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Huellas N.6, Junio 2001

FRATERNIDAD

Abrahán: el nacimiento del yo Emiliano Ronzoni

Emiliano Ronzoni

Los Ejercicios Espirituales de la Fraternidad comenzaron con la lectura de una carta del Papa y finalizaron con la intervención de don Giussani. Veintiséis mil asistentes en la Feria de Rímini y diecisiete países conectados vía satélite. Crónica del acto recogida en el diálogo entre dos participantes



Rímini, 18 de mayo de 2001
SU SANTDAD JUAN PABLO II
00120 CIUDAD DEL VATICANO

Santidad, con toda la Fraternidad de Comunión y Liberación, reunida en Rímini para los Ejercicios Espirituales anuales que tienen como tema “Abrahán: el nacimiento del yo”, doy gracias al Señor por vuestro cumpleaños cantando: «¡Sto lat, sto lat niech zyje, zyje nam!».
Nuestro encuentro comienza con la sorpresa de una carta que Vuestra Santidad nos ha enviado. Es el texto más importante de estos Ejercicios, que ilumina nuestro corazón con la máxima luz, confirma nuestra fe y despierta en nosotros la gratitud que se tiene sólo ante las cosas divinas.
Queremos confiar a Vuestra Santidad que, con el paso de los años, nos sentimos cada vez más identificados como hijos Vuestros, seguros de nuestro destino de discípulos del sucesor de Cristo, elegidos misteriosamente como Abrahán para ser su pueblo en la historia.
Que la Virgen de Fátima, de mismo modo que salvó Vuestra vida milagrosamente, obtenga de su Hijo resucitado el milagro de nuestra santidad y la de todos nuestros amigos de la Fraternidad en el mundo.
Sac. Luigi Giussani
Prof. Giorgio Feliciani

