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Huellas N.1, Enero 2006

CULTURA Grandes Entrevistas / Alain Finkielkraut

Lecciones de un realista incurable

a cargo de Rodolfo Casadei y Flora Crescini

Oponiéndose al viraje materialista de la educación, el filósofo francés aborda para Huellas la cuestión educativa: la situación actual de la escuela, el papel de la razón, los riesgos de una enseñanza puramente instrumental, la valoración de la relación entre discípulo y maestro, la disposición a formular juicios

El pasado 29 de noviembre de 2005, Alain Finkielkraut, intelectual francés, actualmente en el ojo del huracán de la prensa internacional a causa de algunas de sus declaraciones sobre la banlieu parisina, participó en un acto del Centro Cultural de Milán, a raíz de su último libro publicado en Italia con el titulo Noi altri, i moderni. Huellas le ha entrevistado.

En su libro Nosotros, los modernos, usted describe la parábola del mundo moderno que desemboca en el relativismo y el individualismo postmodernos. En un mundo a la vez moderno y postmoderno ¿en qué queda la educación? ¿Es todavía posible una educación tal y como la entendía Hannah Arendt, es decir, como integración de los recién nacidos en el mundo que existe antes que ellos, y como transmisión del saber?
No hay que dar a esta pregunta una respuesta excesivamente categórica, pero me parece que la escuela no está de moda en el mundo actual.
La escuela aparece cada vez más como algo excepcional, excéntrico, como un anacronismo.
La modernidad otorgaba una importancia decisiva a la escuela; hoy, en cambio, se considera antimoderna. Entre ella y la sociedad se ha abierto un abismo: escuela y sociedad no hablan el mismo idioma. La escuela habla de paciencia, de memoria; la sociedad habla de instantaneidad, de interés inmediato. La tentación de renunciar a preservar o reforzar la excepción escolar, de acabar con ella o de someterla al régimen de la sociedad, es ciertamente fuerte; una escuela, por tanto, totalmente “profana”, que funciona con los mismos ritmos y obedece a los mismos valores de la sociedad. Lo que quedaba de la educación liberal sucumbe en detrimento de lo útil y lo inmediato, lo que quedaba de la transmisión sucumbe en detrimento de la comunicación.
Lo que más me turba es que la misma institución dimita. Se puede entender que la escuela tenga dificultades, que sus relaciones con el resto del mundo sean complejas. Esto podemos entenderlo. El problema es que la misma institución renuncia a defenderse: todas las reformas pensadas a lo largo de estos años y llevadas a cabo con el consentimiento de la escuela misma, tienden a “desescolarizar” cada vez más la escuela y a sustituir su cultura por una cultura común, siguiendo el modelo de la adaptación. Adaptación al mercado, al clima social, a los valores dominantes de lo inmediato y de lo útil; adaptación, al final, a las necesidades del alumno, que en el lenguaje actual ha dejado de llamarse “alumno” para ser llamado “el joven”. A mi parecer, este cambio de léxico es muy revelador. En una institución hay alumnos porque el alumno es parte constitutiva del “juego” institucional: hay alumnos porque hay maestros. Se “ensalza” a los alumnos dentro del perímetro de un colegio; fuera, no tendrían razón de ser. “Joven” es un término genérico que se utiliza en cualquier situación de la vida y que, por tanto, contribuye a disolver la institución de la escuela en lo social. Si ya no hay alumnos sino sólo jóvenes, ya no hay maestros sino animadores, instructores. A propósito de la III República, Albert Thibaudet habló de una “república de los profesores”; el siglo XXI asiste en Francia al nacimiento de la “república de los instructores”.

Las recomendaciones que la Unión Europea da a sus estados miembros en materia de educación conciernen sobre todo a las habilidades matemáticas, el estudio de la sociología, la capacidad de “aprender a aprender”. ¿A qué se debe este viraje materialista de la educación?
El objetivo de la enseñanza era el conocimiento. La cultura era un fin en sí misma. No se va a clase para encontrar un empleo, se va a clase para ser “cultivados”. Es esta acepción la que hoy está completamente olvidada. Sobre todo en el seno de la gran burocracia mundial, de la que la UNESCO es una de sus perlas preciosas.
Competencia matemática, sociología: se trata de una visión instrumental de la escuela y de la inteligencia. Por otra parte, el auge de la sociología es otro de los síntomas de la llegada del reino de lo inmediato. La sociología se ocupa de la sociedad tal y como es circunstancialmente ahora; se incrementa la sociología en detrimento de la historia. El primero y más insigne de los sociólogos, August Comte, decía que la sociedad está compuesta más por muertos que por vivos. La sociología contemporánea se constituye y se desarrolla única y exclusivamente en torno a los vivos. Hubo un tiempo en que la cultura era una especie de culto rendido a los grandes muertos. Ahora nos estamos deshaciendo de esta religión en favor de un cierto sentido común, de una existencia en la que se consideran vivos tan sólo los vivientes. Tendemos a olvidar a los muertos y todo lo que les debemos. La escuela era una lucha contra este olvido. Lamentablemente, la escuela ha dejado de luchar y participa del olvido generalizado de los muertos.

