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Huellas N.5, Mayo 1999

GUERRA

Carta desde Belgrado

Renato Farina

¿Cómo no notar el evidente contraste entre la invitación a la misericordia y al perdón, que resuena en la liturgia de hoy, y la violencia de los trágicos conflictos que ensangrientan la región de los Balcanes? ¡Ojalá que finalmente prevalezca la paz!

Renuevo aquí el llamamiento, dictado no sólo por la fe, sino ante todo por la razón:

que las poblaciones convivan en armonía en sus tierras, que callen las armas y se reanude el diálogo. Mi pensamiento se dirige constantemente a quienes sufren las duras consecuencias de la guerra, y ruego al Señor resucitado, Príncipe de la paz, que les regale el don de su paz. Quisiera invitar a todos los creyentes a intensificar su oración por la paz, porque lo que a veces parece humanamente imposible, Dios lo da a quienes lo piden intensamente como don de su misericordia.
(Juan Pablo II, Regina Coeli, 11 de abril de 1999)

La pax americana puesta a prueba en la guerra de los Balcanes. Las razones de una tarea histórica y los límites que impone el respeto de la tradición cristiana que ha construido esta civilización. Ante el posible peligro de una destrucción total. En estas páginas testimonios y contribuciones para una conciencia más sagaz de la situación



Queridos amigos:
Acabo de escuchar por teléfono - los teléfonos siguen funcionando por ahora, incluso los malditos móviles que aquí dicen palabras bellísimas - la lectura del panfleto que lleva nuestro nombre: Comunión y Liberación. Y aquí, en plena guerra, nuestro nombre coincide con un juicio y con la esperanza.
Comunión: es justamente lo que se considera imposible. Esta guerra ha nacido y continúa radicada en la convicción de que no es posible ninguna forma de convivencia entre personas que pertenecen a pueblos distintos. A la práctica de la limpieza étnica se ha contrapuesto, desde el otro bando, un mismo criterio igual y contrario.
La bandera de la pertenencia a la propia nación se ha convertido en el criterio supremo que distingue el bien del mal, el ser un hombre del no serlo. No aludo sólo a los serbios, los albaneses o los americanos. Pienso también en nosotros, los italianos. Vemos en la televisión a los refugiados de Kosovo y todavía, afortunadamente, nos conmovemos; sin embargo, es como si necesitáramos encontrar un culpable, un pueblo que por su naturaleza o historia sea a la fuerza el malvado. En este caso concreto, los serbios. Nosotros nunca haríamos ese mal que se les atribuye a ellos, ¿no es verdad? Y, por tanto, confinamos el mal a este rincón de la humanidad. Casi con el deseo de encerrar a ese pueblo como a un gato en un saco y deshacernos de él. Después viviremos en paz, reinará el orden. La pax americana, que en el fondo no es tan desagradable, nos deja cierta libertad, no degüella a los niños. Quien degüella a los niños son siempre los otros, los serbios. O como mucho, los albaneses guerrilleros.
La guerra se convierte en una maniobra para restaurar el bien y el orden, para remediar a las maldades ajenas, volviendo así a equilibrar el balance del universo. Entonces los muertos en el tren de Grdelica o los niños quemados en Aleksinac se toman por simples “errores”. Los de los serbios son delitos, los de la OTAN son banales detalles de estadísticas. En el fondo todos lo pensamos: incluso los que están en contra, como yo, de los bombardeos. Nosotros nos sentimos buenos. Como si la comunión y la liberación pudieran ser el resultado de una bondad originariamente pura. No, no es así: sólo pueden ser un milagro, algo que ha sucedido.
Lo entiendo viendo a la gente en Belgrado. En las calles de Belgrado, en los puentes, hay personas exactamente como nosotros. Su cultura es eslavo-euro-americana, con las hamburguesas, el sueño de los viajes y de los rascacielos metropolitanos, igual que en todo Occidente. No son “los malos”. Nosotros, a los que nos ha tocado un encuentro que cambia el curso de la vida, sí podemos serlo. Incluso hablando con los jefes de este régimen no he podido dejar de conmoverme por una humanidad tan desgraciada e ilusa. Los jefes de Belgrado son idealistas que en nombre de su idea del mundo están dispuestos a sacrificar al pueblo. Después, por la noche, de repente, la sirena. Una mano invisible apuñala con sus bombas las fábricas y las centrales de calefacción. Y así estos chicos y chicas se vuelven dispuestos a todo con tal de defenderse - ellos también - del mal, de la OTAN, de nosotros.
La guerra - esta guerra - obliga a todos a considerar al otro como un concentrado del mal, algo que no es un hombre.
Vista desde Belgrado, la situación es totalmente desesperada. Tengo la intuición de que nadie va a ceder.
Que existe y deba existir un liderazgo americano sobre el mundo es un dato hoy inevitable. Toda edad tiene un imperio dominador. Y en la idea misma de imperio y de su periferia busca un espacio para respirar. Del emperador nos escapamos; del reyezuelo no, salvo con el exilio. El emperador hoy se está negando a sí mismo, negando la idea cristiana que movió a los padres peregrinos al comienzo de su aventura en una tierra extranjera. Si los americanos renuncian como están haciendo ahora, en este preciso instante, a esta carga de valores que casi a pesar suyo se llevan dentro, podrían acabar destruyéndose y destruyendo al mundo. No porque sean más malos que los serbios o los italianos, sino porque - no sé si con algún mérito - detentan todo el poder, la fuerza, la tecnología, las armas y los medios de comunicación: todo. Sin embargo, toda la fuerza del universo no puede producir el amor, el sentido, la belleza, la humanidad. Sólo podemos reconocerlas. El más poderoso tiene que tener el coraje de honrar lo que no es suyo y que le viene de una tradición, le viene de otro. Por el contrario, si este dueño americano del mundo pretende delimitar los confines de los estados y de las culturas, de las etnias y de las religiones, basándose en una idea de dominio impuesto por las armas, entonces puede producirse el desastre. Estas armas tienen una lógica propia que arrasa la razón de los hombres que las utilizan. Puede arrasar a los americanos y al mundo con ellos.
Es preciso encontrar la manera de que todas las partes reconozcan que ninguna por sí sola tiene en su mano la justicia: ni serbios, ni albaneses de Kosovo, ni OTAN ni Rusia. Razonar sobre la posible convivencia entre etnias distintas sólo será viable si los americanos aceptan la invitación del Papa: «Renuevo aquí el llamamiento, dictado no sólo por la fe, sino ante todo por la razón: que las poblaciones convivan en armonía en sus tierras, que callen las armas y se reanude el diálogo».
Resuena en mi mente lo que don Giussani pide: que la Virgen realice un milagro en Yugoslavia. Es posible, es lo más razonable.
Renato Farina