En Rímini, del 18 al 20 de mayo, han tenido lugar los Ejercicios anuales de la Fraternidad de CL. El lema para este año, «Abrahán: el nacimiento del yo». De los cuarenta mil inscritos, veintiséis mil estaban presentes en los pabellones de la Feria de Rímini. Otros miles de personas estaban conectados vía satélite desde toda Europa, incluido el Este. El resto de los miembros de la Fraternidad han celebrado en las siguientes semanas un gesto análogo.
Los Ejercicios se inauguraron con la lectura de la carta autógrafa que Juan Pablo II envió a don Giussani, manifestando la gratitud que sólo puede hallarse frente a las cosas divinas.
La introducción se encomendó a don Luigi Negri y las dos lecciones a don Pino y a don Julián Carrón. El sábado por la tarde, celebró la Misa el cardenal James Francis Stafford, presidente del Pontificio Consejo para los Laicos (el dicasterio vaticano que reconoció legalmente la Fraternidad en 1982); el viernes por la tarde la había celebrado S.E. monseñor Gianni Danzi, Secretario de la Gobernación del Vaticano. El domingo por la mañana, después de la asamblea guiada por Giancarlo Cesana y Julián Carrón, intervino don Giussani (ver Palabra entre nosotros) para concluir los Ejercicios.
ola, ¿también usted por aquí?
- Sí, también yo, como otros muchos.
- Realmente somos una multitud. Dicen que casi treinta mil. Es muy raro. Hace años que participo en los Ejercicios de la Fraternidad de Comunión y Liberación y es como si cada vez esperase algo, que se me revelara algo. ¡Quién sabe de dónde viene esta espera...! Me parece que la he visto en alguna otra ocasión, ¿también usted participa desde hace tiempo?
- Sí, desde hace mucho. Puede decirse que desde el principio.
- ¿Verdad que también es curioso el lema de este año? «Abrahán: el nacimiento del yo». Que el yo tenga un nacimiento no es algo que se piense todos los días y además Abrahán... Si me preguntaran qué es el yo, si pueden seguirse sus huellas hasta llegar a algún lugar y dónde ir a buscarlo para conocerlo, me encontraría en una dificultad.
- Si quiere le daré una pista. Intente pensar en esto: si no existe una historia, ¿cómo puede existir un yo?
- Es sutil. De cualquier modo se lo agradezco, porque vea, a pesar de tener con ella cierta negligencia, la cuestión del yo hace mucho que me preocupa: «Todo conspira para acallar lo que somos...». Verdaderamente se necesita algo más que una pista.
- Mire, para entender bien las cosas, es bueno preguntarse por ellas desde su inicio: Abrahán, en otras palabras, el nacimiento del yo. Intente imaginarse por un momento a Dios la primera vez que se dirigía personalmente a un hombre, a Abrahán. Trate de imaginarse aquella llamada, aquella relación y aquella promesa. Allí, en ese preciso momento, Dios intervino como un factor más de la vida del hombre. Con Abrahán se empezó a profundizar en la conciencia del misterio como otro, distinto de uno mismo. Después, con Moisés, Dios encontró el modo de revelarse más explícitamente: «Yo soy el que soy». Pero con Abrahán inicia la apertura a la relación, aparece un factor nuevo en los términos usuales de las cosas.
- Perdóneme si insisto, pero esta cuestión me interesa verdaderamente. Escuchándola hablar es como si se revistiese de un interés nuevo. ¿Tendría la amabilidad de enlazar la historia con su primer indicio, con Abrahán?
- Para Abrahán, verse objeto de esa relación insospechada supuso una nueva conciencia de sí mismo, se vio literalmente creado por Otro. Esa llamada creó en él una conciencia nueva, le otorgó un nuevo nombre y una tarea. Para él - y después de él para todos -, a partir de entonces, el contenido de la conciencia es una tarea. Y tal contenido se abre camino en la historia, se hace historia.
- ¿Sabe por qué se lo pregunto? Porque todo lo que me está diciendo es fascinante e intuyo que tendré que volver sobre ello. Me parece que son cosas verdaderamente grandes para tratarlas en una breve conversación. Pero ahora, lo que me apremia es saber cómo permanece hoy aquel inicio. Porque ¿sabe?, yo no estaba en ese momento, en la tienda, bajo el cielo estrellado del desierto de Ur. Son otros tiempos, otros pueblos, otras circunstancias. Le pareceré banal, pero - cómo decirlo - me gustaría comprenderlo en mis circunstancias. Con ellas tengo que verme las caras (¡y a veces partírmela!) y no con otras.
- Comprendo su interés. Y me alegro. Voy a darle otro indicio. Mejor, es más que un indicio, es un elemento sobre el que apoyarse. Con Abrahán, ese contenido de la conciencia se convierte en un pueblo. Y el pueblo es su permanencia en la historia. Entonces fue el pueblo judío, ahora es ese otro pueblo, ya sabe de qué estoy hablando. Y tome nota de esto: la llamada, la vocación, como decimos hoy, siempre implica un cuándo y un dónde. Téngalo en mente, le será útil.
- ¿Por qué es tan importante?
- Porque introduce un concepto y una experiencia que hoy, voluntaria y tristemente, es ocultada: la experiencia de la elección. A nosotros, igual que a Abrahán, se nos ha elegido, ¿por qué? Así que - y con esto volvemos al principio de nuestra conversación - la respuesta a la pregunta sobre el yo implica la apertura misteriosa que caracteriza a la relación entre el yo y el pueblo. Y el camino que Dios nos ha querido marcar, para que comprendamos la positividad de todo, es permanecer en el pueblo.
