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Huellas N.8, Septiembre 2001

MEETING

La vida salvada

Giancarlo Cesana

Intervención sobre el tema del Meeting. La eternidad, un fenómeno que no empieza en el más allá sino en nuestra experiencia humana


Me cuesta mucho hablar delante de un aforo tan grande, porque temo que prevalezcan mis sentimientos. Pero, por otra parte, no soy capaz de hablar fríamente de lo que más me apremia.

Me han pedido que explique el nexo que hay entre el título del Meeting y el mismo. El Meeting aparece - también en la prensa, sobre todo con la gran atención que nos han prestado este año - como una olla hirviendo, porque aborda todo, los temas más variados que interesan al hombre. Si hay una olla hirviendo, quiere decir que debajo hay un fuego encendido: la petición de la que habla el título de Meeting es el fuego encendido bajo la olla. Si se puede dudar de que esto sea verdad para nosotros, los responsables, que podemos parecer jefes e intelectuales, sin embargo es indudable que este sea el fuego que mantiene el Meeting, el factor que lo sustenta para los chicos que acuden aquí como voluntarios - no sólo para los chicos, sino también para empresarios y profesionales - pagándose de su bolsillo la estancia.

La camiseta azul
El domingo por la mañana, cuando ya estaban en ebullición los preparativos y nos disponíamos a empezar, yo estaba sentado en una escalera esperando a los de la televisión que venían a entrevistarme. Allí estaban sentados también los chicos que trabajan en el Meeting, todos con su camiseta azul. Delante de la escalera había una chica que fregaba el suelo con gran decisión y esmero. Mirándola pensé: «Eso es el Meeting». Y me pregunté: ¿qué quiere decir que toda la vida pide la eternidad para esta chica de 20 años que ha elegido venir aquí a servir, del modo más humilde? ¿Qué quiere decir para todos los que suben al escenario? ¿Por qué las personas se comprometen hasta ese punto? Debe de ser una pregunta muy importante la que sostiene al mismo tiempo la voluntad de aparecer en público y el deseo de servir. Lo que voy a decir ahora es fruto de mi reflexión. Parto de dos aproximaciones muy distintas.

La primera es “biológica”. El hombre que más ha vivido ha llegado hasta los 120 años. La vida media, sobre todo en los países más desarrollados, se está alargando: para los varones se sitúa por encima de los 76 años y para las mujeres casi en los 80 - e incluso más -, pero no supera los 120. Por tanto, somos seres “con fecha de caducidad”, tenemos dentro un reloj implacable que es la causa de que en un determinado momento el telón caiga. Sin embargo, recientemente se ha conseguido modificar la estructura biológica de algunos seres muy simples, no sólo unicelulares (constituidos por una sola célula), alargando significativamente la duración de la vida, que sigue siendo de todos modos muy breve y simple. De aquí el énfasis, más periodístico que científico, en un progreso en el que la vida podrá ser indefinidamente más larga.

La segunda aproximación se remonta a mis recuerdos del liceo, cuando estudiaba a San Agustín. Me entraban escalofríos al imaginar la eternidad como ausencia de tiempo - que es justo como la explica San Agustín -. Me entraban escalofríos porque no conseguía identificar ni comprender de qué forma mi vida concreta, con todos sus problemas y sus necesidades, podía prolongarse en un “para siempre”. Sentía que esta prolongación indefinida de la vida encerraba algo vertiginoso y espantoso, como una condena a existir, a vivir en esas condiciones existenciales. «¡Tengo que vivir así para siempre!» ¡Oh, Dios mío! ¿Qué quiere decir?

