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Huellas N.8, Septiembre 1999

MEETING

La fascinación del Misterio

Javier Prades

Publicamos la primera parte de la conferencia con la que el teólogo de Madrid profundizó en el lema del Meeting


«Tu voz pudo enternecerme,/ tu presencia suspenderme,/ y tu respeto turbarme./ ¿Quién eres? [...] Tú sólo, tú, has suspendido/ la pasión a mis enojos,/ la suspensión a mis ojos,/ la admiración al oído./ Con cada vez que te veo,/ nueva admiración me das,/ y cuando te miro más/ aún más mirarte deseo». Las palabras de Calderón de la Barca evocan al protagonista del Meeting del año pasado, el hombre que mira la realidad según lo que es. A partir de estos versos empieza nuestra reflexión sobre el tema de este año.
El gran dramaturgo barroco rinde un homenaje admirable al estupor, cargado de preguntas y afecto, que nace frente a un Tú e, implícitamente, a ese estupor único que se experimenta frente al Tú del hombre que es Cristo. Un estupor que es un apego casi imperceptible. «Tu presencia me suspende», dice el poeta, «tu voz me enternece», es decir, vence mis resistencias más oscuras; Tú devuelves a mis ojos la admiración, la maravilla, el deseo. «Y cuando te miro más, aún más mirarte deseo».
El tipo de hombre que aquí se refleja se define por la relación con Alguien: de hecho, sería absurdo hablar en estos términos ante la nada. Pero hay algo más, se trata de la relación con Alguien al que se percibe inmediatamente como atractivo, como un bien, como bueno. Y por eso es un hombre cuya razón y libertad están en movimiento, tendiendo a ensimismarse, a hacerse uno con el otro que le despierta el estupor. ¿Quién eres?
A través de esta pregunta profundamente personal, resuena la compañía de una presencia, se entrevé un hombre que tiende a su cumplimiento, a la satisfacción.
La cultura en que vivimos no parece dispuesta a asociar la palabra ‘religión’ con esta experiencia humana. A menudo ni siquiera nosotros pensamos que esta posición, en su profundidad última, pueda considerarse legítimamente como religiosa. De hecho, para muchos, la palabra ‘religiosidad’ no define el posible cumplimiento de lo humano en cuanto ejercicio de razón y libertad. Más bien indica un comportamiento de adecuación a una ley - Dios que premia o castiga -, como podía ser para la generación que nos ha precedido, o bien una opinión puramente subjetiva o sentimental, casi una impresión. Ambas reducciones están hoy muy extendidas. No faltan tampoco los que mantienen que la religión es tout court una invención al servicio de intereses espurios.

El clima del final del milenio
Si queremos precisar más cómo se manifiesta la percepción del Misterio en el fin del milenio, debemos decir que se está difundiendo la idea de que el hombre puede dotar a su vida de un cierto horizonte de significado, pero que éste es desconocido, y que así debe permanecer, ya que ese “algo más” es lo que vuelve aceptable la existencia humana, lo que la hace distinta de la de los animales. El hombre hoy puede aceptar un cierto sentido de aventura o de dinamismo provocado por lo desconocido, como un sucedáneo de la dimensión misteriosa de la vida. No es, pues, extraño encontrar gente que identifica lo religioso con el esoterismo o la magia, ya se hable de las profecías sobre el fin del milenio o del horóscopo semanal. Publishers Weekly– el prestigioso catálogo de venta de libros en los Estados Unidos, notifica: «Desde el Dalai Lama al profeta Nostradamus, pasando por el escritor de trhiller cristiano, todos tienen algo que decir sobre el significado espiritual del próximo cambio de calendario», con la consecuencia - siempre según Publishers Weekly - de que «los editores han puesto a la venta un sinfín de títulos religiosos o pseudo-religiosos relativos al milenio». Incluso la peregrinación cristiana se ha reinterpretado muy frecuentemente en clave mágica. El suplemento dominical de un periódico español introducía un reportaje sobre Galicia con estas palabras: «El lugar mágico fundamental del camino de Santiago y de toda la geografía española es la catedral de Santiago, donde confluyen fuerzas y energías telúricas...» y, durante dos páginas, continúa describiendo los ritos paganos mágicos que hay que realizar en la catedral.
Lo que, en cambio, se rechaza a priori es que eso desconocido pueda coincidir, de algún modo, con una realidad visible, histórica, que incide en la vida cotidiana. Lo que no se acepta, ni siquiera como simple hipótesis, es que el Misterio pueda haberse hecho uno de nosotros, que sea el «Emmanuel» (cfr. Mt 1,23) capaz de dotar a la vida del hombre de una relación cotidiana con su significado (Dios “todo en todos”: cfr. 1Cor 15,28; Col 3,11). Si queda un espacio para la religión en estos tiempos, el precio que hay que pagar por ello es que el Misterio permanezca confinado en el más allá, que no sea cognoscible, y por lo tanto, no pueda actuar de forma determinante sobre cómo el hombre concibe las cosas. Es decir, que no tenga nada que ver con la razón y la libertad, como factores que definen lo humano. En semejante contexto, la fe es aceptable sólo si previamente se reduce a una ilusión. «Nietzsche, y antes Leopardi - sostiene Scalfari -, fundaron en la ilusión el sentido de la vida y, por tanto, la vida misma. ¿No es también la fe una ilusión? ¡Sin embargo ayuda a vivir, vaya si ayuda! Tanto creyentes como no creyentes hemos sobrevivido gracias a la ilusión, aferrándonos a nuestras verosimilitudes». El Misterio sólo es algo real en cuanto complemento del horizonte que el hombre mismo se crea para sobrevivir, ya que el sentido de la vida, en el fondo, no es más que una ilusión que el hombre necesita para que el «más acá» no se vuelva insoportable. La existencia, más o menos virtual, del Misterio se reduce, pues, a un mero factor desconocido, en función de esa extraña necesidad de sentido que el hombre acusa y que debe satisfacer por sí mismo.
Ahora bien, si la palabra ‘Misterio’ se usa como equivalente de algo desconocido que no es más que una ilusión, efímera apariencia, y por tanto mentira, podemos deducir que en el mundo actual domina la ausencia religiosa en cuanto ausencia del Padre. Es decir, domina la exclusión a priori del hecho de que el Misterio como origen de todo, como realidad en la que consisten las cosas y a la que todo tiende, puede tener un designio bueno con respecto a nosotros.

