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Huellas N.8, Septiembre 1999

MEETING

El mensaje de Juan Pablo II

Excelencia Reverendísima:
La cita anual del Meeting para la Amistad entre los Pueblos, alcanzada ya su XX edición, no dejará de suscitar en quienes tomen parte en él un renovado ímpetu apostólico. Con esta perspectiva, el Santo Padre confía a Vuestra Excelencia el encargo de expresar a los organizadores y participantes su estima y aprecio por el compromiso que les anima, asegurándoles su recuerdo en la oración, para que de la iniciativa puedan derivarse copiosos frutos de bien. El tema que el Meeting ha propuesto para esta edición : «Lo desconocido produce miedo, el Misterio provoca estupor» recuerda las primeras palabras de Jesús resucitado: «No temáis» (Mt 28,10), o aquellas del ángel a las mujeres que acuden al sepulcro: «No tengáis miedo...» (Mc 16,6). Jesucristo es el Misterio que se ha hecho cercano al hombre y ha arrancado de raíz, de una vez para siempre, el miedo. Él ha vuelto conocido lo desconocido, al ser el Misterio que se ha revelado. Cristo ha vencido el miedo a lo desconocido porque ha vencido a la muerte, arrebatándole su aguijón letal (cfr 1Cor 15,55-56). De la propagación por el mundo del anuncio de este evento admirable - Cristo, muerto y resucitado por la humanidad - se deriva la posibilidad de una construcción plenamente humana de la vida personal, familiar y social.
En este fin de milenio, el hombre acusa la preocupación ante los desafíos del nuevo siglo que avanza. Un síntoma de ese malestar puede entreverse en los nuevos sincretismos religiosos que van surgiendo en distintas partes del mundo. Éstos prometen armonía y paz como resultado de una voluntad renovada del hombre de salvarse de sí mismo, reconciliándose con la naturaleza ofendida, con el propio mal y con los demás hombres. En realidad, tal promesa se revela incapaz de alejar la angustia que nace de una vida en la que todo parece confiado al afán de un “quehacer”, preocupado de miles de cosas, pero al final olvidado de la meta última. En el intento de mejorarse a sí mismo a través de las técnicas y tecnologías, el hombre ha dejado de lado las grandes preguntas de todos los tiempos, los grandes deseos de justicia, de belleza y de verdad. Así, se ha creado una armonía artificial y frágil, que entra en crisis en cuanto se replantean fenómenos oscuros como la guerra, las grandes injusticias sociales, las desventuras personales, los desastres naturales. Entonces resurgen terrores atávicos. Para exorcizarlos se buscan de distintos modos vías de escape. Algunos movimientos artísticos, por ejemplo, se refugian en lo abstracto y lo virtual, mientras una cierta ideología científica propone un superhombre capaz de autogenerarse y mejorarse hasta una pretendida perfección. Pero precisamente de tales vías renacen, agrandados, los problemas (piénsese, por ejemplo, en la biogenética y sus dramáticos interrogantes, con los consecuentes y legítimos temores que se derivan de ella).
Muchas veces, el Santo Padre nos ha puesto en guardia contra tales ilusiones peligrosas, recordando a los científicos que «la búsqueda de la Verdad, también cuando tiene que ver con una realidad limitada del mundo o del hombre, no termina nunca; envía de nuevo siempre hacia otra cosa que está por encima del objeto de estudio inmediato, hacia los interrogantes que abren el acceso al Misterio» (Discurso en la Universidad de Cracovia, 8 de junio 1997).
Por otra parte, hoy día son muchos los que, perdida incluso la última huella del evento admirable de la Resurrección, eligen como campo de fuga el regreso a la superstición y buscan vencer el sentimiento de soledad y miedo al futuro mediante el recurso a los horóscopos, astrólogos, magos y sectas esotéricas. Se trata de usos muy similares a los del mundo pagano del siglo cuarto. Ya san Agustín alertaba frente a los promotores de tales prácticas y, desenmascarando lo ilusorio de sus previsiones y cálculos, recordaba las palabras de la Escritura: «Si tanto pueden saber acerca de escrutar el universo, ¿cómo es que no han encontrado todavía al Creador?» (Sab 13,9). En la encíclica Fides et Ratio Juan Pablo II ha recordado que «todo hombre insertado en una cultura depende de ella e influye sobre ella. Es a la vez hijo y padre de la cultura en la que está inmerso. En toda las expresiones de su vida, lleva consigo algo que lo distingue en medio de la creación: su apertura constante al misterio y su inagotable deseo de conocer. En consecuencia, toda cultura tiene en sí la posibilidad de acoger la revelación divina» (n. 71). ¿Por qué abandonar entonces la vía maestra? ¿Por qué no reconocer aquello que el hombre más necesita? No se trata del prometeico intento de superar las propias limitaciones, sino del abandono confiado en los brazos de Aquel que ha dicho: «Valor, soy yo, no tengáis miedo» (Mt 14, 27), revelándose como el Misterio bueno, que se ha hecho amigo del hombre hasta la total donación de sí mismo. Mirándole a Él se comprende que en el origen de todo está el amor: es esto el Misterio que crea y gobierna el cosmos entero. Sólo recorriendo este camino es posible vencer la inseguridad que está en el origen de tanta violencia entre los hombres. Sólo así toda investigación acerca del hombre puede afrontar sin preocupación los aspectos misteriosos los acontecimientos y abrir al estupor consciente y agradecido, sin generar angustia. La experiencia enseña cuán insustituible es para la humanidad Aquel que «desvela el hombre al hombre» (Gaudium et spes, 22,a).
Su Santidad desea de corazón que los participantes en el Meeting para la Amistad entre los Pueblos, profundizando juntos en el conocimiento de las grandes posibilidades que se derivan del acogimiento del misterio de Cristo, testimonien ante el mundo cómo, liberados del temor de la caducidad y de la muerte, se puede constituir una nueva unidad más allá de las fronteras y las divisiones sociales, sin nada que temer, porque Jesús ha sobrepasado victoriosamente la barrera contra la cual se estrella todo esfuerzo humano: la barrera de la muerte.
Confiando a Dios, por intercesión de la Virgen Santísima, los trabajos del Meeting, el Santo Padre imparte de corazón a Vuestra Excelencia y a todos los participantes la propiciadora Bendición Apostólica.
También yo formulo el deseo de que el encuentro pueda alcanzar todos los frutos espirituales deseados y aprovecho la ocasión para renovar mi más sincera estima para vuestro trabajo.
23 de julio de 1999
Suyo devmo. En el Señor
Card. Sodano
Secretario de Estado