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Huellas N.7, Julio/Agosto 2000

ISLAM

En el corazón del imperio otomano

Camille Eid

La situación de los cristianos en los tres países de mayoría islámica, aunque declaradamente laicos. El genocidio de los armenios, la huida de muchos fieles, el día después de la guerra del Golfo


El corazón del cristianismo oriental se suele situar en Palestina, pero se podría extender al resto de Oriente Medio. Episodios esenciales de la vida de san Pablo y de los primeros apóstoles se desarrollaron en Asia Menor, en la actual Turquía; lugares de edad apostólica como Antioquía, Constantinopla (la actual Estambul), Éfeso, Edessa, Mesopotamia y la Capadocia, evocan todo el esplendor del Oriente bizantino, sirio y asisrio-caldeo; los centenares de iglesias y edificios religiosos del siglo V diseminados en las “ciudades muertas” del valle del Oronte, los santos y los eremitas (Ignacio, Simón el Estilita y Juan Damasceno, por citar sólo algunos de ellos) son todos testigos de un especial arraigo de la fe en esta “tierra Santa de la Iglesia”.

Turquía
¿Cómo viven hoy los cristianos en tres de los mayores países de esta región (Turquía, Siria e Irak), todos de mayoría islámica, pero declaradamente laicos? La verdad es que no como se podría imaginar la situación en los países laicos occidentales, teniendo en cuenta que en Turquía quien defiende la laicidad es más el ejército que las instituciones civiles, y que detrás de la laicidad siria e irakí se esconden los intereses de una determinada minoría - por no decir clan - confesional. Eso sin hablar de las discriminaciones sociales que hacen que la situación de los cristianos no sea muy diversa de la que tendrían con un gobierno abiertamente islámico.
En Turquía la cuestión de la laicidad es todavía un tema de actualidad, aunque han pasado muchos decenios desde su aplicación. El debate político acerca de su mantenimiento o no sufre aún una fuerte limitación por parte de los militares. Aquí el sistema laico arranca de la ideologías nacionalistas desarrolladas tras el primer conflicto mundial, con la desintegración del imperio otomano y la pérdida de sus posesiones balcánicas y árabes. La desesperada lucha de los laicos turcos (los Jóvenes turcos primero, los kemalistas después) para conservar al menos la Anatolia fuera de la división en zonas de influencia extranjera (francesa, griega, italiana y rusa) y contra el nacimiento de una Armenia y un Kurdistán libres, tuvo como resultado una insistencia en el carácter turco - y, por tanto, musulmán - del estado. Todavía hoy, según un convencionalismo comúnmente admitido, la palabra “turco” se aplica sólo a los musulmanes. El genocidio de los armenios (por lo menos setecientas mil víctimas sin contar a los deportados en el desierto sirio) y el intercambio entre poblaciones “griegas” y “turcas” (1.344.000 cristianos ortodoxos trasladados a Grecia “a cambio” de 464.000 musulmanes enviados a Turquía), sancionado por el tratado de Lausana, consiguieron mientras tanto erradicar casi completamente las dos mayores comunidades cristianas del ex-Imperio. A pesar de que muchos de los deportados ignoraban la lengua griega y eran sencillamente turcos de religión cristiana.
Conservando el recuerdo de la capital de la ortodoxia, la población de Estambul escapa en principio a este trueque. Pero, privada de su territorio interior, la metrópoli asiste a una merma constante de sus cristianos: 136.000 en 1927, 86.000 en 1965, unos cuantos miles en 1983. Lejos de tranquilizar a los últimos supervivientes de las minorías, la laicidad termina acentuando la precariedad de su situación, forzándoles a emigrar.
Resulta especialmente dramática la suerte que han corrido las seculares comunidades sirias de Tur Abdin, en las fronteras con Siria, que se han visto privadas de toda garantía de libertad de culto y de expresión, a diferencia de las tres minorías no musulmanas tuteladas por el Tratado de Lausana. Quien se acerca hoy a aquella región no puede quedar indiferente a la vista de pueblos enteros abandonados y de antiguas iglesias casi derruidas.

