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Huellas N.1, Enero 2006

PÁGINA UNO

Vivir la razón

Apuntes de una conversación de Luigi Giussani con un grupo de universitarios. Milán, 21 de junio de 1996

Intervención. Este año hemos empezado a hacer la Escuela de comunidad en la universidad, en el ambiente donde vivimos diariamente. Este simple hecho ha favorecido una relación directa con nuestros compañeros de universidad. Sin embargo, emerge una dificultad, la de entender el nexo que la Escuela de comunidad tiene con la vida y, en particular, con los contenidos del estudio, porque, cuando tratamos de establecer este nexo, la comparación resulta emotiva o un pretexto. La consecuencia es que cada uno afronta solo los problemas que se le plantean o, como mucho, se hacen juntos las iniciativas. Por otra parte, en una universidad que nos exige cada vez más estudiar, de tal modo que no queda espacio para otra cosa, establecer este nexo es fundamental para no vivir la mayor parte del tiempo de modo acrítico. Hemos organizado varios actos culturales en la universidad que han obtenido una enorme participación, sobre todo juvenil, pero nos cuesta mucho poner en juego esta capacidad crítica en lo cotidiano. Así pues, queríamos preguntarle: ¿a qué se refiere usted cuándo dice que la Escuela de comunidad no se entiende si no se comprende su utilidad para la vida? Y, después, ¿qué significa plantear también una asamblea de este modo?
Plantear una asamblea de este modo –respondo empezando por la última parte de la pregunta– significa reflejar el “esquema” con el que nació nuestra experiencia. La Escuela de comunidad se llamó raggio, es decir, “radio”. Cuando la comunidad se reunía, llamábamos la reunión “radio”. El término “radio” indicaba la puesta en común de la propia experiencia. Cada uno de los que acudían al encuentro debía contar su experiencia. Al final, el más adulto o el que tenía más autoridad trataba de dar una respuesta en la que estuvieran contenidas todas las verdades implícitas en las intervenciones que se habían escuchado. Quiero decir que la respuesta a una pregunta sólo se le puede dar a quien trata realmente de encontrarla y de realizarla, de concretarla. Frente al tema que se aborda en una reunión –una página del Evangelio o una pregunta ejemplar–, si no te esfuerzas en comprender de qué manera el reunirse aclara la respuesta a esta pregunta, si no te esfuerzas, aprenderás tan solo unas fórmulas.
Me quedo un tanto perplejo a la hora de contestar a vuestra pregunta porque –como acababa de comentarle a quien me traía aquí en coche, hace un momento– ello implica contestar antes a otra pregunta: «Filosóficamente, es decir, desde el punto de vista de la razón, ¿cuál es la postura que distingue de todos los demás grupos al movimiento? ¿Qué postura diferente asumimos desde el punto de vista de la mirada, de la observación, de la razón?
Para nosotros, el punto crucial es que la realidad se hace evidente en la experiencia. Escribid esta frase, porque es capital. En la experiencia. Como para Juan y Andrés, cuando vieron a Jesús: después de aquella tarde ninguno de ellos podía quitarse de encima la impresión que aquel hombre les había producido. La definición que acabo de dar es tan importante para mí como lo es el asombro que Juan y Andrés tuvieron ante la realidad de Jesús.
En cualquier caso, lo que quería decir, ante todo, es: «Chicos, lo que nos importa es la realidad». Si algo no es real, ¿qué nos importa?, ¿en qué nos afecta?; no nos puede servir de nada. Todo resulta evanescente, todo es lábil. En cambio, lo que importa es la realidad. ¡La realidad! No se trata de afirmar: «La realidad es la verdad», cosa que carece de sentido; sino «La realidad es el ámbito en el que subsiste la verdad », es la figura con la que coincide la verdad. En resumen: es verdadero lo que es real, es real lo que es verdadero. Se pueden utilizar, sin hacer mucha filosofía, las palabras realidad y verdad. ¿Qué os parece? Esto es lo primero que subrayo. Por tanto, «verdad» para nosotros coincide con una «realidad». Para quien no coincidiera, ¿qué le supondría? Que puede existir una verdad que no sea real. Pero, ¿qué quiere decir? ¿Dónde está? ¿Dónde se encuentra? ¡¿En los humos del subsuelo o en el espacio vacío?! La verdad es real. La palabra “real” indica algo que es “verdadero”. Tanto es así que las palabras “real” y “verdadero” pueden intercambiarse. Si es verdadero, existe; si no es verdadero, no existe. Si existe, es algo verdadero. Si existe, es verdadero sólo si se percibe en tanto en cuanto es; no porque yo lo piense y así haga intervenir otro factor para añadir algo o para desplegar una fuerza que de otro modo la palabra no tendría. Verdadero y real tienen un enganche porque el uno conlleva el otro, implica el otro –o, dicho de un modo más simple, es el otro–. Cuando los niños preguntan: «¿Pero, es verdad?» –tú estás contándoles una historia, un cuento, una fábula, y ellos te preguntan: ¿Pero es verdad? ¿Pero es verdad, verdad, verdad?» (que es la fórmula del escepticismo entre los niños)–, de alguna manera “critican” y justifican lo que he indicado ahora: es la realidad lo que interesa, porque la verdad está en la realidad.
