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Huellas N.2, Febrero 1999

JUBILEO

¿Qué es el hombre? Enigma y drama

Lucia Bacci

Gregorio Nacianceno vivió en el siglo IV, en la época de la herejía arriana que negaba la divinidad de Cristo. En busca del yo humano, fragilísimo y sin embargo hecho para algo grande. «No dejaré nunca de aferrarme a Cristo». Primero de dos artículos sobre el poeta de Nacianzo


Cuando el joven Gregorio llegó a Atenas y conoció a Basilio en las aulas de la más famosa escuela de oratoria de su tiempo, jamás habría pensado en la amistad que allí nacería, y sobre todo en el servicio que tal amistad prestaría a toda la Iglesia. Eran tiempos muy duros para la fe. La herejía arriana, que negaba la plena divinidad de Cristo (y por tanto su capacidad real de redención del hombre), arreciaba en todo el Imperio romano. Todos los obispos de Oriente y de Occidente habían firmado oficialmente una profesión de fe arriana (355) y la fidelidad a la Tradición permanecía en manos de unos pocos sucesores de los Apóstoles, fieles a la doctrina ortodoxa, que por este motivo eran perseguidos y exiliados lejos de sus comunidades: la “compañía de los santos”, en torno a Atanasio, obispo de Alejandría de Egipto, “el padre de la Ortodoxia”.
La raíz del planteamiento erróneo de Arrio y de sus adeptos residía en el hecho de que, aun queriendo salvar justamente la unidad de la Divinidad (en contra de las concepciones politeístas paganas), de hecho llegaban a afirmar que el Hijo de Dios no pertenecía plenamente a la naturaleza divina, y de este modo negaban su capacidad de salvación del hombre. Pero esto sucedía porque el método de acercamiento al Misterio partía de la Divinidad y no de la humanidad de Jesús, Dios hecho carne para la salvación del hombre. De este modo se eludía a priori toda la dramaticidad inherente a la naturaleza del hombre que, frente a su miseria intrínseca, anhela una salvación y una liberación.
Sería necesario esperar a la segunda mitad del siglo para ver aparecer en Capadocia, “tierra de santos”, a tres grandes teólogos – Basilio de Cesarea, su amigo Gregorio de Nacianzo y su hermano pequeño Gregorio de Nisa – conocidos bajo el nombre de los “tres grandes capadocios”. Ellos continuaron la obra comenzada por Atanasio, llevándola a perfección, invirtiendo el método de aproximación al problema. Partieron de hecho de un análisis preciso de su propia humanidad para llegar al descubrimiento de Jesucristo, hombre-Dios, como cumplimiento del propio destino constitutivo.

