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Huellas N.1, Enero 2005

CL Rímini / Ejercicios del CLU

Vivir es comenzar cada día con nuestro sí

Gianluigi Da Rold

6.000 universitarios, llegados de toda Italia, se reunieron del 3 al 5 de diciembre con ocasión de los Ejercicios anuales. A modo de “crónica”, los pensamientos de un periodista no universitario. En común, una misma pasión por la vida

Una muchacha iraní habla con un nudo en la garganta temiendo liarse con su italiano. Pero don Pino la ayuda preguntándole con una sonrisa: «¿Cómo te llamas?». A lo que ella responde gentilmente: «Asade. En mi lengua significa “libre”». Se ve que la ha impresionado la atmósfera de estos “Ejercicios para universitarios”, donde tantas preguntas se formulan a uno mismo y a los demás. Es la única musulmana entre un montón de jóvenes, unos 6.000, llegados de toda Italia y todos ellos cristianos. El sábado 3 de diciembre se transforma la imagen tradicional de Rímini. Llueve y hace frío, el lugar turístico parece haber desaparecido. Los comercios de la calle Vespucci se encuentran cerrados, los albergues parecen casas como las otras, apenas iluminados, y nadie se da cuenta de que hay playa. Sólo en los grandes edificios de la “vieja feria” se reconoce el Rímini que se puede ver año tras año en el Meeting, donde se habla de todo y se mezcla todo en un Happening sin fin. Pero ahora reina el silencio. Y uno se queda inevitablemente sobrecogido.

Momento vocacional
El calor veraniego o el frío invernal se te vuelven lejanas percepciones, casi inexistentes. La memoria y los rostros que surgen ante tus ojos te sumergen en la misma atmósfera de deseo de conocer a los demás, de darte una explicación sobre el sentido de la vida, de recorrer las etapas de tu existir para comprender cuántas veces has caído, y sí, ciertamente sí, lo dice uno al que le cuesta trabajo creer, te planteas la pregunta, vaya que si te la planteas: ¿quién es Jesús? Que verdaderamente existió, lo sé. ¿Pero siempre? ¿Es verdad que nunca me abandona? ¿Es cierto que es Dios? ¿Qué es el “instante vocacional” del que habla don Pino? ¿Qué es exactamente esta inquietud que se siente en la búsqueda por aferrar el infinito? El vértigo atraviesa tu cerebro y las acostumbradas ironías sobre ti mismo. Al mismo tiempo, una emoción te sube por la garganta y no consigues contenerla.
Los muchachos hacen preguntas personales, sensatas, quizá ingenuas, quizá imprevistas; pero, sea como sea, son pensamientos de una vida real, con la que tienes que hacer cuentas todos los días. Son, además, una petición de ayuda a sí mismos y a los demás para resolver los problemas con los que se convive cotidianamente. Y allí, en esa comunidad inmensa, inmerso un silencio que parece irreal, buscas, junto a aquellos chavales, esquivar el bombardeo –diario, sistemático– de lugares comunes lanzado por el gran aparato cultural en que vivimos.

La evidencia del corazón
Consuela oír decir a Giancarlo Cesana: «A Dios no puedes comprenderlo. Es imposible». Esto no resuelve ningún problema, al contrario, pero es como si te llegaran a la garganta veinte gotas de Ansiolín. Y piensas: esto me supera, pero quizá sea un bien buscar, seguir buscando: entre marasmos, mezquindad y bellaquerías de cualquier clase. Entonces don Pino sugiere una metáfora espléndida: «Vivir es comenzar. No te preocupes de si eres o no capaz, no te preocupes de si eres coherente o no: sigue caminando, sigue buscando. No interpongas nada entre la evidencia y el corazón».
Poco después, te encuentras en torno a una buena mesa, con la cabeza llena de pensamientos que no desentonan en absoluto con la necesidad del estómago: arroz con setas y brochetas de pescado y marisco, lo que siempre como en Rímini con mi amigo Pino. Los chicos no paran de hablar. Dima es dulce e implacable en llegar a alguna conclusión, en proponer itinerarios racionales, en seleccionar objetivos. Fabio Baroncini come con gusto y a veces interviene socarrón, avezado y simpático; don Pino observa, interrumpe, escucha y precisa; los otros hablan desordenadamente, buscando, casi con obsesión, un sentido a todo lo que les pasa por la cabeza. Es tal el clima de libertad que asusta. En un momento determinado te sientes observado y no aciertas a comprender qué debes hacer: ¿digo lo que pienso o no? Don Pino y Baroncini quieren hacerme salir de mi escondrijo: ¿Quién eres? Quiero saber quién eres.