¿Queréis un ejemplo reciente? Hace tan sólo dos o tres meses, en los periódicos apareció una discusión entre científicos sobre la verdad y el infinito. Los científicos pueden usar la palabra “infinito” como ha hecho un conocido físico: «¿Infinito? Infinito quiere decir algo finito que se extiende indefinidamente. Se puede concebir la realidad como infinita en el sentido de que el infinito es algo que se extiende, que se dilata sin término». Y yo decía: «¡No! ¡El infinito es otra cosa!». Infinito es algo no-finito. Por tanto el infinito es otra cosa: es una realidad, e indica una naturaleza, una estructura, algo que no es concebible nunca, en ningún sentido, como finito. Lo finito, aunque se dilatase durante millones de siglos, aunque se dilatase hasta el infinito, en el sentido matemático del término, sería siempre finito. ¿Me explico? No se puede identificar el infinito con algo finito que se dilata. No se puede. ¡El infinito es otra cosa! ¡No es finito! Es una “cosa”, que no es finita. Si es una realidad puedo imaginar que la tomo con las manos, que la miro con los ojos, que le digo: «desgraciada», «bandido», «tú», «bueno», «misericordioso». Si es una realidad, debo poder dirigirme a ella, de la misma forma que le digo a un amigo o a un enemigo, como le digo a un extraño: «¡Pase usted!», de un modo tan espontáneo, tan bueno, que el otro se maravilla y dice para sí: «¡Qué bueno es este hombre!». «Bueno» en el sentido de bondad.
En verdad, acabo de cometer un error, porque ¿cómo se puede contestar a una pregunta sin responder a todos los factores que implica? Porque, una vez dicho esto de la realidad –la realidad es verdad–, hace falta proceder en la argumentación: ¿cómo se puede conocer la verdad, cómo se puede conocer la realidad? ¿Cómo hace un científico para conocer una estrella lejana que los antiguos no habían podido registrar? Sólo los telescopios modernos pueden hacerla cercana, de manera que el científico la pueda estudiar: debe, por tanto, acercarla más. ¿Qué quiere decir acercar más una estrella lejanísima que para los antiguos, observadores más serios, habría sido algo no-existente? ¿Cómo consiguen hacerla existente y hablar de ella como si estuviera presente? ¿Cómo consiguen hacer presente una lejanía? Si ella, esta lejanía, entra en la experiencia. ¿Qué quiere decir que «entra» en la experiencia? Quiere decir que yo la veo como si fuera este vaso, como si fuera el amigo, como uno de los objetos que aferro en el conjunto de personas y cosas que aparece quién sabe de dónde y que va quién sabe a dónde, pero que en un determinado momento se hace evidente. Es como el resonador de Quincke (que yo estudié en el bachillerato), que es un instrumento para resaltar la nota que domina en un acorde determinado: cuando un registro de sonidos pasa por delante del resonador de Quincke, si la nota dominante es un re, por ejemplo, el resonador amplifica ese re predominando sobre las demás notas. La realidad se pone a tiro como contenido de nuestra conciencia y de nuestra actividad, y nosotros la aferramos, en cuanto que entra en la experiencia, entra en el ámbito de nuestra experiencia. Por tanto, verdad y realidad se dan a conocer en la experiencia. Pero, ¿qué es la experiencia? Pensemos en el verbo que hemos utilizado antes: «La realidad se evidencia en la experiencia»: en la experiencia se hace evidente lo que existe. Entonces, ¿qué es la experiencia? Se podría decir: «La experiencia coincide con el hacerse evidente de la realidad».