La realidad de la vida
Aunque estaban unidos por intereses comunes y por una larga y estrecha amistad, mostraron sin embargo tener personalidades muy distintas. De los tres, el que profundiza mejor en la condición de la naturaleza humana es el Nacianceno.
Éste toma en serio su existencia, no vive de modo pietista o sentimental la fe en Cristo y, renovando siempre las preguntas sobre el significado último de la existencia, no da nunca por descontada la solución al enigma de su ser, ni considera a Cristo como un cómodo medio para esconder la dramaticidad de la vida.
Gregorio, partiendo de su experiencia, lleva a cabo una seria indagación existencial y reconoce que no tiene dentro de sí su propio fundamento. En una poesía titulada Sobre la naturaleza humana recoge sus reflexiones: «Ayer, consumido por mis afanes, lejos de la gente me sentaba en un bosque sombrío, consumiéndome el corazón. Y éste es el fármaco que, en medio de los tormentos, yo prefiero: hablar en silencio, de tú a tú, con mi corazón. Las brisas susurraban junto con las aves canoras, enviando, desde lo alto de las ramas, un dulce sopor a mi corazón todavía afanado... Aguas frías me bañaban los pies... pero no me preocupaba de esto, porque mi mente, cuando el dolor extiende su velo tupido, no quiere saber nada de placeres. Además, en la mente que se torcía en razonamientos vertiginosos, me repetía “¿Quién fui, quién soy, qué seré?”. No lo sé con claridad, ni lo sabe siquiera quien tiene sabiduría mayor que la mía. Cubierto por una nube, voy errando de aquí para allá, sin obtener, ni siquiera en sueños, aquello que ansío.. “Yo soy”. Dime, ¿qué significa? Una parte de mí se ha ido. Ahora soy distinto y distinto seré (¡si es que existo!). La vida que recorro la veo como el consumirse de años que dejan caer sobre mí la triste vejez... Yo soy nada».
Dice en otra poesía con el título significativo de Sobre la insignificancia del hombre exterior: «¿Quién fui? ¿Quién soy? ¿Qué seré dentro de poco? ¿Dónde conducirás para reposar, oh Eterno, lo que de grande has plasmado?... No somos nada y en vano arqueamos las cejas durante un solo día. Si fuésemos sólo esto, lo que aparece ante la mayoría, al cesar la existencia no tendría ya nada... Observa también la vil estirpe de los mortales, para que puedas afirmar que no hay verdaderamente nada más mezquino que los hombres... Con trabajo me engendró mi madre... Con veinte años recogí mis fuerzas y comencé a afrontar, como un atleta, muchas aflicciones. Y algunas de éstas están ahora presentes, mientras que otras se han ido, y tendré que sufrir todavía con otras, sé consciente, alma mía, en el transcurrir de esta existencia, rastro todavía cambiante, corriente violenta, golpe de mar, que vientos vehementes, de aquí y de allá, hacen estremecerse... Guerra, mar, tierra, cansancio, ladrones, riquezas, escritorzuelos, recaudadores, vendedores callejeros, pedantes, libros, jueces, un poderoso injusto: son todos entretenimientos de una existencia miserable. Mejor si tú, oh infeliz, no hubieses atravesado las puertas de la existencia, o si, una vez atravesadas, todo te fuese disuelto... Quiero proponer un dicho veraz: el hombre es la marioneta de Dios, una de ésas que se encuentran en las ciudades... »
La vida humana es un enigma, un nudo que debe ser desatado pues está lleno de experiencias misteriosas: «sin embargo, como si tuviese una cierta consistencia, ¿cómo es que me dejo dominar por los males? Éstos son de hecho para los mortales la única realidad inmutable, innata, firme, que no envejece. Desde que, salido del vientre de mi madre, derramé el primer llanto, ¡cuántas y qué desgracias habría tenido que afrontar llorando, antes incluso de tocar la existencia!... Enfermedad, pobreza, nacimientos, muertes, odio, personas malvadas...: todo esto es la vida. Males he conocido muchos, totalmente desagradables, mientras que cosas buenas, ninguna que estuviera totalmente exenta de amargura».

El drama de lo humano
Sin embargo, frente al enigma de la naturaleza humana, Gregorio reconoce que si el hombre fuese sólo materia no permanecería nada de él. No es posible que termine así. En particular él siente dentro de sí como dramática la oposición entre la realidad material y la espiritual, entre la carne y el espíritu, y comprende que no puede ser aplastado por las necesidades del cuerpo porque está hecho para algo grande, es más, es tan grande como un ángel.
Comentando la muerte de su hermano Cesáreo dice: «¡Que pueda yo mortificar los miembros terrenos! Que pueda consumar todo en el espíritu, recorriendo el camino estrecho, que pocos recorren, no el que es largo y fácil, porque lo que viene después es luminoso y grande, más grande que nuestra expectativa. “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?” (Sal 8, 4). ¿Cuál es este nuevo misterio que me concierne? Soy pequeño y grande, humilde y sublime, mortal e inmortal, terreno y celestial, por una parte estoy en lo bajo, en el mundo, por otra estoy con Dios, soy carnal y espiritual... Esto es lo que quiere decirnos este gran misterio, esto es lo que quiere decirnos este Dios que se ha hecho hombre y que se ha hecho pobre por nosotros: su fin es el de resucitar la carne, salvar la imagen, recrear al hombre, para que todos seamos uno solo en Cristo que se ha hecho todo en todos nosotros – precisamente aquello que es -, para que no seamos ya hombre o mujer, bárbaro o escita, esclavo o libre – distinciones de la carne -, pues llevamos en nosotros mismos solamente la impronta divina, de la cual y por la cual hemos nacido, de la cual hemos sido formados y señalados de tal forma que sólo por ésta podemos ser reconocidos».

