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Huellas N.7, Julio/Agosto 1999

VATICANO

Por la gloria humana de Cristo en la Historia

Juan Pablo II

El mensaje autógrafo de Juan Pablo II dirigido al Seminario del Consejo para los laicos. Recordando el pasado 30 de mayo, se renueva la conciencia de Su paternidad y del reto ante el que nos encontramos. "Nuestro tiempo dramático urge a los creyentes a vivir una experiencia esencial y a proponerla en los encuentros y amistades de cada día"

Señores Cardenales,
venerados Hermanos
en el Episcopado:
Os habéis reunido en Roma procedentes de países de todos los continentes para reflexionar juntos sobre vuestra tarea de Pastores en relación con los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades. Es la primera vez que el Consejo Pontificio para los laicos, en colaboración con las Congregaciones para la Doctrina de la Fe y para los Obispos, reúne a un grupo tan considerable y cualificado de obispos para examinar juntos realidades eclesiales que no he dudado en definir como "providenciales" (cfr. Discorso all'Incontro con i movimenti ecclesiali e le nuove comunità, n. 7, en L'Osservatore Romano, 1-2 de junio de 1998) con motivo de las estimulantes aportaciones que han hecho a la vida del Pueblo de Dios.
Os doy las gracias por vuestra presencia y por vuestro compromiso en este importante sector pastoral. Manifiesto de igual modo a los promotores, es decir, al Consejo Pontificio para los laicos, a las Congregaciones para la Doctrina de la Fe y para los Obispos mi satisfacción por esta alternativa de indudable utilidad para la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo.
El seminario que os ha ocupado en estos días se inscribe felizmente en un proyecto apostólico, muy querido para mí, que ha surgido del encuentro que tuve con los miembros de más de cincuenta de estos movimientos y comunidades el 30 de mayo del año pasado en la Plaza de San Pedro. Los efectos de vuestras reflexiones - estoy seguro de ello - no dejarán de hacerse sentir, contribuyendo a hacer que aquel proyecto y aquel encuentro den frutos todavía más abundantes para el bien de toda la Iglesia.

El Decreto conciliar sobre el servicio pastoral de los obispos indica de esta forma el núcleo mismo del ministerio episcopal: "En el ejercicio de su ministerio de enseñar, que anuncien a los hombres el Evangelio de Cristo, que es uno de los principales deberes de los obispos; y hagan esto invitando a los hombres a la fe en la fortaleza del Espíritu o confirmándolos en la vivacidad de la fe. Que les propongan el misterio completo de Cristo, es decir, las verdades que no se pueden ignorar sin ignorar a Cristo mismo" (Christus Dominus, 12). El ansia de todo pastor de llegar a los hombres y de hablarles al corazón, a su inteligencia, a su libertad, a su sed de felicidad nace del ansia misma de Cristo por el hombre, de su compasión por aquellos a los que comparaba con un rebaño sin pastor (cfr. Mc 6,34 y Mt 9,36)y se hace eco del celo apostólico de Pablo: "¡Ay de mí si no predicara el evangelio!" (1 Cor 9,16). En nuestro tiempo los desafíos de la nueva evangelización se presentan a menudo en términos dramáticos y empujan a la Iglesia, y en particular a sus pastores, a buscar nuevas formas de anuncio y de acción misionera, más consonantes con las necesidades de nuestra época.
Entre las tareas pastorales más urgentes hoy quisiera señalar, en primer lugar, la atención hacia las comunidades en las que es más profunda la conciencia de la gracia conectada con los sacramentos de la iniciación cristiana, de la que surge la vocación a ser testigos del evangelio en todos los ámbitos de la vida. Nuestro tiempo dramático urge a los creyentes a vivir una experiencia esencial y a proponerla en los encuentros y amistades de cada día, en un camino de fe iluminado por la alegría del anuncio. Una ulterior urgencia pastoral no menos importante está constituida por la formación de comunidades cristianas que sean auténticos lugares de acogida para todos, en la constante atención a las necesidades específicas de cada persona. Sin estas comunidades resulta cada vez más difícil crecer en la fe y se cae en la tentación de reducir a experiencia fragmentaria y ocasional precisamente esa fe que, por el contrario, debería vivificar toda la experiencia humana.

