IMPRIME [-] CERRAR [x]

Huellas N.1, Enero 2006

PRIMER PLANO Laicidad y laicismo

El caso de EEUU. Iglesia libre y Estado limitado

Paolo Carozza

El carácter religioso de la cultura norteamericana y el papel de la Iglesia en el debate público. He aquí por qué en EEUU resulta superfluo un concordato entre Estado e Iglesia

Resulta difícil para un europeo que no haya pasado un periodo significativo de tiempo en EEUU darse cuenta de hasta qué punto los estadounidenses somos, amplia y sinceramente, un pueblo muy religioso. Sin esta conciencia, la frecuente costumbre americana de invocar a Dios en público puede parecer sólo un gesto cínico e instrumental, y las intervenciones de los dirigentes religiosos en cuestiones de interés público podrían representar una corrupción de la política democrática. Sin embargo hay que constatar una realidad muy simple: lo que afirmamos en público es un reflejo de la centralidad de la religión en la vida de la gran mayoría de los americanos. Como consecuencia, los que quieren tratar de eliminar las expresiones religiosas de la vida política y censurar las contribuciones públicas de los dirigentes religiosos están tratando de ignorar y de negar la que, en efecto, es la realidad y el origen del significado de la vida de muchas personas. También en EEUU existen muchos partidarios de un laicismo anti-humanista similar, pero en los últimos tiempos he comprobado que en Italia este fenómeno está más difundido y es más agresivo ideológicamente. Ni siquiera el fuerte anti-catolicismo presente en gran parte de la historia de EEUU ha sido nunca, salvo en tiempos muy recientes, una oposición a la religión en general.

Una cuestión de historia
Sin embargo, y aunque se trata de un punto de partida necesario, el carácter religioso de la cultura americana no es suficiente por sí mismo para comprender el papel de la Iglesia en el debate público en EEUU. Es también una cuestión de historia, de derecho, del concepto típicamente americano de Estado y, en definitiva, del significado atribuido a la razón.
Desde sus inicios nuestra historia ha estado repetidamente marcada por la fuerte presencia de la experiencia religiosa en cada acontecimiento público importante. Desde la fundación de las colonias por parte de colonos religiosos expulsados, al papel central desarrollado por los cristianos en la lucha por la abolición de la esclavitud y en el movimiento resultante en favor de los derechos civiles, hasta los actuales debates sobre el papel de EEUU en el mundo, la concepción religiosa de la vida ha dado significado y proporcionado razones al modo en que los americanos entienden la libertad, la igualdad, la responsabilidad y el bien común. Ha ayudado a responder a las preguntas sobre el tipo de personas que somos y que aspiramos a ser, preguntas que cualquier controversia pública importante presenta por lo menos de forma implícita.

Libertad religiosa
Nuestra ley respeta y defiende el papel central que la religión ha jugado en la vida pública. Tenemos una concepción de largo plazo de la libertad religiosa, que reconoce como un elemento importante de la libertad de las comunidades religiosas la posibilidad de hablar y actuar públicamente. Al mismo tiempo el concepto de “libertad de palabra” es sustancialmente más amplio en Noteamérica que en Europa. Nuestra tolerancia hacia la presencia de opiniones sobre cuestiones sociales controvertidas basadas en convicciones religiosas nace en gran parte de la idea de que se debe dar espacio de presencia pública a cualquier opinión, por muy impopular o desagradable que sea para algunos. Esto es particularmente importante, dado el gran pluralismo de identidades y de prácticas religiosas difundidas entre los americanos. No concierne al Estado decir qué es aceptable como discurso público, y por eso la ley defiende la libertad de todos para expresar sus propias opiniones. Aquí existe un estrecho vínculo entre la opinión de los americanos sobre el papel de las religiones en los asuntos públicos y sus opiniones con respecto al Estado. Mientras que la herencia de las teorías constitucionales del siglo XIX en la Europa continental pone de manifiesto el monopolio del Estado como encarnación del interés público, EEUU pertenece a una tradición constitucional mucho más propensa a ver al Estado como un actor limitado dentro del tejido social. A este lado del Atlántico un concordato parecería como una respuesta a la necesidad de instituir una serie de defensas a favor de la Iglesia contra la pretensión del Estado de detentar autoridad y poder de forma exclusiva y definitiva. Sin embargo en un contexto como el nuestro, en donde la libertad de la Iglesia está ampliamente garantizada por los límites estructurales del Estado, un concordato parece superfluo. Un ejemplo: no existe necesidad alguna de un acuerdo especial que garantice a la Iglesia el derecho de crear su propio sistema educativo, pues el Estado no detenta el monopolio de la educación y no puede prohibir la creación y la actividad de escuelas religiosas.

Intercambio abierto de ideas
Nuestra concepción de libertad de religión o de expresión favorece de forma decidida un intercambio de ideas abierto y sin límites, mientras que el papel de los grupos religiosos en el debate público está sometido a reglas y limitaciones, como (quizá de forma sorprendente para los europeos) demuestra ampliamente el derecho tributario americano. Entidades sin ánimo de lucro, incluidas las organizaciones religiosas, están exentas de impuestos siempre que no se alineen políticamente. Como consecuencia, las iglesias y las otras organizaciones religiosas están siempre atentas a no tomar posiciones que puedan favorecer la elección de un partido con respecto a otro o de un individuo con respecto a otro, concentrándose en cambio en los principios y cuestiones que están realmente en juego en los debates de interés social. Esta se ha convertido por tanto en la línea de demarcación entre las intervenciones generalmente aceptadas por parte de grupos religiosos y las consideradas ilícitas.
Implícita en esta distinción entre inaceptables tomas de posición políticamente alineadas y aceptables intervenciones públicas se encuentra la convicción de que juicios sobre cuestiones de interés público basados en convicciones religiosas pueden ser razonables. O bien, que son capaces de ofrecer motivaciones a los demás, motivaciones capaces de hacer un llamamiento a la concepción común de lo que es bueno para toda la sociedad y de convencer a los demás acerca de la verdad de tales afirmaciones. En EEUU, como en Europa, aunque en menor medida, aquellos que niegan que una perspectiva basada en convicciones religiosas pueda hablar de forma adecuada sobre cuestiones de interés público tienen una opinión bastante reductiva de la capacidad de la razón humana. Esta es, en definitiva, la gran cuestión en juego en las disputas sobre la participación de la Iglesia en el debate democrático público. Permitir y defender tal papel es una afirmación de la más amplia y alta concepción de la capacidad de la razón de comprender, proponer y sostener la verdad.