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Huellas N.8, Septiembre 2000

MEETING DE RÍMINI

Un Cardenal alegre

Davide Rondoni

Un gran amigo paterno nos visita. La intervención del Arzobispo de Bolonia: «El no creyente en realidad es un crédulo»



En el Meeting hace un calor tórrido, como en el resto de Italia. Sin embargo el cardenal Biffi, como es sabido, no es un hombre que se enfervorice fácilmente. Se diría que administra sus pasiones y sus impulsos con cautela lombarda. Consigue así, a menudo, descolocar a sus interlocutores, y encarnar esa imagen de Iglesia que da Eliot en sus Coros: dura donde los hombres la querrían acomodada y compasiva donde, en cambio, la querrían dura.
El Meeting del año del Jubileo le ha invitado para hablar de la cuestión que más le apasiona: Jesús de Nazaret, la suerte de pertenecerle. Y el cardenal ha respondido a la invitación. Se podría decir que ha respondido con creces. Su conferencia ha mostrado magistralmente en qué consiste la ventura de pertenecer a Jesucristo y a su presencia en la Iglesia.
Frente a un auditorio abarrotado, con su estilo que combina acentos a lo Chesterton y pinceladas teológicas, citas de Dante o Verdi, además de otras de las Encíclicas papales o de la Escritura, Biffi ha tejido su elogio a la libertad del fiel.
Ha tocado de esta forma el corazón del problema cultural de nuestro tiempo, tal como ha emergido también desde el debate de los medios de comunicación en torno al Meeting: lo que impresiona es que la propuesta cristiana es un gran reto a la libertad humana, es su realización como satisfacción y no como disminución.
El encuentro con el ideal como cumplimento de la libertad y su continua puesta en movimiento: de uno de los hombres que con más tenacidad custodia el corazón de la ortodoxia católica nos ha venido la clave para interpretar el fenómeno Meeting, esa clave que otros observadores desde las columnas laicas de los periódicos no logran (o no quieren) encontrar.
Para concluir, el cardenal precisaba: «He tratado de exponeros con sencillez algunas reflexiones con la única finalidad de avivar una actitud que me parece primaria y justa en el cristiano consciente: una actitud de alegría, de alegría por todo lo que se nos ha dado y de gratitud hacia Jesús de Nazaret».
Un cardenal alegre, por tanto, que ve en la alegría el signo de la pertenencia del fiel. Lo mismo que el Papa a los jóvenes del Jubileo, ha comunicado en primer lugar un signo de positividad humana, de leticia. También en su lección Biffi ha dado un «consejo de amigo: tratemos de no hablar mal de la Iglesia, porque la Iglesia es la Esposa de Cristo, y en el día del Juicio nos veremos cara a cara con el Esposo, que es un tipo “mediterráneo”».
La relación entre el cardenal y la realidad del movimiento hunde sus raíces en su amistad de juventud con don Giussani. Desde entonces la “amistad paterna” - como la llamó Giancarlo Cesana introduciendo el encuentro - ha continuado de forma ininterrumpida, primero en la diócesis de Milán y después desde la guía de la diócesis de Bolonia.
Después del baño de masas en el auditorio, el cardenal se quedó para grabar una parte del Especial Meeting que retransmite la RAI 1 en compañía del senador Andreotti y para hacer una visita a los pabellones de las exposiciones.



Publicamos un extracto de la intervención del Cardenal Giacomo Biffi.