La felicidad pide la eternidad
Pensando en lo que iba a decir aquí - hace ya tiempo que lo estaba pensando - se me ocurrió una idea nueva - al menos para mí- y liberadora: la eternidad no tiene nada que ver con la prolongación de esta vida; o tiene que ver, pero de una manera secundaria. Un inciso: sería una verdadera lástima - como dije el otro día para la televisión en un debate que estaba teniendo lugar entre diferentes científicos - que se consiguiera prolongar la vida a 150 o 200 años y tuvieras un accidente a los 15 o te dispararan a los 17 o te llamaran a filas. Pensadlo: no se habría resuelto nada, porque el límite del hombre no es sólo biológico. El Evangelio dice así (no literalmente): el mayor mal no procede de lo que entra en la boca, sino de lo que sale de ella y proviene del corazón. Tal vez los científicos consigan modificar nuestra estructura biológica, pero ¿y el alma? Es paradójico que aquellos que piden libertad total para investigar sobre el aumento de la duración de la vida, para modificar la vida, para aumentar el nivel de salud, sean los mismos que apoyan tan decididamente la eutanasia. Es impresionante que la lucha por la vida sea al mismo tiempo una lucha por la muerte. El límite del hombre no es sólo biológico. Aunque podamos modificar su estructura biológica (mucho menos de lo que se cree, estamos muy lejos de los sueños de los que se habla normalmente), ¿cómo podremos modificar su alma? De la biología y del alma - que además son una misma cosa, porque nosotros somos una sola cosa; he hecho esta distinción sólo para dar a entender lo que es el campo de la investigación y el campo de otra cosa distinta, no digo de qué otra cosa porque no la conocemos bien, no sabemos bien quiénes somos -, de nuestra estructura biológica y del alma, decía, proviene el dolor. Y el dolor no pide la eternidad, el dolor pide que pase el tiempo. El dolor eterno se llama infierno, por tanto, la eternidad debe de ser otra cosa. Lo que he tratado de responderme de modo concreto es qué puede significar esta palabra. Y creo que hay una con la que se identifica mejor que con ninguna otra: no es el dolor el que reclama la eternidad, sino la felicidad. La felicidad pide la eternidad. Ante la mujer que amas dices «para siempre»: a su mirada, a su rostro, a su cuerpo... «para siempre». Y querrías que no desapareciera nunca, estar siempre junto a ella. La felicidad pide la eternidad.

En la felicidad reside la experiencia y el deseo de eternidad. Por tanto, la eternidad es un fenómeno que empieza, no en el más allá, sino ahora, en nuestra experiencia humana. De hecho el Papa, en su mensaje al Meeting, no nos desea la “atemporalidad”, no nos desea que entremos en un mundo sin tiempo, sino que nos desea la plenitud, el cumplimiento, nos desea que seamos felices. ¿Por qué? Como nos ha enseñado insistentemente don Giussani, la plenitud es el encuentro con algo que corresponde, con algo que realiza el deseo de tu corazón, que te realiza a ti. La felicidad es el cumplimiento. Y el cumplimiento se produce cuando alguien realiza lo que tú esperas, lo que tú deseas. Ni siquiera te habías parado a pensar en ello y de repente lo encuentras y te permite realizarte, te da lo que estabas buscando.

Ni moscas ni mosquitos
¿Por qué es tan importante este cumplimiento? Tengo siempre presente una intervención de don Giussani en un Equipe del CLU hace más de 15 años. Hizo un diagnóstico muy duro de la condición juvenil. Dijo que parecía que los jóvenes de entonces - y de hoy - habían estado expuestos a las radiaciones de Chernobil: exteriormente seguían igual, pero por dentro estaban enfermos, vacíos de energía afectiva, sin capacidad de reconocer las cosas y de adherirse a ellas (porque la inteligencia es la capacidad de apegarse a lo que vale. No se trata simplemente de registrar la realidad como lo hace un ordenador o una televisión). Y con este tremendo diagnóstico, en un determinado momento, don Giussani se preguntó: «¿Cómo se sale de aquí? ¿Desde dónde se puede empezar de nuevo?». Y respondió: «Desde el encuentro». Desde el encuentro con alguien que corresponde con el deseo de tu corazón. ¿Por qué es tan importante? Porque si te encuentras con alguien que responde al deseo de tu corazón, comprendes que no estás en el mundo por casualidad: estás en el mundo por alguien, el mundo está hecho para ti; el mundo no es un caos, la realidad no es un caos, tú no eres un fenómeno ligado al caos. Nosotros no somos como un mosquito, una mosca o un gusano. No estamos en el mundo por casualidad y la experiencia de la felicidad nos lo testimonia para siempre.

El mundo entero está hecho para nosotros: «En la experiencia de un gran amor todo se convierte en acontecimiento en su ámbito», decía Guardini. En la experiencia de un gran amor, es decir, en la experiencia de una acogida total y gratuita, todo se convierte en acontecimiento. Pongo siempre este ejemplo: imaginaos un chico que tiene que limpiar, no una semana en el Meeting, sino todos los días, como algunos chicos que conozco que trabajan seleccionando basura ocho horas al día: meten las manos en la basura para separar el plástico del papel etc. Imaginaos que un chico de estos se enamora de una chica que le toma el pelo durante un año. Un día ella, de repente, le dice sí y se lo dice un domingo por la tarde. ¡Imaginaos cómo va a trabajar ese chico el lunes por la mañana! Ya no importa la basura, ha cambiado el mundo, no un detalle, sino todo: el mundo está hecho para él, también ese trabajo está hecho para él. En su vida ha entrado la eternidad porque ha entrado un orden, algo que dura, ha entrado el «para siempre», la correspondencia, una voluntad, alguien que le quiere. Ha entrado lo que buscamos y originalmente sentimos, como dice don Giussani: la inexorable positividad de la realidad.