En la jornada de apertura de la universidad católica Benedicto XVI dijo que la razón ha reducido su objeto al experimento; las cuestiones fundamentales para el hombre, la vida y la muerte, han sido expulsadas del espacio de la razón. ¿Qué piensa usted al respecto?
Creo que, efectivamente, la modernidad se ha desarrollado sobre todo como un espacio de experimentación. Dicho de otro modo, uno de los efectos de la Ilustración ha sido sustituir la experiencia por un conocimiento de experto. Por otra parte, la modernidad ha caído en una trampa: con Descartes quiso someter la razón al método. Sin embargo, el método ha construido un mundo que, en muchos aspectos, se le escapa de las manos. Un mundo donde la técnica lo fabrica todo, donde estamos sumidos en grandes incertidumbres y donde muchos de los riesgos proceden de la misma técnica más que de la naturaleza. De aquí nace la necesidad, para el hombre del método, de redescubrir la virtud de la prudencia. El mundo del método se ha tornado incontrolable e incierto y exige de nosotros lo que los griegos llamaban fronesis, es decir, esa sabiduría práctica que se aplica a los casos concretos, necesaria para resolver los problemas con los que el hombre se enfrenta.

Se trate de educación física o intelectual, el problema parece ser el mismo: la actitud instrumental. ¿Es posible pensar hoy en una educación que no sea puramente instrumental, que esté abierta a la realidad y la deje hablar?
Es posible, porque, a pesar de todo, la tradición nos la propone. Pero son necesarios maestros y alumnos que puedan comprenderlos.
El problema es si tienen cabida en el mundo actual la pasión y la ascesis. Y querría añadir otra cosa: a mi entender, una de las dificultades que encuentra hoy la escuela es el desarrollo desordenado de la pasión por la igualdad y su corrupción. Se trata de una pasión que nos domina a todos, pero la escuela representa una excepción. Para que tenga lugar la transmisión del saber es necesario admitir que existe una asimetría: entre el maestro y el alumno, y también entre el alumno y las obras. Es preciso desarrollar la capacidad de admirar, y no únicamente de respetar la igual dignidad de todos. Es preciso ser capaces de admirar la superioridad de otros. Muy pocos se percatan de que el respeto democrático está destruyendo la admiración. Y si ya no hay lugar para la admiración, entonces la enseñanza de las humanidades, de las artes liberales, no es posible. Hoy la tendencia dominante considera una humillación no sólo que un alumno pueda sacar malas notas, sino también que los alumnos, con toda su imperfección, se comparen con la apabullante belleza de las obras maestras de la humanidad. En la actualidad se tiende a nivelar todo, en nombre de la igualdad. Evidentemente, una igualación tal resulta mortífera para la escuela o, en cualquier caso, para la cultura en las escuelas.

En su conferencia en Milán usted dijo que actualmente la escuela da la palabra a los alumnos antes de haberles dado la lengua. ¿A qué se debe esta derrota de la lengua en el mundo de hoy?
En efecto, creo que la pedagogía moderna se fundamenta en el principio de expresividad. Su imperativo es el siguiente: eliminar las inhibiciones de las que son víctimas los alumnos, ponerles en condiciones de expresarse a sí mismos. Se trata del estadio último del subjetivismo: todos somos capaces de pensar de un modo autónomo; es el principio fundamental de la Ilustración. Hoy, sin embargo, este principio ha enloquecido; mientras la Ilustración distinguía entre niños y adultos, actualmente el principio de la autonomía se les aplica a todos desde el inicio, niños incluidos. Así, con una generosidad estúpida, sucede que la escuela pretende dar la palabra a los alumnos antes de haberles dado la lengua, olvidando que nadie piensa por sí mismo y sobre uno mismo, sino sólo dentro de un mundo que nos precede y nos trasciende, y sobre todo, dentro de un mundo verbal. Y es de una importancia crucial que todos los hombres puedan habitar este mundo verbal. Porque cuanto más se hace hablar, más se ayuda a mirar. La calidad de nuestra mirada depende de la calidad de nuestra sintaxis. Es necesario dar un nombre a lo que se ve para poderlo ver. Hace falta elaborar y de-construir las sensaciones para tener sensaciones. La calidad de nuestra receptividad depende de la calidad de nuestra lengua. La lógica de la expresividad por encima de todo, por el contrario, lleva a dejar hablar a los que todavía no tienen una lengua. Esta es una tragedia que se advierte claramente en Francia, donde la lengua francesa se está perdiendo. Cada vez hay menos franceses que hablen su propio idioma: la televisión, es decir, la tele-realidad de los talk-show, lo demuestra. Es una catástrofe nacional.