Biffi dixit

Se ha señalado justamente cómo el mundo que ha abandonado la fe no es que ya no crea en nada, al contrario: es inducido a creer en todo. Cree en los horóscopos, que por esto no faltan nunca en las páginas de los periódicos y las revistas; cree en la magia, en la publicidad, en las cremas de belleza; cree en la existencia de los extraterrestres, en la new age, en la transmigración; cree en las promesas electorales, en los programas políticos, cree en las catequesis ideológicas (verdaderas y persistentes catequesis) que cada día nos impone la televisión; en definitiva, cree en todo. Por eso me parece que la distinción más adecuada que debe hacerse entre los hombres de nuestro tiempo no es tanto entre creyentes y no creyentes, sino entre creyentes y crédulos. (...)
Se puede intuir a este propósito qué grande es nuestra suerte, sobre todo si caemos en la cuenta de la poco envidiable condición de los ateos. Éstos, encarando problemas inevitables en todo recorrido humano, no pueden tomarla con nadie. Un ateo que sea verdaderamente tal no encuentra interlocutores competentes y responsables con los que pueda discutir sobre los males existenciales, con los que pueda lamentarse ni rivalizar. Habitualmente, a falta de algo mejor, terminan atacando a los creyentes (los representantes de la empresa, en definitiva); pero es un blanco que no satisface, porque los creyentes (si son sabios) se ríen de él y no le prestan mucha atención, y se limitan a encomendarlo a la misericordia de Aquel al que niega. Si un ateo no quiere renunciar clamorosamente a toda lógica y a toda coherencia, está privado hasta de la satisfacción de blasfemar, y este es el colmo de la mala suerte.
El Dios que se nos ha dado a conocer a través del Redentor crucificado y resucitado es, por el contrario, un Dios que nos quiere y, como dice san Pablo, «en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman, de aquellos que han sido llamados según su designio» (Rm 8,28); todo sucede para nuestro bien, aunque al principio no nos demos cuenta de ello. «El Padre os ama» (Jn 16,27). El Padre nos ama: con esta certeza en el corazón toda dificultad, toda tristeza, todo pesimismo se convierte para nosotros en algo superable.
Somos afortunados también por otra cosa. Dándonos a conocer al Padre, Jesús nos lleva también a una mejor comprensión de nosotros mismos: nos hace conocer quiénes somos en realidad, cuál es la finalidad de nuestro penar en la tierra, qué destino último nos espera. (...)
Así llegamos a saber - y ninguna noticia es para nosotros tan interesante y tan resolutiva como esta - que hemos sido llamados a existir no por una casualidad anónima y ciega, sino por un proyecto sabio y benévolo, un proyecto de amor. (...)
El dilema entre ser incrédulos y ser creyentes es en realidad el dilema entre considerarse dentro de un embrollo insensato y saberse parte de un designio de amor orgánico y sosegador. La alternativa, considerándola bien, está entre un absurdo que nos hace vanos y un misterio que nos trasciende; alternativa que después existencialmente se convierte en la disyuntiva entre un fatal encaminarse a la desesperación y una vocación a la esperanza. Ésta es, por tanto, la gran fortuna de aquellos que son “de Cristo”: desde el momento en que «saben cómo están las cosas», no están obligados a dejar su única vida pendiente de interrogantes sin respuesta. Otra gran fortuna de aquellos que son “de Cristo” es la de ser libres. «Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8,31-32). El principio de esta prerrogativa inalienable del cristiano es la presencia en nosotros del Espíritu Santo: «Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2Cor 3,17).
Cuando en la Misa proclamamos con alegría: «¡Sólo tú eres el Señor, Jesucristo!», señalamos a todos cuál es la fuente de nuestra libertad: antes que en la liberación del 25 de abril de 1945, antes que en la Declaración Universal de los derechos del hombre (ONU 1948), antes que en la Constitución de la República Italiana, la fuente de nuestra libertad está en el señorío del Resucitado. Es una propiedad que nos viene, antes que de cualquier autoridad humana, de nuestro Bautismo. «Sólo Tú eres el Señor, sólo Tú»: no tenemos y no queremos a nadie que mande sobre nosotros, ni en el campo político ni en el cultural. (...)