- ¿Podríamos estar un momento en silencio? Dice cosas que me parece que tendría que estar pensando toda la vida. Además, mire, por un lado es como si se me desvelasen por primera vez mientras conversamos y, por otro, es como si las hubiera sabido desde siempre. O las hubiese deseado desde siempre. Sólo que en mi vida las encuentro desparramadas, como pedazos dispersos. Breves destellos de conciencia y experiencia. Me molesta un poco, porque yo ya tengo mis años y sé cómo funcionan las cosas, sé que no seré yo, con mi capacidad, quien recomponga la unidad. Es como si estuviese condenado a permanecer en la espera de alguien.
- Así es. Dios, prometiéndose a Abrahán, ha despertado la espera del cumplimiento. No hay espera sin promesa. Por otro lado, usted sabe por experiencia que si no hay una verdadera espera se pierde el valor de cualquier respuesta.
Aguarde. Veo que a pesar de solicitar un momento de silencio, está a punto de hacerme otra pregunta. Permítame que introduzca en la conversación un término nuevo: Cristo. Cristo es el cumplimiento de la promesa hecha a Abrahán. Cristo es la descendencia de Abrahán. Si en Abrahán aprendemos que el yo es vocación, elección como preferencia, acontecimiento en la historia como dependencia y pertenencia a Otro, en Cristo vemos la plenitud de todo ello. Cristo vivió su acontecer humano en la dependencia y en la pertenencia. Si alguno entre todos los que se encontraron con él le hubiera preguntado, incluso hoy, si alguien le preguntara, ¿pero tú, quién eres, cuál es tu nombre?, habría respondido: «Yo soy el enviado por Otro». En Cristo la vida consiste en la relación con el Misterio que la hace. Abrahán vio el día de Cristo y se alegró. El que prometió, y al prometer despertó la espera, cumple su promesa en Cristo.
- ¿Y cómo? No voy a negarle que un día u otro me gustaría pasar por caja.
- ¡No blasfeme! Ya se lo ha embolsado, ¡y de qué manera! De todos modos, voy a decirle en pocas palabras lo que pienso, porque esto sí que da para meditar toda la vida. Cristo hizo todo de forma muy sencilla: fue una presencia. Una presencia que fascinaba de tal forma que quien se encontraba con Él sentía más su yo.
- ¡Calma, calma! Sé bien lo que está diciendo. Sé qué quiere decir «Cristo, por cuyo amor todo es bueno; Cristo, por cuyo esplendor todo es bello». Y aun así, cuando este nombre resuena en mis oídos, no acabo de aplacarme. Es como una pasión dulce y dolorosa que quema y no se extingue.
- Sí. Como escribe un poeta: «A distinguir me paro las voces de los ecos / y escucho solamente, entre las voces, una». Sólo una corresponde al yo. Hagamos un trato: deje que esa voz (que es más que una voz, es una presencia) haga su trabajo; usted párese un momento a reflexionar sobre la experiencia. Sucede que alguien le mira como nadie le había mirado jamás, y bajo esa mirada el yo empieza a comprenderse, emergen los elementos que lo constituyen. El yo se comprende. Se comprende como acontecimiento en la historia. El inicio del conocimiento es un acontecimiento. De allí nace el apego a esa mirada, a ese hombre.
- ¡Es así, es así!
- De este modo, el que es de Cristo es descendencia de Abrahán, herencia suya según la promesa. Y, al igual que Abrahán, se vuelve una bendición para todos. Se hace más religioso: empieza a reconocer que Dios es todo en todos.
- Así es. En esta historia he visto cómo incluso acontecimientos dolorosos se tornaban una bendición para todos. No sé cómo puede suceder esto, pero sé que es así. Es, sin duda, un gran misterio.
- No hay más que una novedad para nuestra vida y la del mundo: darse cuenta de esta presencia. Y de tal modo es una novedad que irrumpe hasta en el instante; hasta lo más cercano a la nada se salva.
Fíjese, poco a poco vamos sacando conclusiones de nuestra conversación: la verdadera razón para pertenecer al pueblo es que nos lleva al reconocimiento de esa presencia. Y reconocer esa presencia excepcional nos educa a ver la presencia de Dios todo en todos.
- Pero, a pesar de llevar años viviendo esta experiencia, no siempre soy consciente de su presencia.
- No es necesario. No es necesario que esté pensando todo el tiempo en Él. Ni siquiera es necesario que se acuerde siempre de Él. Es necesario hacer memoria de Él.
- ¿Más o menos como respirar?
- Más o menos. Sería mejor decir que es como acusar el golpe de su presencia. Es necesario que la ame. Y que al amarla la desee. Y que, deseándola, con dolor, la pida.
Pero, ¿quién la desea con dolor? ¿Quién grita de verdad? El que pertenece al camino de ese pueblo, el que es fiel al camino, antes incluso que a los gestos del camino. Si no se pertenece a este camino, se introduce la desesperación, ya no se espera nada.
Por eso, el punto de partida es verdaderamente esa presencia. Afrontar todo con esa presencia en la mirada, empezando por nosotros mismos.
- Observo que mientras avanza nuestra conversación, usted me lleva siempre a la cuestión de la pertenencia y de la relación entre el yo y el pueblo.
- Y yo veo que empezamos a entender. Porque la conciencia del pueblo es necesaria para la conciencia del yo. El yo se afirma en la pertenencia al pueblo. No hay grito sin pueblo.
- ¡Qué rápido se han pasado las horas! ¿Ha visto qué día más bonito? ¡Qué sol! Y los árboles con sus copas al viento. ¡Qué grande es el mundo y qué pequeños somos nosotros!