El cumplimiento
El Nacianceno percibe por tanto la desproporción entre el deseo de totalidad que lo constituye y la incapacidad de realizarlo plenamente, por lo que vive en todas las circunstancias una experiencia dramática (enfermedades, dolores, inconvenientes, disputas), que no es eliminada, sino radicalizada por quien según él ha resuelto el problema, es decir, Cristo. En efecto si Cristo acompaña al hombre hasta el cumplimiento de la felicidad que anhela y revela el sentido de la realidad, que no es negativa, sino positiva, en cuanto signo revelador del Padre, no elimina sin embargo la desproporción en las circunstancias y en las relaciones, más aún, pide todavía más al hombre que se adhiera a él, que le siga incluso donde no quiere ir.
Algunos han acusado a Gregorio de ser pesimista por el hecho de que subraya a menudo y con insistencia su insatisfacción con respecto a la vida, él que, aun admitiendo a Cristo como respuesta total, sigue «consumiéndose de pena en el corazón». El Nacianceno es, en cambio, realista y consciente de que la felicidad completa se encuentra “más allá”, sabe que «el drama no es el enigma, sino el camino agónico de la felicidad». De hecho en otro lugar el padre capadocio observa: «Un deseo insatisfecho es un tormento» y «la recompensa del deseo consiste en alcanzar el cumplimiento del deseo».
Tal cumplimiento es el abrazo de una relación que impulsa continuamente al hombre: «Nunca dejaré de aferrarme a Cristo, en el intento de desatarme de los lazos de esta vida terrena. Hay una dualidad en mí: el cuerpo fue formado de la tierra, pero el alma es soplo de Dios y ansía perennemente y con fuerza la mejor parte de los bienes celestiales. Así corre a propagarse la oleada de una fuente y el fuego ardiente conoce un solo camino sin retorno y se alza hacia lo alto. Así es de grande el hombre (¡como un ángel!), si liberado, como una serpiente, de sus despojos manchados, se alza de la tierra... Y yo, abandonada toda cosa, no poseo más que una, la cruz, columna luminosa de mi vida». l

Su vida
Gregorio Nacianceno nació en torno al año 330 en la propiedad que poseían sus padres en el campo, no lejos de la ciudad de Nacianzo, en Capadocia, región que se encuentra en el centro de la actual Turquía. Educado por sus padres en la fe en Cristo, Gregorio se consagró desde pequeño a la castidad, pero siguió viviendo en el mundo y a medida que avanzaba en sus estudios maduró en él una fuerte pasión por el arte de la oratoria, que estudió en particular en Atenas, llegando a ser conocido por su habilidad para componer discursos. Se apasionó también por el género poético y leyó a los más grandes poetas de la época pagana – sobre todo a Homero y a los trágicos – a los que después imitaría en muchas de sus poesías. No tenía una actitud de censura frente a la cultura pagana, que aceptó, filtrándola a través de su educación cristiana. Junto a su amigo Basilio, vivió entre el monasterio y el compromiso en la guía de la comunidad cristiana como obispo de Constantinopla. La situación era muy grave: los herejes arrianos habían reducido la comunidad católica de la capital del Imperio romano de Oriente a una pequeña grey, privándola de los edificios religiosos. Cuando el nacianceno llegó a la ciudad fue recibido a pedradas y sufrió un atentado, del que se salvó por el imprevisto arrepentimiento del ejecutor. Gregorio afrontó con decisión las circunstancias y habilitó dentro de un edificio privado en una capilla a la que puso el nombre de Anastasia (Resurrección), donde reunió a los pocos católicos que quedaban. En un par de años logró hacer resurgir la fe católica. En el 381 el emperador Teodosio convocó un Concilio Ecuménico para resolver la cuestión arriana a favor de la fe ortodoxa. Gregorio es llamado como presidente de la asamblea, pero algunas disidencias le llevan a dimitir. Dejó Constantinopla antes de que terminara el Concilio, volvió a su patria, donde pudo finalmente retirarse en aquella soledad que siempre había buscado. Se fue a la casa de campo de su familia y allí escribió la mayor parte de sus poesías, en espera de la muerte que le llegaría en el 390. Por la denodada lucha que dirigió contra los herejes en defensa de la verdadera fe y por haber contribuido a definir el dogma trinitario le fue otorgado por la posteridad el sobrenombre de “Teólogo”.