucede algo nuevo que no es proporcional a la suma de todos nosotros. Así se entiende muy bien que el “yo” es relación con el Misterio, que el yo es verdaderamente “yo” por su relación con el Misterio, que se halla presente, ya que su naturaleza, su ontología, es relación con el Misterio. Sólo en un lugar como éste, en un pueblo como éste, como el judío, como el de la Iglesia, como el nuestro, se vuelve familiar para cada uno de nosotros vivir la relación con el Misterio. Sin el Misterio presente, lo sabemos bien todos, el “yo” se convierte casi en una piedra, se reduce casi a un mecanismo, como una piedra arrastrada por el torrente de las circunstancias y de las relaciones.

El cristianismo no es otra ideología, no es un discurso más: es este acontecimiento de la persona que sucede por la presencia enigmática del Misterio. Y esto es algo que no podemos definir, pero que sabemos bien que existe.

¿Por qué ante este hecho experimentamos tantas veces una resistencia, una cierta incapacidad para adherirnos? ¿Por qué tratamos de defendernos? Esta misteriosa incapacidad humana (don Giussani nos la recuerda siempre que habla y me impresiona que nunca lo haya omitido. Ni siquiera cuando tuvo que hablar delante de toda la Iglesia lo olvidó. La infidelidad siempre surge en nuestro corazón: «La infidelidad siempre surge; incluso frente las cosas más bellas y más verdaderas, el hombre puede traicionar por debilidad o por prejuicios humanos, como Judas o Pedro») pone de manifiesto la imperfección de todo gesto humano. Este es el realismo de la Iglesia, el realismo de don Gius: nunca omite este factor que pone en peligro nuestra adhesión a la obra del Señor que nos hace ser verdaderamente nosotros mismos. ¿Cómo es esta incapacidad o imposibilidad de adherirnos que sufrimos muchas veces, esta infidelidad que resurge siempre? No es una incapacidad psicológica o moral: es una incapacidad que nos define históricamente. «Sin Mí no podéis hacer nada». No debemos enfadarnos por esto. Es un dato de nuestro “yo” histórico que no podemos superar solos. Y pone en peligro que la vida se convierta en un camino, porque una y otra vez tenemos que vérnoslas con este dato. Es como una parálisis: Con la mano normalmente podemos tomar un vaso y sostenerlo, pero... Este dato del ser es como una enfermedad que nos impide sujetar ese vaso, que al final se nos cae al suelo.

Esta incapacidad, esta falta de energía última, produce una parálisis que muchas veces pone en peligro el camino. Pensemos cuántas veces decimos: «Pero... yo soy incapaz». Parece que estuviéramos aplastados por nuestra incapacidad y nuestro mal. Esta misteriosa condición a menudo nos confunde, nos arroja en la confusión. ¿Quién no lo ha pensado alguna vez?: «esta historia es bella, muy bella, pero yo no puedo». O bien: «es bella, pero no consigo estar a la altura» (muchas veces uno desearía esconderse debajo de la mesa pensando: Pero... ¿de qué les tengo que hablar yo a todos éstos?). Sin embargo, ante esta incapacidad el Misterio no se detiene nunca. Más aún, se vuelve a manifestar como lo más misterioso. Nada es tan misterioso como el hecho de que ante nuestro mal, ante nuestra incapacidad y nuestros errores, alguien venga y te diga: «Estoy contigo. Cuento contigo. Esto no se puede hacer sin ti. Lo sé, lo sé todo, pero... ¿tú me amas?».

Sin esta presencia histórica entre nosotros, sin una mirada así, uno se bloquea. En cambio, gracias a su presencia se puede empezar siempre otra vez. La vida es un camino sólo si es así: si alguien me mira de nuevo y me vuelve a lanzar. Y esto es verdaderamente misterioso: que Alguien te ame al principio, cuando todavía no te conoce, no resulta especialmente sorprendente; pero que Alguien te ame cuando sabe todo, que Alguien tenga un afecto incondicional por ti, a pesar de todo, es lo más adecuado, lo que más deseamos y, al mismo tiempo, lo más misterioso. Y este hecho revela la naturaleza última del Misterio.