Miguel Mañara y Shostakovic
Un buen periodista debería saber torear la situación, encontrar los anticuerpos profesionales contra esa pregunta. Pero en este contexto somos todos, por fortuna, “políticamente incorrectos”. Te sientes constreñido a decir la verdad que te confunde los pensamientos: cuentas tus experiencias. Y dices que siempre te has sentido atraído por la política “el pan nuestro de cada día”, y por la lectura de la historia “pasión infinita”, por el carisma de los hombres. Recuerdas que siempre mirabas la realidad con la intención de prever y corregir. El problema era modificarla, encontrar “remedios”; el problema era compaginar tu ideología con el curso de la realidad. Es confuso el discurso que haces, lleno de recuerdos y sensaciones que se acallaban, que no parecían tener un sentido lógico. Luego intentas expresar la mirada de Giussani, que se ha cruzado con la tuya, el encuentro y el nuevo encuentro, años después. Sucumbes ante el vértigo de “encontrar a Cristo”, lo explicas del modo más conmovido, casi pides perdón por no saberlo encontrar. Pero sientes un impulso de rebeldía interior: al menos has conocido la humanidad de Giussani y puedes estar orgulloso y seguro de que te ha marcado para toda la vida. «Puedo decir que no llegado a nada sin Alberto, Giorgio, Giancarlo, es decir, sin Giussani». Baroncini es un auténtico provocador. Agradece mi testimonio y añade: «Bien, pero debes decirnos que nos aprecias tanto como a Giussani, porque si no me voy a enfadar». Y reaccionas como un crío, que está orgulloso de una relación fundamental. Esperas por orgullo. Después pronuncias un “sí” convencido. Entonces acudes a escuchar a don Fabio Baroncini leer los pasos más significativos del Miguel Mañara. Tiene tal entusiasmo al leerlo, comentarlo y explicarlo que te lo hace vivir como si te hallaras en el teatro. A la mañana siguiente concluyen los ejercicios. Don Pino señala los puntos más importantes. Recuerdas, entonces, el pasaje del Evangelio de Mateo que ha citado, cómo algunos hombres han dicho «sí» a Jesús. Es una crónica formidable, fundamental, esencial. ¿Y yo? ¿Qué crónica escribo sobre esta gran asamblea de universitarios? Sólo quiero relatar “los momentos” que me han ofrecido. Regreso bajo la lluvia, feliz de escuchar el gran Walz 3 de Shostakovic.


BOX
Testimonios
Publicamos algunos fragmentos de las cartas que leyó don Pino durante los Ejercicios

Ante todo, he percibido y percibo una especie de temor, un miedo. Cuando don Giussani dice que vivimos en una época de ideologías en la que «se busca manipular la realidad según la coherencia de un esquema fabricado por el intelecto», describe un modo de vivir que puede ser y –frecuentemente– es el mío (y el de otros). Muchas veces, de hecho, se sustituye el seguimiento por la adhesión a un esquema. A veces considero un inconveniente o una distracción el surgir de un nuevo sentimiento (por ejemplo, el cariño por alguien). Así, en vez de formular un juicio auténtico, que como suele suceder a menudo, me lleva a decir de modo más verdadero “Tú” al Misterio, anulo lo que siento como si fuera una peligrosa tentación. Me parece que es lo contrario de lo que don Giuss dice de lo que me fascina en los que viven de Cristo. Sobre todo es lo contrario de lo que me sucede siempre que vivo conscientemente mi vocación. Hay un fragmento de V.S. Grossman, en Vida y destino que ejemplifica esta arriesgada situación: «Era dulce ser implacable. Juzgando a los otros, afirmaba su propia fuerza interior, su ideal, su pureza. En esto encontraba su consuelo, su fe. Nunca se había sustraído a las movilizaciones del partido. Había renunciado de buen grado al sueldo máximo de los funcionarios del partido. Para él la afirmación de sí mismo consistía en sacrificarse. Iba al trabajo, a las reuniones del comisariado del pueblo, y si lo mandaba el partido, a Jalta para curarse. Paseaba por la orilla siempre con la misma chaqueta y las mismas botas. Quería parecerse a Stalin. Perdiendo el derecho de juzgar se perdía a sí mismo. Y esto lo intuía Rubin. Casi cada día pasaba por alto la debilidad, la villanería, los deseos mezquinos que se infiltraban en su alma».
Marco, Turín

El pasado lunes comí con una compañera de clase. Ella es de tradición católica y me ha dicho que en este momento intenta eliminar todo aspecto religioso de su vida para poder decirse a sí misma que es un ser vivo. «Si existe algo superior al hombre, algo divino, no puede ser más que espiritual y, por tanto, no experimentable por el hombre”: “Los de CL –prosiguió– estáis juntos de un modo realmente fascinante, y ello es propio de vosotros porque sois “religiosos”; estáis bien así». Entonces yo intenté desafiarla mostrando cómo mi vida era un grito de felicidad y que este “principio” del que ella hablaba lo había tocado yo con la mano y lo había encontrando en mi experiencia. Al final de la comida, me dijo: «Me doy cuenta de que para vosotros el deseo de felicidad es un potencial, en tanto que para mí es un defecto: por esta razón intento eliminarlo». Me sorprendió esta afirmación tan desesperada y su intento, estudiado al detalle, de eliminar lo que la constituye. Por mi parte, he descubierto que el mayor signo de la Presencia de Cristo en mi vida es lo que ella teme, que expresa al máximo la exigencia de la que está hecha.
Aldo, Milán