En este contexto se sitúa el tema de vuestro seminario sobre movimientos eclesiales. Si el 30 de mayo de 1998, aludiendo en la Plaza de San Pedro al florecimiento de carismas y movimientos verificado en la Iglesia después del Concilio Vaticano II, hablé de un "nuevo Pentecostés", he querido con esta expresión reconocer en el desarrollo de los movimientos y de las nuevas comunidades un motivo de esperanza para la acción misionera de la Iglesia. Ésta, en efecto, a causa de la secularización que en muchos ánimos ha debilitado o incluso consumido la fe y abierto el camino a creencias irracionales, se encuentra en muchas regiones del mundo teniendo que afrontar un ambiente parecido al de sus orígenes.
Soy consciente de que los movimientos y las nuevas comunidades, como toda obra que, aunque bajo el impulso divino, se desarrolla dentro de la historia humana, no han suscitado en estos años solamente consideraciones positivas. Como decía el 30 de mayo de 1998, "su novedad inesperada, a veces un tanto desgarradora..., no ha dejado de suscitar interrogantes, sinsabores y tensiones; algunas veces ha comportado presunciones e intemperancias, de un lado, y no pocos prejuicios y reservas, del otro" (ibid., 6). Pero, en el testimonio común ofrecido por ellos en torno al Sucesor de Pedro y a numerosos obispos, veía y veo la llegada imprevista de una "etapa nueva: la de la madurez eclesial", si bien en la plena conciencia de que "esto no significa que todos los problemas hayan sido resueltos", ya que esta madurez "es, más que nada, un desafío, un camino por recorrer" (ibid.).
Este itinerario exige por parte de los movimientos una comunión cada vez más sólida con los pastores que Dios ha elegido y consagrado para reunir y santificar a su pueblo en el fulgor de la fe, de la esperanza y de la caridad, para que "ningún carisma se exima de la referencia y de la sumisión a los pastores de la Iglesia" (Christifideles laici, 24). Compromiso de los movimientos es, por tanto, compartir, en el ámbito de la comunión y misión de las Iglesias locales, sus riquezas carismáticas de forma humilde y generosa.
¡Queridísimos Hermanos en el Episcopado! A vosotros, a quienes incumbe la tarea de discernir la autenticidad de los carismas para disponer su justo ejercicio en el ámbito de la Iglesia, os pido magnanimidad en la paternidad y caridad clarividente (cfr. 1 Cor 13,4) hacia estas realidades, porque toda obra humana necesita de tiempo y de paciencia para su debida e indispensable purificación. Con palabras claras, el Concilio Vaticano II escribe: "El juicio sobre su originalidad (la de los carismas) y sobre su ejercicio ordenado pertenece a aquellos que presiden la Iglesia, a los cuales corresponde especialmente no extinguir el Espíritu, sino examinar todo y quedarse con lo bueno" (cfr. 1 Ts 5, 12 y 19-21; Lumen gentium, 12), con el fin de que todos los carismas cooperen, en su diversidad y complementariedad, al bien común (cfr. ibid., 30).
Estoy convencido, venerados Hermanos, de que vuestra disponibilidad atenta y cordial, gracias también a oportunos encuentros de oración, de reflexión y de amistad, hará no sólo más amable sino más exigente vuestra autoridad, más eficaces e incisivas vuestras indicaciones, más fecundo el ministerio que os ha sido confiado para la valoración de los carismas en orden a la "utilidad común". Es, en efecto, vuestra primera tarea abrir los ojos del corazón y de la mente para reconocer las múltiples formas de la presencia del Espíritu en la Iglesia, cribarlas y conducirlas todas a una unidad en la verdad y en la caridad.

En el curso de los encuentros que he tenido con los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades, he subrayado en múltiples ocasiones la íntima conexión entre su experiencia y la realidad de las Iglesias locales y de la Iglesia universal de la que son fruto y, al mismo tiempo, expresión misionera. El año pasado, ante los participantes en el Congreso mundial de los movimientos eclesiales, organizado por el Consejo Pontificio para los laicos, constaté públicamente "su disponibilidad a poner sus propias energías al servicio de la Sede de Pedro y de las Iglesias locales" (Messaggio al Congresso mondiale dei movimenti ecclesiali, n. 2, en L'Osservatore Romano, 28 de mayo de 1998). En efecto, uno de los frutos más importantes generados por los movimientos es precisamente el de saber liberar en muchos fieles laicos, hombres y mujeres, adultos y jóvenes, un vivaz impulso misionero, indispensable para la Iglesia que se dispone a atravesar el umbral del tercer milenio. Este objetivo, sin embargo, se alcanza sólo allí donde ellos "se insertan con humildad en la vida de las Iglesias locales y son acogidos cordialmente por obispos y sacerdotes en las estructuras diocesanas y parroquiales" (Redemptoris missio, 72).
¿Qué significa esto en términos concretos de apostolado y de acción pastoral? Ésta ha sido precisamente una de las cuestiones claves de vuestro seminario. ¿Cómo acoger este don particular que el Espíritu ofrece a la Iglesia en nuestro momento histórico? ¿Cómo acogerlo en toda su dimensión, en toda su plenitud, en todo el dinamismo que le caracteriza? Responder de forma adecuada a estos interrogantes vuelve a entrar en vuestra tarea de pastores. Es una gran responsabilidad vuestra no hacer vano el don del Espíritu sino, poe el contrario, hacerlo fructificar cada vez más para el servicio de todo el pueblo cristiano.
Deseo de corazón que vuestro seminario sea fuente de estímulo y de inspiración para muchos obispos en su ministerio pastoral. Que María, Esposa del Espíritu Santo, os ayude a escuchar lo que el Espíritu dice hoy a la Iglesia (cfr. Ap 2,7). Yo estoy junto a vosotros con mi solidaridad fraterna y os acompaño con la oración, al tiempo que gustosamente os bendigo a vosotros y a cuantos la Providencia divina ha confiado a vuestros cuidados pastorales.
Vaticano, 18 de junio de 1999
Ioannes Paulus PP. II