Debería ser siempre así, pero cuando sucede algo así es verdaderamente excepcional. Siempre te sorprende que exista Alguien que te trate así, hasta el punto de que uno casi se olvida de sus pecados, de su incapacidad, cautivado por el hecho de que exista alguien así. Y se conmueve de que exista alguien que mire su vida de esta manera.

Por eso la revelación de su misericordia es la cumbre de la revelación y, al mismo tiempo, es la cumbre del Misterio. Sabemos lo que es, pero no por eso es más claro - en el sentido de que lo poseamos mejor - sino que es más misterioso aún. Cuando alguien se encuentra ante el perdón y la misericordia, el asombro es todavía mayor que el estupor del inicio, del encuentro. Ante una presencia así no tenemos ninguna razón para defendernos. Este acontecimiento es vocación, porque nada como el acontecimiento de su misericordia afecta nuestra vida y la llama. Y ni siquiera nuestros límites son una objeción ante esta verdad.

Es un gesto de misericordia que vence a pesar de mi incapacidad. No sé cómo, pero «toda mi simpatía humana es para ti, Cristo». No sé cómo, pero todo mi ser es para ti. Es una experiencia de adhesión, de libertad que - como hemos rezado en las laudes - puede ser sólo obra del Espíritu: «Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad». Nadie puede decir: «Jesús es el Señor» si no es por obra del Espíritu Santo.

Por eso - dice don Giussani citando a santa Teresita del Niño Jesús - «Cuando soy caritativa [cuando hago algo] es Jesús el que actúa en mí» o - como nos dijo anteayer en el Consejo Internacional - «Todo, todo en la vida es obra del Señor y hay que vivirlo para gloria de Dios en el mundo, es decir, para gloria de Cristo, porque Cristo es el Señor, como el Espíritu es el Señor».

De ahí, de esta gratitud, de este misterioso cambio que se produce en nosotros (muchas veces sin saber cómo) surge una obra que no es fruto de nuestra generosidad, sino de esta gratuidad última que es fruto de Otro («Cuando soy caritativa es Jesús el que actúa en mí»).

Y esta obra coincide con la misión. Lo hemos oído estos días. Ayer Cesana hablaba del periodista que lamentaba que el Meeting se acabara. Hemos oído a monseñor Twal preguntarse: «¿por qué venimos aquí?». Esta gratuidad se hace obra y, por tanto, se convierte en misión.

El acontecimiento es vocación. La gran revelación de este acontecimiento, la misericordia, es vocación. Y, por tanto, la vida es oración, puesto que esto no nos lo damos a nosotros mismos. Lo que hemos vivido juntos, este cambio, no nos lo damos a nosotros mismos: tenemos que pedirlo. Últimamente no hay ninguna ocasión en la que don Giussani, cuando nos habla a todos, no nos haya dirigido esta indicación: «Rezad, rezad siempre, rezad cuando el Señor os elige para hacerse notar, rezad Veni, Sancte Spiritus. Veni per Mariam».

Podemos oírlo sin hacerle caso, o como una indicación precisa de quien sabe que es Dios el que lo hace todo. El que comprende que es un acontecimiento lo que despierta al yo sabe que tal acontecimiento no lo producimos nosotros y por tanto, debemos pedirlo siempre. Todo aquel a quien le importe verdaderamente su persona, sus hijos, sus amigos, sus compañeros de trabajo, o reza o miente (mentimos porque nosotros no nos damos esto). El Papa nos decía: «Creemos en Cristo, en Cristo resucitado, presente aquí y ahora, que puede cambiar y de hecho cambia el mundo y la Historia». ¿Por qué? Podemos releer la última frase de manifiesto de Pascua de este año: puede suceder esto porque «con el misterio de la Resurrección una luz nueva penetra en el mundo y le disputa el terreno, palmo a palmo, a la noche».