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Huellas N.1, Enero 2009

BENEDICTO XVI

La gracia de Dios se ha manifestado en la carne y ha mostrado su rostro

© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana

Del Mensaje Urbi et orbi, Navidad 2008

«Apparuit gratia Dei Salvatoris nostri omnibus hominibus» (Tt 2,11).

Queridos hermanos y hermanas, renuevo el alegre anuncio de la Natividad de Cristo con las palabras del apóstol San Pablo: Sí, hoy «ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres».
Ha aparecido. Esto es lo que la Iglesia celebra hoy. La gracia de Dios, rica de bondad y de ternura, ya no está escondida, sino que «ha aparecido», se ha manifestado en la carne, ha mostrado su rostro. ¿Dónde? En Belén. ¿Cuándo? Bajo César Augusto durante el primer censo, al que se refiere también el evangelista San Lucas. Y ¿quién la revela? Un recién nacido, el Hijo de la Virgen María. En Él ha aparecido la gracia de Dios, nuestro Salvador. Por eso ese Niño se llama Jehoshua, Jesús, que significa “Dios salva”.

La gracia de Dios ha aparecido. Por eso la Navidad es fiesta de luz. No una luz total, como la que inunda todo en pleno día, sino una claridad que se hace en la noche y se difunde desde un punto preciso del universo: desde la gruta de Belén, donde el Niño divino ha «venido a la luz». En realidad, es Él la luz misma que se propaga, como representan bien tantos cuadros de la Natividad. Él es la luz que, apareciendo, disipa la bruma, desplaza las tinieblas y nos permite entender el sentido y el valor de nuestra existencia y de la historia. Cada belén es una invitación simple y elocuente a abrir el corazón y la mente al misterio de la vida. Es un encuentro con la Vida inmortal, que se ha hecho mortal en la escena mística de la Navidad; una escena que podemos admirar también aquí, en esta plaza, así como en innumerables iglesias y capillas de todo el mundo, y en cada casa donde el nombre de Jesús es adorado.

La gracia de Dios ha aparecido a todos los hombres. Sí, Jesús, el rostro de Dios que salva, no se ha manifestado sólo para unos pocos, para algunos, sino para todos. Es cierto que pocas personas lo han encontrado en la humilde y destartalada demora de Belén, pero Él ha venido para todos: judíos y paganos, ricos y pobres, cercanos y lejanos, creyentes y no creyentes..., todos. La gracia sobrenatural, por voluntad de Dios, está destinada a toda criatura. Pero hace falta que el ser humano la acoja, que diga su «sí» como María, para que el corazón sea iluminado por un rayo de esa luz divina. Aquella noche eran María y José los que esperaban al Verbo encarnado para acogerlo con amor, y los pastores, que velaban junto a los rebaños (cf. Lc 2,1-20). Una pequeña comunidad, pues, que acudió a adorar al Niño Jesús; una pequeña comunidad que representa a la Iglesia y a todos los hombres de buena voluntad. También hoy, quienes en su vida lo esperan y lo buscan, encuentran al Dios que se ha hecho nuestro hermano por amor; todos los que en su corazón tienden hacia Dios desean conocer su rostro y contribuir a la llegada de su Reino. Jesús mismo lo dice en su predicación: estos son los pobres de espíritu, los afligidos, los humildes, los hambrientos de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por la causa de la justicia (cf. Mt 5,3-10). Éstos son los que reconocen en Jesús el rostro de Dios y se ponen en camino, come a los pastores de Belén, renovados en su corazón por la alegría de su amor.

Hermanos y hermanas que me escucháis, el anuncio de esperanza que constituye el corazón del mensaje de la Navidad está destinado a todos los hombres. Jesús ha nacido para todos y, como María lo ofreció en Belén a los pastores, en este día la Iglesia lo presenta a toda la humanidad, para que en cada persona y situación se sienta el poder de la gracia salvadora de Dios, la única que puede transformar el mal en bien, y cambiar el corazón del hombre y hacerlo un «oasis» de paz. (…)