Siria
La ideología laica del nacionalismo árabe, que fue concebida inicialmente por cristianos, encuentra sin embargo sus últimos representantes en el partido Baath (que significa Renacimiento), en el poder tanto en Siria como en Irak. Desde hace tiempo, el Baath ha intentado mantener sus rasgos laicos refrenando el papel del Islam en la sociedad y tratando de integrar a las diversas minorías del país en una concepción más amplia de “arabidad”.
En Siria, la Constitución no reconoce al Islam como religión de estado, sino sólo como la religión obligatoria para el presidente de la República. Para legitimar su guía del país, el desaparecido presidente Assad se vio obligado a consignar una fatwa (decreto religioso) en el que se afirmaba que la secta de los alauitas a la que pertenecía - considerada desde siempre como herética por los musulmanes - constituía una rama del Islam chiíta.
El mantenimiento de un cuadro de laicidad institucional asegura a los cristianos un tratamiento tendencialmente igualitario. Las comunidades cristianas tienen libertad para comprar terrenos y construir iglesias, y los sacerdotes están exentos de realizar el servicio militar. En las escuelas, a los estudiantes cristianos se les imparte el catecismo - unificado para todas las comunidades -, mientras sus compañeros reciben lecciones de religión islámica. Más allá de esta experiencia de “ecumenismo adelantado”, en las escuelas estatales se presenta el problema de la competencia de los profesores. Se trata a menudo de profesores cristianos de otras materias que asumen esa tarea para redondear su sueldo. La situación es distinta en las que fueron escuelas privadas cristianas, nacionalizadas en los años cincuenta, donde son sacerdotes o profesores expertos quienes asumen esa responsabilidad. Estas escuelas dependen hoy de la Iglesia, que realiza las inscripciones y busca a los profesores, pero se encuentran bajo la autoridad de un inspector gubernamental que tiene la tarea de controlar el programa educativo.
Ya que se quiere laico, el estado sirio se abstrae de la problemática de las minorías y ve cómo su estrategia de abolición de las diferencias confesionales se ve correspondida por parte de los movimientos integristas (que lo califican de “ateo”) con una acentuación de la identidad islámica. El fenómeno “islamista” (la difusión de la vestimenta musulmana, la multiplicación de mezquitas) está en un grado de expansión tal que los mismos responsables gubernamentales tratan de soslayarlo introduciendo referencias religiosas en sus discursos políticos. A diferencia de otros países árabes, la amenaza de los movimientos fundamentalistas ha sido frenada con la represión, reforzando de ese modo la cohesión de los cristianos en torno a un gobierno considerado “garante” de su supervivencia. De aquí la extrema prudencia con la que los fieles se refieren a un gobierno que les protege en lo inmediato, pero corre el riesgo de condenarles a sufrir en un futuro la revancha de un poder islámico intransigente.
El interrogante - legítimo en este periodo de transición - se refiere a la precariedad de una situación ligada a la permanencia de un régimen autoritario también minoritario. Por otra parte, la tutela del estado no está exenta de aspectos negativos. Desconfiado hacia todo lo que escapa a su control, el gobierno de Damasco no anima ni facilita los contactos de la Iglesia local con el mundo exterior. Otro problema es la emigración. Desde 1958, al menos 250.000 cristianos se han expatriado a Australia, Suecia y América. A los motivos iniciales ligados a las medidas de nacionalización se han añadido otros, como el deseo de los jóvenes de evitar el largo servicio militar. Además, hoy asistimos al continuo éxodo de la población rural cristiana (como la de la Giazira, al noreste) hacia los suburbios de las grandes ciudades, forzado por una fuerte presión musulmana y por la falta de infraestructuras que permitan hacerles llegar la solidaridad de las obras religiosas. Un proceso este último que amenaza con alentar entre los recién llegados, en ausencia de una adecuada integración social, la seducción de la emigración al extranjero.

Irak
Más entreverado de luces y sombras es el cuadro que presenta Irak. A diferencia de siria, donde la presencia cristiana está repartida equitativamente en tres comunidades principales (greco-ortodoxa, melquita y armenia), a las que se añaden una decena de iglesias más, aquí prevalece netamente la comunidad católica caldea, a la que pertenece el 70% de los fieles iraquíes. A pesar de la ideología laica del partido en el poder y del reconocimiento constitucional de una libertad de culto a todos los ciudadanos, el Islam es declarado en Irak religión de estado y el derecho musulmán impregna gran parte del derecho privado. Los cristianos pueden construir sin dificultad nuevas iglesias, gestionar una vasta red de infraestructuras para la asistencia pastoral, formar a sus futuros sacerdotes en un seminario mayor e impartir el catecismo en los colegios en los que al menos el 25% de los alumnos sean cristianos. No poseen, sin embargo, colegios propios (fueron nacionalizados al final de los años sesenta) y deben, como todos los demás ciudadanos, pedir autorización para las manifestaciones sociales, estrechamente controladas por las autoridades por el temor de que puedan dar origen a protestas contra el régimen.
La presencia de un Tareq Azíz, cristiano caldeo, vice-primer ministro del gobierno no debe inducir a creer en una gran significación de los cristianos en el aparato estatal. Numerosos en las funciones medias (gracias a su buena instrucción), los cristianos están ausentes de las altas esferas. Una marginalidad que se debe a factores diversos, desde la gestión del país, que se da sobre la base de alianzas familiares, al fuerte concepto del dominio político del Islam, considerado una componente esencial de la cultura árabe. Por otro lado, son los propios cristianos quienes tienden a no comprometerse demasiado con el régimen para evitar perjudicar en el futuro sus relaciones con la oposición chiíta el día que acceda al poder.
La Iglesia, guiada por el patriarca caldeo Bidawid, está en primera línea frente a los problemas que suscitaron las dos guerras del Golfo, y la Cáritas local se las ingenia lo mejor que puede para aliviar los sufrimientos de una población sometida desde hace diez años a un duro embargo. Un esfuerzo que no logra restañar la hemorragia de los fieles. Quien quiere emigrar, vende todo, se compra a precio de oro la autorización y se va a Jordania a llamar a las puertas de las embajadas para que se le conceda un visado. Se calcula que el 30 % de los iraquíes que pasan hoy la frontera son cristianos y que al menos 150.000 cristianos iraquíes han dejado su patria desde el “final” de la guerra.