Jesús dijo: «Todo el que comete pecado es un esclavo» (Jn 8,34). Esta es la esclavitud más peligrosa y envilecedora. Pero también en esto tenemos la conciencia y la alegría de ser un pueblo definitivamente redimido. El «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (cf. Jn 1,29) ha venido y ha derramado Su sangre precisamente para volver a darnos esta libertad sustancial. «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20), como dice san Pablo. Ante cualquier delito - aunque sea un cúmulo de delitos - que haya cometido, el cristiano puede en todo momento, arrepintiéndose, volver a comenzar desde el principio y recorrer el camino de la inocencia. Y, por muy grande que sea su debilidad, sabe que «todo lo puede en Aquel que le conforta» (cf. Flp 4,13). (...)
Sería muy larga la lista que podríamos hacer de las ventajas de los creyentes. Pero hay una que, en cierto modo, es un compendio de todas las demás. Es la fortuna de pertenecer a la Santa Iglesia Católica, que es la «comunión de los santos», la figura y la anticipación de la «vida del mundo que vendrá». Como dice admirablemente el Concilio Vaticano II, «La Iglesia es el Reino de Cristo ya presente sacramentalmente» (Lumen Gentium 3: «Ecclesia seu Regnum Christi iam praesens in mysterio».) (...)
La Iglesia es la gran herencia del Señor Jesús, fruto de Su sacrificio, resultado de Su perenne Pentecostés. Nada hay teológicamente más absurdo que separar la Iglesia de Cristo. Una separación ideológica como ésta desnaturalizaría sustancialmente a la Iglesia y nos llevaría, al final, incluso a un conocimiento alterado del Hijo de Dios, que intrínsecamente es la “Cabeza” y el “Salvador” del “cuerpo” eclesial, como dice san Pablo (cf. Ef 5,23). (...)
Pero, ¿qué es la Iglesia en su realidad más auténtica y sustancial? Es la humanidad en cuanto reunida y transformada por la acción redentora de Cristo, y en cuanto conectada y asimilada al Señor crucificado y resucitado en virtud de la efusión del Espíritu que Él continuamente nos envía desde la diestra del Padre. La Iglesia, por usar una imagen, es un árbol sacudido por el viento de la historia, pero cuya raíz está a cubierto en el mundo eterno de Dios, porque su fundamento es el Señor crucificado y resucitado que está sentado a la derecha del Padre, y por eso este árbol jamás podrá ser arrancado. (...)
En esta perspectiva se hace claro que cualquier culpa nuestra - por grande o pequeña que sea - no es sólo una infidelidad al amor que nos liga al Padre, no es sólo desprecio de la obra redentora de Cristo, no es sólo resistencia a la acción santificante del Espíritu Santo; es también ultraje y sufrimiento infligido a la Iglesia. Toda incoherencia con respecto a nuestro Bautismo es también siempre ingratitud hacia Aquella que en el Bautismo nos ha engendrado, es un atentado a Su belleza de Esposa del Señor; belleza que se ofusca ante los ojos de los hombres por cada acto nuestro reprobable. A lo largo de toda la historia, el “mundo” ofende a la Iglesia de Cristo con juicios malévolos y calumnias, poniendo en tela de juicio sus intenciones, atentando, además, con frecuencia a su libertad de misión y persiguiéndola a menudo de forma cruenta. La ofende siempre y nunca se excusa (nunca se ha oído a nadie pedir excusas a la Iglesia), pero, al menos nosotros, que todos los días pecamos poco o mucho también contra Ella, acostumbrémonos a pedir todos los días perdón a nuestra Madre queridísima por todo aquello que pensamos, que decimos, que hacemos con ánimo no íntegramente eclesial. Se me ocurre decir una cosa, pero es un poco atrevida, no sé si debo decirla. Quisiera daros un consejo de amigo: tratemos de no hablar mal de la Iglesia, porque la Iglesia es la Esposa de Cristo, y en el día del Juicio nos veremos cara a cara con el Esposo, ¡que es un tipo mediterráneo!