- ¡Qué bello es el mundo y qué grande es Dios!
- ¿Tendré ocasión de volver a verla?
- Por eso estamos aquí.
- Quizás el año que viene, en los próximos ejercicios. ¿Sabe de qué me gustaría hablar si volviéramos a vernos?
- Diga.
- Suena un poco blasfemo, pero me gustaría charlar de la forma de poner a prueba a Cristo. Cómo introducirlo en las circunstancias y ver que las salva, que toma el instante y lo salva; que toma los intereses, los afectos, los proyectos, las preferencias y los salva. En fin, que lo salva todo.
Para mí, lo importante es ver cómo Cristo sigue siendo interesante cada día, hasta el fin. No es por nada, es que me apremia darle gloria. No sólo darle gloria yo, o nosotros, sino el mundo entero, tal y como se merece. Pero disculpe, a lo mejor me he desviado un poco del tema. Dígame, ¿no ve llegar a nadie?
- No, no veo a nadie.
- Sin embargo, debería llegar. Me dijeron que llegaría. El corazón me dice que debe llegar.
- Pues yo no veo a nadie.
- Quizás ya viene. Ahí está, lo veo, ya viene...
De estas y otras cosas conversábamos, en el camino de Emaús, en el final de la prehistoria de cada uno de los treinta mil que se habían dado cita en Rímini para los Ejercicios de la Fraternidad de Comunión y Liberación.