Este año han abierto un nuevo piso del CLU. Está claro que nuestro esfuerzo para fundar la convivencia estableciendo turnos y reglas no sirve. Lo que nos mantiene unidos es reclamarnos constantemente a un fin: “el reconocimiento de su Presencia”. Cuando otro se toma en serio lo que hay en mi corazón, se convierte en una presencia para mí hasta despertar en mñí la gratitud. Esto es evidente, sobre todo, cuando nos reclamamos a realizar determinados gestos: desde rezar laudes hasta invitar a los ejercicios. Justamente algo así es lo que cambia el interés por el otro.
Sirva de ejemplo la experiencia de una chica de Psicología. Se le dio la responsabilidad de escribir y distribuir en la universidad carteles para invitar a la Escuela de comunidad. Una tarde, cuando íbamos juntos a colgarlos, me dijo: «Es extraño, ¿sabes? Hace apenas un año me dedicaba a ir con mis amigos a arrancar vuestros carteles. ¡Ahora los escribo yo!».
Chieti

Estudio Filosofía en la Universidad Estatal. En el transcurso de uno de los así llamados “laboratorios”, el profesor explicó que su método consistía habitualmente en dar a leer los textos sin desvelar el autor, para que así la reflexión filosófica no se viese viciada por el método del ipse dixit. La siguiente clase tomé yo la iniciativa, y le propuse que por una vez leyese él un texto sin saber el autor, diciéndole tan sólo que era el texto en el que había descubierto esa concepción de la razón que, en mi opinión, era más realista que la suya. El profesor empleó una semana en leer el cuarto epígrafe del capítulo cuarto de El Sentido Religioso, en el que Giussani trata del nexo entre tradición y presente. En la siguiente clase estaba tan entusiasmado con él que propuso a mis compañeros leerlo y discutirlo, sin que yo desvelase el autor. De este modo comenzó una apasionada Escuela de comunidad guiada por uno que se confiesa ateo, anárquico y anticristiano. El fragmento que más le había interesado era el del presente, del que subrayó insistentemente la profundidad filosófica, la agudeza humana del que escribía e incluso la concreción del estilo que, según dijo, sólo podía ser propia de un materialista... Cuando, después de dos horas, revelé que se trataba de don Giussani, las reacciones de mis compañeros fueron de lo más variopinto: estupor, fastidio, apatía, etc., pero el profesor, que se había quedado estupefacto, hizo callar a todos y dijo: «Hoy debemos estar agradecidos a Michelle, porque nos ha ayudado a aprender a pensar». Naturalmente, entusiasmado por su disponibilidad, decidí regalarle El Sentido Religioso. En la siguiente clase, el profesor comenzó diciendo que respecto a lo que había sucedido la vez anterior, estaba muy enfadado. Se explicó: «Estoy muy enfadado porque he ido a una biblioteca donde no tenían El Sentido Religioso». Cuando le dije que se lo había comprado yo se le iluminó la cara y dijo bromeando: «Ven, que te voy a dar un abrazo», y añadió que gracias a mí ahora puede considerar a Giussani nada menos que un amigo, precisando que lo que le importaba no era «si se trataba de Giussani o de cualquier otro, sino confrontarse con cualquier cosa interesante, venga de donde venga».
Michele, Milán

Un día, en Urgencias, en medio de la confusión general, me detuve un instante y miré a mi alrededor. Me di cuenta de cuánta miseria había: enfermos terminales, personas que sufrían, mujeres maltratadas por sus maridos, una niña de seis años a la que habían golpeado, en definitiva, tenía ante mis ojos toda la fragilidad, todo el límite físico y moral del hombre. Pero todo esto es parcial, porque aquellas personas, nada más acercarme a ellas, pedían ayuda y una explicación; esto es, más allá de la finitud dominaba una exigencia de sentido y un deseo de vivir: esta es la grandeza del hombre. Pero se necesita saber, ver que nuestra necesidad tiene respuesta. Miré en torno a mí y puede entrever a una viejecita sola, en una pequeña habitación, que jadeaba mientras todos se dedicaban a comer pasta. Lo primero que me vino a la mente fue ir hacia ella, no por mi capacidad técnica, que aún no tengo y que de todos modos no habría servido. Me acerqué como un compañero, le cogí las manos y recé, pedí mirar a aquella mujer como la habría mirado Jesús, vivir esa circunstancia como lo habría hecho Jesús, esto es, de un modo no desesperado, porque Jesús nos demostró que la vida vence a la muerte. Comprendí que la obediencia, más allá de ser un mero gesto, es una actitud conveniente, porque yo, para vivir esa circunstancia a fondo, sin censurar nada, sin desesperarme, necesitaba depender de Quien salva las circunstancias. Pienso que este es el valor de la vida cristiana: ser colaboradores de Dios, es decir, ensimismarse con la humanidad de Cristo. Para nosotros, esa es la posibilidad de experimentar un sentido bueno en todo, y para el mundo, es el testimonio de la razón que comienza a hacernos distintos, a cambiarnos: Cristo.
Alberto, Milán