¡Todo es grande!
A nuestros contemporáneos les resulta más fácil aceptar la existencia de un ser lejano, y en cualquier caso incognoscible racionalmente, que admitir la hipótesis de un Misterio bueno que se nos manifiesta como Padre, fundamento, origen y sentido de todo. Freud lo ha intuido mejor que nadie al afirmar que la cuestión decisiva para la vida del hombre es ser hijo. Se trata de la cuestión del Padre.
Ahora bien, si Dios fuese un tirano celeste que decide despóticamente sobre el destino de los hombres, no seríamos más que esclavos, sin otra alternativa que la rebeldía o la desesperación. Nadie amaría, acompañaría o acogería la vida del hombre; sin una presencia buena a la que confiarse, la soledad no podría sino degenerar en miedo y violencia. Pensemos en la soledad del niño perdido en el bosque de Tradate al anochecer, tenía miedo y gritaba llamando a alguien. Aunque todas las cosas estaban ahí desde el principio y eran para él, en la oscuridad se habían vuelto extrañas y, por lo tanto, hostiles. Lo único que le habría permitido gozar de lo que allí había era una presencia humana. Muchos años después ese mismo niño podía recordar a su madre con admiración, viendo a una niña que le decía a la suya: «¡Mamá, para ti todo es grande!». No fue distinta la experiencia de relación con el Misterio del pueblo de Israel, que canta por boca del salmista: «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo porque tú vas conmigo, Señor» (Sal 22). Si no se puede conocer a Dios, si no estamos en su compañía, tampoco se puede conocer lo real.
Todo se vuelve cada vez más incomprensible: el cosmos, la naturaleza, la vida interior del hombre y sus relaciones. Parecía que el hombre independiente, puesto por fin en el centro del mundo, se convertiría en el señor; y sin embargo, el significado de la realidad le resulta cada vez más extraño, ya se trate del marido o de la mujer, de la historia vivida juntos o de la historia personal. Es como si toda certeza pudiese desvanecerse de un día para otro hasta desaparecer en la nada. No sólo el Misterio se vuelve totalmente desconocido, sino que el mismo hombre se vuelve, a sus propios ojos, un extraño.
Según lo que prevalece en torno a nosotros, y también en nosotros, estamos ante una alternativa verdaderamente radical sobre qué es la religiosidad al final del milenio. La alternativa está entre aceptar una religiosidad entendida como ilusoria relación con un misterio lejano o desconocido, o bien entender la religiosidad como apertura al Misterio, hasta reconocer nuestra dependencia original de Él; hasta reconocer su presencia, tal y como se ha hecho históricamente visible en el acontecimiento de Cristo.