Homilía de Su Eminencia James Francis Stafford, presidente del Pontificio Consejo para los Laicos
La primera lectura, de los Hechos de los Apóstoles, describe el inicio del segundo viaje misionero de san Pablo, en el 49 d.C. Le acompañaba Silas, al que después se unió Timoteo, porque Pablo se había separado de Bernabé, su compañero en su primer viaje. Se habían separado después de una discusión a cerca de si Juan, llamado Marcos, debía o no unirse a ellos.
La visión de un macedonio había revelado a Pablo que debía abandonar Asia y partir camino de Grecia. Se embarcaron en el puerto de Tróada, la antigua Troya inmortalizada en la Iliada, de Homero, y llegaron a Macedonia.
La actividad misionera de Pablo en Filipos, en Macedonia, no es, como algunos sostienen, la primera experiencia del cristianismo en el continente europeo. Pablo introdujo el Evangelio en Grecia pocos años después de que algunos misioneros desconocidos, provenientes de Jerusalén, lo hubieran llevado ya a Roma. Los cristianos en la Ciudad Eterna aumentan en los primeros años de la década de los 40, porque san Pablo encuentra alojamiento en Corintio, en casa de Áquila y Priscila, una pareja de judíos «que acababan de llegar de Italia... por haber decretado Claudio (el princeps) que todos los judíos saliesen de Roma» (Hch 18,2-3).
Según el historiador romano Svetonio, en el 49 d.C., Claudio «expulsó a los judíos de Roma a causa de los desórdenes que provocaba continuamente su instigación de Crestos». Probablemente, Claudio expulsó a los judíos que disputaban a cerca de la identidad y la acción mesiánica de Jesús de Nazaret.
La fe cristiana llega a Europa procedente de Asia y éste es un dato significativo, porque la provocativa pregunta «¿qué significa ser cristianos?» se le planteaba a Pablo no ya sólo en el ambiente judío, sino en el contexto de la refinada cultura pagana de la antigua Grecia y en un continente distinto.
«Quid sit christianum esse», ¿qué significa ser cristianos? Es la pregunta que plantea un cristiano desconocido al comienzo del siglo V. Era un momento de crisis, la época de Ambrosio y Agustín, Jerónimo y Crisóstomo, el momento en que el Imperio romano se estaba cristianizando con celeridad. Es la misma pregunta que dio origen a la respuesta de los apóstoles y los ancianos de Jerusalén en el 48 d.C., respuesta que Pablo, según la lectura de hoy, transmitió a las ciudades del Asia Menor durante su segundo viaje misionero. Pablo ya había solventado la cuestión de la identidad cristiana de los no circuncisos en Antioquía. Su extensa carta a la Iglesia de Roma en la que hablaba de la justificación, la fe, la gracia y la libertad humana, es una de las respuestas definitivas a la pregunta sobre la identidad cristiana.
En tiempos de crisis, ese interrogante está siempre presente. En medio de las grandes angustias de nuestra época, la pregunta «¿qué significa ser cristianos?» es fundamental y central. Un crecendo de voces se alza, desde las ruinas de las ciudades europeas tras las dos guerras mundiales, desde las cenizas de Hiroshima y Nagasaki y de los campos de concentración y, más recientemente, desde las probetas utilizadas para la Clonación humana, voces que claman con insistencia: «Quid sit christianum esse?» ¿Qué significa hoy ser cristianos? Después de traspasar el umbral del nuevo milenio, también vosotros, aquí, en Rímini, os planteáis la misma pregunta. La afirmación que inspira los ejercicios de vuestra Fraternidad: «Abrahán: el nacimiento del yo», está claramente ligada a esta búsqueda.
El Bautismo da al cristiano su identidad. En el Bautismo se perdonan todos los pecados, todos los fieles emergen del agua de la regeneración sin mancha ni arrugas. Pero esta realidad no acaba con el misterio de los bautizados, que viven aún en esa época intermedia que precede al acontecimiento final de Jesús, el periodo intermedio entre la remisión de los pecados, que se da en el momento del Bautismo, y la perfección absoluta, alcanzada de una vez para siempre en el reino que vendrá. Estar bautizados significa que vivimos en ese periodo intermedio de oración, en el que cada uno de nosotros imploramos: «Perdona nuestras deudas».
Sí, la identidad del cristiano se funda en el Bautismo. Y, al mismo tiempo, a través de este sacramento, los bautizados somos introducidos en un proceso de convalecencia que dura toda la vida. Los cristianos, de hecho, están contaminados profundamente por los efectos del pecado original y deben observar la indicación de Pablo de no juzgar antes de tiempo, «hasta que venga el Señor. Él iluminará los secretos de las tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los corazones» (1Cor 4,5).
Los bautizados se aceptan como seres impotentes, a los pies de la Cruz de Cristo, sin nada. Junto a san Agustín, aprenden a pactar con su lado oscuro y a aceptarse como seres en suma problemáticos: «¡En este punto me encuentro! Llorad conmigo, llorad por mí todos vosotros, los que cultiváis en el corazón los buenos sentimientos... Pero tú, Señor, escúchame, vuelve a mí tu mirada, ten piedad y socórreme. Bajos tus ojos me he convertido en un enigma para mí mismo» (Conf X,33,50).
La identidad de Abrahán no es sólo una identidad personal, sino que abarca toda una identidad social. La carta a los Hebreos afirma: «Por lo cual también de uno solo [Abrahán] y ya gastado nacieron hijos, numerosos como las estrellas del cielo, incontables como las arenas de las orillas del mar» (Hb 11,12). Los descendientes espirituales de Abrahán refutan la “privacidad” y el “replegarse sobre sí mismos” como la forma más insidiosa de orgullo, la raíz de todos los pecados. Replegarse sobre uno mismo, aislarse, no forma parte de la identidad cristiana. Los cristianos se reúnen en comunidad y buscan juntos la sabiduría, don del Espíritu Santo, poniendo el acento en la caridad, en el ámbito de la comunidad, ya sea la familia o una comunidad más amplia, como Comunión y Liberación. La identidad cristiana está estrechamente ligada al hecho de vivir en una comunidad en concordia y unidad de propósitos.
El mundo del que Jesús nos habla en el Evangelio se ha alejado hoy de una visión semejante de la comunidad. Por eso el mundo odia a Jesús y a sus discípulos. Es muy difícil anteponer el bien común a nuestros propios intereses, pero un orgullo tan sutil mina la comunidad. Es de suma importancia notar que ya desde los Padres, la comunidad cristiana se definió como la res publica de Dios, la ciudad de Dios. San Pablo identifica el fundamento de la identidad cristiana incluyendo la vida del cristiano en el ámbito de la comunidad: «¿Qué tienes que no lo hayas recibido?» (1Cor 4,7). («¿Qué tienes tú que no lo hayas recibido?» incluso el poder es un regalo, incluso el poder de una madre o un padre es un regalo de Dios). He aquí la respuesta definitiva a la pregunta: «Quid sit christianum esse?», ¿qué significa ser cristianos? San Ignacio de Loyola precisa la identidad cristiana en una inolvidable oración: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, toda mi voluntad; todo mi haber y poseer. Vos me lo disteis; a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que esto me basta».