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Huellas N.7, Julio/Agosto 1999

SANTIAGO

La espiritualidad del peregrino

Eugenio Romero Pose*

Según las denominaciones de Dante, romero es el que camina a Roma, palmero el que camina a Jerusalén y peregrino el que camina a Compostela, los tres grandes centros de peregrinación de la cristiandad. Como Abraham, como el pueblo de Israel caminando durante cuarenta años por el desierto, el creyente es el que abandona su casa para alcanzar lo que se le ha prometido


El Nuevo Testamento nos presenta al Verbo como peregrino que viene para asumir nuestra carne. El mismo evangelista san Lucas presenta la vida de Jesús como una peregrinación hacia Jerusalén. San Ignacio de Antioquía, padre apostólico del siglo I, en las cartas que escribe a las distintas comunidades cristianas por las que va pasando camino de Roma donde recibiría el martirio, insiste en que el creyente está en un lugar siempre de paso, y se dirige a las comunidades cristianas como a "la Iglesia de Dios que peregrina" en la ciudad donde viven, dando así pleno sentido de peregrinaje a la comunidad entera.

Al encuentro con Cristo
En muchos monasterios existía una sala de cartografía con las rutas del camino de Santiago, para que el monje pudiera hacer una peregrinación de la mente y del corazón.
Ciertamente toda la existencia cristiana es una peregrinación que no se iniciaría si no hubiera habido un encuentro previo. El hombre religioso que emprende una peregrinación ha encontrado a Alguien y se pone en camino para acercarse a Él.
Lo único en lo que el hombre se puede apoyar siempre es Dios. Todas las demás cosas pueden ser superfluas. Lo importante del propio hogar es uno mismo. Por eso el peregrino, cuando comienza su camino abandonando su casa, lleva, sin embargo, lo más importante de la casa encima, su propio yo, en la experiencia gozosa de la libertad cristiana, acompañado por la Palabra que alimenta el camino, gustando la oración y la adoración.
La peregrinación necesita de silencio, se trata de una experiencia personal que rehúye a las grandes masas. Sólo en silencio uno puede escuchar, percibir la meta y la Presencia buena del Misterio.

El ideal y el tiempo
El peregrino tiene la auténtica experiencia del tiempo: se levanta antes de que haya salido el sol; ve amanecer; hace silencio por la mañana para levantar la mirada a la Presencia mientras empieza de nuevo su vida; va viendo cómo cambia el color de las cosas a medida que avanza el día; vive intensamente cada momento; reposa en una iglesia, en una sombra; vive sin reloj, sin calcular el tiempo. Lo importante no es lo pasajero sino lo eterno; cada día pasa; el tiempo recibe la huella de lo eterno. Permanece viva en él la esperanza de alcanzar la meta movido por el deseo del Destino. Comprueba que lo importante es descubrir el sentido de la existencia, frente al cual se renueva a cada instante la necesidad de conversión. Santiago de Compostela es signo de la meta definitiva de la vida que se alcanza por el deseo y la espera, con la certeza de que quien sostiene la propia historia es el Dios creador y redentor.

La prenda del gozo
Por eso, cuando llega a la meta tiene la experiencia de encontrarse con algo sagrado. Antiguamente, al llegar al Monte del Gozo y vislumbrar las torres de la catedral, quemaba todas sus ropas viejas, simbolizando que dejaba atrás su vida pasada y entraba en una vida nueva. Al pasar a la catedral, cuya puerta estaba siempre abierta a cualquier hora del día, se encontraba con el Pórtico de la Gloria. En él, al contemplar la historia de la salvación, podía ver todo lo que había sido su peregrinación y su propia vida. Nada de la relación entre Dios y el hombre le podía resultar ya ajeno, porque él mismo lo había comprobado en su camino: desde la creación, pasando por el pueblo de Israel, hasta el hombre nuevo en Cristo que entona el Cántico Nuevo para siempre en la Jerusalén celestial.

El pórtico final
Al ponerse ante el Pórtico, el peregrino no se detiene en el arte o la historia; simplemente lo contempla, como hace con su propia vida, con el agradecimiento verdadero a la redención.
Tras llegar a Santiago, muchos continuaban su camino hasta Finisterre (Finis Terrae, el confín de la tierra) para contemplar el mar, signo de lo Infinito. Del mismo modo que, tras recorrer el camino de la vida, llega la muerte, el paso a la vida verdadera. Caminar a Santiago es afianzar nuestra esperanza en la vida eterna.

* Mons. Eugenio Romero Pose es Obispo Auxiliar de Madrid.