Es muy bonito un ejemplo que pone don Giussani: si nacieras con la edad que tienes ahora, salieras del vientre de tu madre con la edad que tienes ahora, al abrir los ojos te quedarías sorprendido del acontecimiento de la belleza del mundo que se ofrece ante tu mirada. O mejor dicho, tu mirada se abriría a la realidad que tienes delante y quedarías impresionado por este acontecimiento que, en cambio, normalmente te parece el de siempre.

Una mirada pura
El acontecimiento no es algo que tiene que suceder en el futuro. El acontecimiento de la belleza, el acontecimiento de la plenitud, no es algo que debe suceder, porque no se puede vivir para algo que sucederá. Ha sucedido ya - pretérito perfecto -, ha empezado ya y continúa en el presente. El problema, entonces, es la pureza de la mirada. La pureza de la mirada es la capacidad (¡la gracia!) de entender que las cosas, las circunstancias que te rodean - la separación brusca de alguien querido que te hace entender aquello para lo que estás hecho, te hace entender todo, el presente entero, todo lo que vives, todo lo que existe - son para ti, son la oportunidad de que tu vida se cumpla.

La eternidad está en la felicidad. Y la felicidad es el acontecimiento que nosotros queremos vivir. Es un acontecimiento, porque es algo que no depende sólo de nosotros; tiene que suceder, o mejor dicho, ya ha sucedido. Bueno, en cualquier caso, podemos decir que tiene que suceder como petición, casi como pretensión, como se pretende en Los hermanos Karamazov: yo quiero estar vivo cuando el lobo paste con el cordero, no quiero estar muerto; y, si lo estoy, debéis resucitarme para que pueda ver el cumplimiento y la felicidad para la que existo.

La experiencia del cumplimiento nos introduce en el deseo del “para siempre”. Este es el motor de la vida. Porque si uno vive esta experiencia puede afrontar todo, ya no tiene miedo a nada. Es el acontecimiento que deseamos, aunque sea «una estupidez decírnoslo», como decía Montale, en el viaje tan cuidadosamente preparado de nuestra vida. ¿Por qué es una estupidez decírnoslo? Pues porque parece que no tuviéramos el valor de entrar verdaderamente en lo que es más grande que nosotros, en lo que nos constituye, aunque sea más grande que nosotros. Parece que no tuviéramos ni siquiera el valor de entrar verdaderamente en nosotros mismos, en aquello para lo que estamos hechos - como dice don Giussani -, en la desnudez y en la pobreza de las preguntas que constituyen nuestra vida, en aquello para lo que nuestra madre nos trajo al mundo.

Nos frena el límite. Y con el límite, el cálculo con el que nosotros afrontamos este límite, con el que creemos afrontarlo. Toda la vida es un cálculo. El miedo nos hace calcular. Y no se trata sólo de un cálculo, sino también de una reducción de la mirada, en el sentido en el que se atiende sólo a lo que se puede controlar y el resto no se ve. El miedo, la falta de conocimiento, es mucho más que un problema moral: hace que no aceptemos y no nos adhiramos a la realidad. La verdad, que el límite y el cálculo nos frenen es estúpido. Don Giussani dice siempre: cuando tienes sed, la satisfacción no está en haber bebido, sino en beber. Querrías estar bebiendo siempre, siempre. Recuerdo que otra vez dijo: el hombre nace con hambre, no nace saciado y lo primero que hace es llorar, gritar.