No puedes decir: «Señor, Dios del cielo y de la tierra», sin partir de la experiencia, de factores que definen tu experiencia. Recordad la página de la Escuela de comunidad, en El sentido religioso, donde se imagina, se os invita a imaginar un hombre que nazca, mejor dicho, que vosotros mismos nacierais con veinte años, con la conciencia que se tiene a los veinte años, que en el primer instante de vida tuvierais ya la conciencia que se tiene con veinte años. ¿Qué es lo primero que se os impondría? ¿Lo primero, en un sentido absoluto, que comprenderíais? Imaginadlo. Estoy dentro del vientre de mi madre. Salgo y abro los ojos. El primer aspecto de la realidad que mi ojo vería, que en este caso hipotético tiene ya la conciencia madura de los veinte años, lo primero que me impactaría, si yo abriera los ojos, con la conciencia que tengo ahora, no es «tú, él, ella», sino «todo junto», esta realidad hecha de mil jóvenes, la realidad, el mundo entero, todo lo que existe. Así pues, para dirigirse a Dios diciendo: «Dios del cielo y la tierra», uno debe tener ya experiencia de ello, no puede dejar de partir de la experiencia de este Dios, de esta “realidad” extraña, no imaginable, que uno no puede definir. Si uno no se ha preguntado jamás: «La realidad, todo esto, ¿por qué existe?, ¿quién la ha hecho?», si uno no se ha preguntado esto jamás es como un niño desvalido o como un analfabeto que intenta leer un texto. Así pues, este es nuestro método para aclarar el problema del sentido religioso del hombre –que es el problema más profundo y totalizador del hombre–: es necesario ante todo convertir en experiencia personal la relación entre el hombre y la realidad en cuanto esta es originada. Se trata de realidad sólo si entra en la experiencia. Pero. ¿cómo hace Dios para entrar en tu experiencia? Entra en tu experiencia si lo dejas entrar. Plantearse las preguntas: «En el fondo, ¿de qué está hecho el mundo? En el fondo, ¿por qué existe eso que se llama cielo y tierra? En el fondo, ¿en qué consiste mi acción pequeña y efímera?», es poner de manifiesto que la realidad no se hace a sí misma, sino que se impone en ella algo que no definimos nosotros. En nuestra experiencia la realidad se evidencia; no “se forma”, no “se hace”, no “se construye”, sino que se evidencia, se hace evidente. Se hace evidente algo que ya existe. Por eso la realidad se da a conocer en la experiencia: es decir, cuando se percibe como algo que ya existe. De aquí se derivan otras dos afirmaciones que podrían resumir toda nuestra cultura. a) La primera pregunta, por tanto, sería: «¿De qué está hecha la realidad?». Esta realidad se impone a nuestros ojos como algo que ya existe. Si yo naciera con la conciencia que se tiene a los veinte años, me percataría, estaría obligado a admitir algo que ya existe. La realidad aparece como algo que ya está. ¡Existe algo distinto, aparece algo distinto de aquello que yo establezco! b) La segunda pregunta sería: «¿Pero cómo hacer para entrar en relación con este “algo distinto”, cómo se puede conocer algo de este Dios –llamémoslo así, para abreviar–?». Sólo si se revela, si se convierte en Jesús. Dios se revela si se hace hombre, en cuánto que se hace hombre, en la medida en que se identifica con algo evidente en la experiencia. ¡Y se hizo hombre! Si Dios se ha hecho hombre, sólo se le puede conocer de manera adecuada y respetuosa a través de este camino. Entonces, a Dios se le conoce en el hombre Jesucristo. c) Tercera pregunta: «Pero Jesucristo, ¿dónde está?». Respuesta: Jesús está en la compañía de hombres que lo reconocen y que se llama Iglesia. Iglesia: la compañía de los hombres que lo reconocen. Estas son las tres grandes fórmulas de respuesta a las tres grandes preguntas, cuya gravedad ninguna otra supera; preguntas que irritan el corazón del hombre o la mente del hombre. Pero, ¿cómo puedes decir: «Te amo, Dios mío», sin que sepas conscientemente qué quiere decir amar? Sólo en la medida en que has hecho experiencia del amor puedes decir: «Te amo, Dios mío». «Oh, Jesús de amor ardiente». ¿Qué quiere decir: «Jesús de amor ardiente»? ¿Jesús ardiente de amor? Dios hecho hombre, un hombre que dijo: «Felipe, me preguntas de dónde vengo, pero ¿cuántas veces lo he dicho y no has comprendido? Felipe –dijo Jesús en la última cena, antes de morir–, quien me ve a mí ve el Misterio». Es cierto, es impresionante imaginar cómo estaban aquellos doce hombres alrededor de aquel hombre, un hombre como ellos –de quien conocían hasta la cocina donde había comido, la tienda donde había trabajado– que decía semejantes cosas. En la medida en que Jesús, como Dios, no se convierte en una realidad humana y no entra en nuestra experiencia, no podemos reconocerlo de modo adecuado; con la solidez, aunque también con la dificultad, con la fascinación, aunque también con el carácter enigmático con el que se presenta