Hoy «ha aparecido la gracia de Dios, el Salvador» (cf. Tt 2,11) en este mundo nuestro, con sus capacidades y sus debilidades, sus progresos y sus crisis, con sus esperanzas y sus angustias. Hoy resplandece la luz de Jesucristo, Hijo del Altísimo e hijo de la Virgen María, «Dios de Dios, Luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero... que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo». Lo adoramos hoy en todos los rincones de la tierra, envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Lo adoramos en silencio mientras Él, todavía niño, parece decirnos para nuestro consuelo: No temáis, «no hay otro Dios fuera de mí» (Is 45,22). Venid a mí, hombres y mujeres, pueblos y naciones; venid a mí, no temáis. He venido al mundo para traeros el amor del Padre, para mostraros la vía de la paz.

Vayamos, pues, hermanos. Apresurémonos como los pastores en la noche de Belén. Dios ha venido a nuestro encuentro y nos ha mostrado su rostro, rico de gracia y de misericordia. Que su venida no sea en vano. Busquemos a Jesús, dejémonos atraer por su luz que disipa la tristeza y el miedo del corazón del hombre; acerquémonos con confianza; postrémonos con humildad para adorarlo.



Angelus, Plaza de San Pedro, 1 de enero de 2009
Solemnidad de Santa María, Madre de Dios


En este primer día del año me alegra dirigir a todos los presentes en la plaza de San Pedro, y a quienes están en conexión con nosotros mediante la radio y la televisión, mis más fervientes deseos de paz y de todo bien. Son deseos que la fe cristiana hace, por decirlo así, “fiables”, al apoyarlos en el acontecimiento que estamos celebrando en estos días: la encarnación del Verbo de Dios, nacido de la Virgen María.
En efecto, con la gracia de Dios –y sólo con ella– podemos esperar siempre de nuevo que el futuro sea mejor que el pasado, porque no se trata de confiar en una suerte más favorable, o en las modernas combinaciones del mercado y las finanzas, sino de esforzarnos por ser nosotros mismos un poco mejores y más responsables, para poder contar con la benevolencia del Señor. Y esto siempre es posible, porque «Dios nos ha hablado por medio de su Hijo» (Hb 1, 2) y nos habla continuamente mediante la predicación del Evangelio y mediante la voz de nuestra conciencia. En Jesucristo se manifestó a todos los hombres el camino de la salvación, que es ante todo una redención espiritual, pero que implica lo humano en su totalidad, incluyendo también la dimensión social e histórica.

Por eso, la Iglesia, mientras celebra la Maternidad divina de María santísima, en esta Jornada mundial de la paz, que ya tiene lugar desde hace más de cuarenta años, indica a todos a Jesucristo como Príncipe de la paz. Siguiendo la tradición iniciada por el siervo de Dios Papa Pablo VI, escribí para esta circunstancia un Mensaje especial, eligiendo como tema “Combatir la pobreza, construir la paz!”.
De este modo, deseo ponerme una vez más en diálogo con los responsables de las naciones y de los organismos internacionales, ofreciendo la contribución de la Iglesia católica para la promoción de un orden mundial digno del hombre. Al inicio de un nuevo año, mi primer objetivo es precisamente invitar a todos, gobernantes y simples ciudadanos, a no desalentarse ante las dificultades y los fracasos, sino a renovar sus esfuerzos.
La segunda parte del año 2008 ha hecho emerger una crisis económica de amplias proporciones. Es preciso analizar en profundidad esta crisis, como un síntoma grave que exige intervenir en las causas. No basta, como diría Jesús, poner remiendos nuevos en un vestido viejo (cf. Mc 2, 21). Situar a los pobres en el primer puesto significa pasar decididamente a la solidaridad global que ya Juan Pablo II indicó como necesaria, concertando las potencialidades del mercado con las de la sociedad civil (cf. Mensaje, n. 12), en un respeto constante de la legalidad y tendiendo siempre al bien común.

Jesucristo no organizó campañas contra la pobreza, sino que anunció a los pobres el Evangelio, para rescatarlos integralmente de la miseria moral y material. Lo mismo hace la Iglesia, con su incesante labor de evangelización y promoción humana. Invoquemos a la Virgen María, Madre de Dios, para que ayude a todos los hombres a caminar juntos por la senda de la paz.