El pensamiento, la lengua, la mirada: todo conduce al juicio. ¿Qué es para usted el juicio?
Aquí es necesario referirse a Hannah Arendt: el pensamiento tiene que conducir al juicio. Es decir, no se puede juzgar de cualquier manera, es necesario que el juicio sea iluminado. En definitiva, hace falta saber distinguir, oponer y ordenar jerárquicamente. Uno de los objetivos principales de la educación –como abogaba Simone Weil– debería ser el de desarrollar la atención, y así favorecer la actitud adecuada para un juicio escrupuloso. Pero, en realidad, hoy la cultura se inspira en un cristianismo banalizado para decir “no juzguéis”. Y el “no juzguéis” se convierte en el santo y seña de la tolerancia. Este es el reto al que nos enfrentamos hoy en día: la oposición absoluta entre el juicio y la tolerancia, en virtud de la cual juzgar sería discriminar.
¿A qué se nos invita incesantemente? A rechazar todas las discriminaciones. Y, por otra parte, en nombre de la tolerancia, a erigir como modelo la muerte. Porque la muerte lo iguala todo, ella es la gran igualadora. Nadie puede igualarla en la igualación. Nuestra época, para ser fiel a los principios de apertura y tolerancia que le son propios, avanza cada vez más rápidamente hacia la muerte. Este es su fin.


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Bibliografía razonada
a cargo de Anna Leonardi

Alain Finkielkraut nace en París en 1949, hijo único de un comerciante judío-polaco, que fue deportado a Auschwitz. Finkielkraut estudia y se licencia en filosofía, alineándose con el pensamiento de Emmanuel Levinas y de Hannah Arendt. Actualmente enseña en la Escuela Politécnica como profesor de “Historia de las ideas” en el departamento de ciencias humanas y sociales.
Hacia finales de los años setenta comienza a escribir, junto con Pascal Bruckner, algunos breves ensayos sobre el desmoronamiento de la aparente emancipación de las costumbres: Le Nouveau Désodre amoreux (1977), Au Coin de la rue l’aventure (1979). Seguidamente, rompiendo esta colaboración, reflexiona sobre la pérdida de la memoria colectiva y la indiferencia frente a los acontecimientos que convulsionan la sociedad. Esta reflexión le lleva a abordar la cuestión de la identidad judía después del Holocausto en Le Juif imaginair (1983). Ansioso por defender la importancia de la memoria, publica Avenir d’une négation: reflexión sur la question du génocide (1982) y a continuación un complemento sobre el proceso del criminal nazi Klaus Barbie, La Mémoire vaine.
La Sagesse de l’amour, es un tributo a Emmanuel Levinas, del que Finkielkraut se considera discípulo, habiendo reelaborado algunos de sus fundamentos. En 2001 publica Internet, l’inquietante extase donde el filósofo advierte de los riesgos de la era telemática. La reflexión sobre el papel del intelectual y sobre los espejismos de la modernidad dan lugar a numerosas publicaciones de entre las que destacan La Défaite de la pensée (1987), Ingratitude: conversation sur notre temps (1999). Profundamente comprometido con su tiempo, denuncia con vehemencia la barbarie y la deriva de la sociedad contemporánea, abordando las cuestiones más candentes de la actualidad internacional, como por ejemplo la Crisis de los Balcanes y los atentados del 11-S en L’imparfai du présent (2002). En noviembre de 2005 vuelve al centro de la polémica por la publicación en Haaretz, prestigioso periódico de la izquierda israelí, de una entrevista sobre las revueltas en la periferia de algunas ciudades francesas, que atribuye a diferencias étnicas y religiosas de los insurrectos. Opiniones que, según los críticos de Finkielkraut, encubrirían un racismo peligroso.

En castellano

La derrota del pensamiento
Anagrama, 2004

La humanidad perdida: ensayo sobre el siglo XX
Anagrama, 1998

El judío imaginario
Anagrama, 1981

La memoria vana: del crimen contra la humanidad
Anagrama, 1990

La sabiduría del amor
Gedisa, 1986

La ingratitud: conversaciones sobre nuestro tiempo
Anagrama, 2001

En el nombre del Otro: reflexiones sobre el antisemitismo que viene
Seix Barral, 2005