la realidad ante nuestros ojos. Tanto es así que tú a los quince años pretendes tener ya novia y –como se dice ahora– te juntas con ella (chico y chica “se juntan”); pero no logras amar de verdad, no vives un amor humano que sea verdaderamente humano, que sea amor, si no es haciendo referencia de alguna manera a la experiencia de amor que has tenido: la de tu madre y de tu padre –aunque esta alusión os pueda parecer molesta–, si no es haciendo referencia a una experiencia de amor ya vivida. Por lo cual, lo que haces ahora recibe su valor de lo que viviste primero. Como se comportaba tu madre contigo, como te hablaba tu padre, así hablas tú, así tiendes a hablar con ella o con él. Existe en ti una energía, una fuente distinta, distinta incluso de lo que habías aprendido antes, pero es distinta porque aún no es madura. A medida que madure comprenderás que el amor a tu padre y a tu madre tiene, en último término, idéntico rostro, idéntica frescura, la misma idéntica fuerza que tiene el amor entre el hombre y la mujer. Entiendo que os estoy indicando distancias abismales, como de uno a otro margen del gran delta del río Amazonas –donde a lo largo de mil kilómetros desde una orilla no se vislumbra la otra–. Necesitamos tiempo y profundización. De todas formas, concluyo, el problema que ha planteado nuestra amiga es identificar en la experiencia la realidad que nos interesa discutir, descubrir, servir, a fin de que sea útil para la afirmación de ese “yo” que parece tan pequeño como una brizna de hierba en el mundo, como un pequeño brote en una rama en marzo, y que, en cambio, está hecho para el Infinito. Como decía Dante: «Cada uno confusamente intuye un Bien en el cual se aquieta el alma». El ánimo se “aquieta” cuando todo tiene repuesta. Como el hambre, cuando ha recibido el alimento que la ha satisfecho, se aplaca. Así es, en última instancia, el hecho del amor.
Intervención. Frente a estas observaciones que expresan lo que hemos encontrado, ¿por qué uno siente el estudio ajeno, siente la vida cotidiana dividida? ¿Qué debe hacer?
Cada uno de nosotros parte con la percepción de una división. Porque si una realidad es nueva, significa que no la poseo todavía; de ahí que yo parta con la percepción de que está todavía separada de mí. Debo conquistar la unidad con ella. Exactamente como el chico hace con la chica: son dos realidades separadas, pero el afecto empuja al individuo a realizar una unidad con lo que tiene delante, a comprender, a afirmar, a respetar lo que tiene delante, de modo que se convierten en una sola cosa. Y en la medida en que uno es ayudado a vivir esta experiencia de unidad, comprende que lo que parecía unir más es lo que más distancia, como el instinto en un nivel inferior, y que lo que parecía intangible o abstracto se convierte en una fuente más poderosa de afecto, de atracción, de simpatía, de entrega.

Intervención. Mi pregunta parte de una palabra con la que nos hemos topado a menudo en el trabajo de Escuela de comunidad y en los textos que daban un juicio sobre las elecciones y otros contenidos. Se trata de la palabra “pueblo” y querría pedirte que nos ayudaras a entenderla mejor. Advertimos que, por ejemplo, proyecta una luz nueva sobre la palabra “compañía”, porque la Escuela de comunidad dice que la intervención de Dios se concreta en la historia de un pueblo, y un pueblo tiene sus leyes, sus cantos, sus guías. Es lo mismo que ha sucedido en mi vida y me doy cuenta de que he encontrado una historia particular, hecha de personas determinadas; en definitiva, un pueblo.
“Compañía” quiere decir estar juntos por algo; estar juntos sin este “por algo” molesta, incluso irrita, ahoga. Compañía es igual a estar juntos por algo. La dignidad de la compañía se define por la dignidad de ese “algo”. Una cosa es juntarse para comer boquerones –eso tiene un determinado valor– y otra juntarse para estudiar a Dante o para comprender los misterios de la evolución del universo, en los que el hombre ha comenzado a introducirse; es distinto. Compañía es estar juntos por algo que se llama “finalidad”. No existe una compañía sin un fin. “Pueblo” es una compañía cuyo objetivo es llevar su propia contribución a la imagen de la historia. Compañía es estar juntos teniendo como objetivo contribuir con algo propio al desarrollo de la humanidad que se llama “historia”. Desarrollo en sentido cuantitativo (de aquí la compañía entra hombre y mujer) y en sentido social, como comprensión sostenida, motivada y buscada juntos (esto es la cultura), o como el reunirse para afrontar la historia con mayor eficacia, desde un punto de vista que proporciona una fuerza mayor, una mayor seguridad, una mayor hegemonía (y esto puede llamarse Estado, alianza entre Estados, o puede llamarse Imperio).
(El texto íntegro aparece publicado en Palabra entre nosotros, Litterae Communionis n. 6 - 1996, pp. I-VIII).