El peldaño de la perfección
Cuando tienes sed, la satisfacción no está en el haber bebido, sino en beber. El límite existe y podríamos decir que su fin es que la misericordia de Dios lo sacie. Siempre me ha impresionado de la historia del ciego de nacimiento el momento en que lo llevaron ante de Jesús y le preguntaron: ¿por qué este hombre es ciego de nacimiento? ¿Pecó él o pecaron sus padres? ¿Por qué es tan desgraciado? De cuántas personas que conocemos podemos decir: ¿por qué este es tan desgraciado, tan desafortunado? ¿Quién se ha equivocado? ¿Dónde está el error? Jesús le responde: es ciego no por su pecado o el de sus padres, sino para que se manifieste la gloria de Dios. ¡Era ciego porque tenía que encontrar a Jesús! ¿Lo entendéis? Tenía que suceder el milagro. El límite afirma a Dios: afirma a Dios, afirma la eternidad, no existe ninguna otra respuesta. De hecho, si el hombre verdadero no encuentra a Dios, se lo inventa; y de la pequeñez del dios que ha encontrado depende la mezquindad de su vida. Es ciego no por su pecado o el de sus padres, sino para que se manifieste la gloria de Dios, para que se vea que Dios es grande. El límite existe y lo colma la misericordia de Dios, porque - dijo don Giussani en los Ejercicios - Dios ha querido que la nada, el hombre tan limitado, tan pequeño, le amara, se confundiera en Él, se hiciera como Él: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? Sin embargo, lo hiciste poco inferior a ti». Dios nos ha dado la vida. Nosotros que somos criaturas, limitados, encontramos descanso en Él. ¡Bendito sea este límite que nos constituye! Don Giussani repite siempre que el límite es el peldaño sobre el que se construye la perfección, el peldaño sobre que se avanza hacia la eternidad.

Así sucede con el dolor, con la muerte. Ciertamente nadie desea pasar por ellos, porque el dolor y la muerte en sí mismos son algo terrible, no dicen nada, es más, niegan todo, a no ser que se viva la salvación, que se viva la felicidad, que se viva el encuentro con quien te salva. Aún así no se eliminan, pero pueden vivirse porque participan del sacrificio de Cristo, que Dios ha permitido para afirmar la resurrección del cuerpo. Me impresionó mucho el párrafo de un libro de monseñor Angelo Scola que presenté aquí, en el que se dice que el desafío católico no radica en la inmortalidad, sino en la resurrección del cuerpo: ¡te volveré a ver!

No nos perdamos en intelectualismos respecto a este hecho: Cristo es el salvador de la vida, El que nos introduce en lo eterno. Tengamos presente que esta es la única posibilidad: Cristo es el único hombre que ha dicho de sí mismo que era Dios. Kierkegaard decía que tenemos el deber moral, y no podemos sustraernos a él, de mirar a Cristo. ¿Qué alternativa tienes? Intentemos vivirlo y seguirlo, porque cuando el dolor y la muerte se viven y se aceptan así, el resultado más impresionante es la fecundidad de la vida. Y nosotros lo hemos visto, yo lo he visto. De lo que muere nace la vida, la vida como conciencia, como amistad y como cambio. El dolor y la muerte no nos alejan de la eternidad. La inexorable positividad del presente, de la realidad, no nos aleja de lo eterno. Por la correspondencia experimentada en el encuentro que hemos vivido, el dolor, el límite y la contradicción, no nos alejan de lo eterno, sino que lo manifiestan de forma poderosa: el bien y la esperanza se reconstruyen misericordiosamente. Es impresionante la descripción de la esperanza que hace Peguy como «la virtud niña» que camina de la mano de sus dos hermanas mayores, la fe y la caridad. Sin la esperanza falta la energía para vivir.

Un misterio no desconocido
Sé que todo lo que estoy diciendo es un misterio. Y creo que lo más fastidioso son las definiciones. Misterio: aparente confusión, porque el misterio es algo que se ve pero que no se posee. Hicimos un Meeting sobre esto: el Misterio no es lo desconocido. Tal vez se nos presenta como una confusión, pero dentro de ella se manifiesta una presencia amiga, compasiva con nuestros errores que son el mayor factor de confusión. Nosotros no poseemos la vida, ni siquiera nos poseemos a nosotros mismos. De hecho, el aspecto más misterioso con el que nos relacionamos somos nosotros mismos, porque no nos hemos creado, no nos poseemos. Estamos dentro de este misterio, en contacto con este él. La conciencia de que no nos poseemos, de que no podemos hacer nada por nosotros mismos, es el único punto de partida realista desde el que se puede acceder a la eternidad. «No es a fuerza de escrúpulos como un hombre llega a ser grande. La grandeza llega, si Dios quiere, como un día espléndido» - decía Camus -. No está en nuestras manos.

Las cosas que acabo de decir no las he estudiado. Me he encontrado con alguien que me las ha dicho y después me he visto obligado a vivirlas.