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Huellas N.1, Enero 2009

IGLESIA - Reportaje desde Hanói

Libres también en Vietnam

Lorenzo Fazzini

Viaje por un país todavía orgulloso de llamarse “socialista”, donde la fe sufre mil vejaciones y donde el gobierno esperaba que los católicos desapareciesen. En cambio, la vida de la Iglesia ha crecido y hoy interroga también a los gobernantes con sus obras de caridad

«Con las limitaciones impuestas en 1975, el gobierno pensaba que la Iglesia iría disminuyendo hasta desaparecer. Pero, por el contrario, los católicos se han vuelto más fervientes». Monseñor Paul Nguyen Van Hoa es, desde hace 33 años, obispo de Nha Trang, ciudad costera de 300.000 habitantes en el sur de Vietnam. Sus ojos azules se iluminan cuando expresa esta consideración: es una paradoja, pero la persecución que hemos padecido y el férreo control que ejerce el gobierno actualmente han sido un revulsivo para la Iglesia. Vietnam cuenta hoy con unos siete millones de fieles, el 1,8% de la población de un país que se autodefine con orgullo como “República Socialista”. En Hanói las banderas con la hoz y el martillo ondean en muchos edificios y el Partido reina como soberano indiscutible. Aunque, por supuesto, también aquí business is business: el apresurado desarrollo económico (con un crecimiento del 8%) se debe a las conspicuas inversiones japonesas, surcoreanas y estadounidenses, ya que un salario medio consta de tan sólo 80-100 dólares al mes. Pero no existe libertad de opinión, de palabra ni de prensa. Y los católicos resultan molestos, como demuestran los hechos. El 8 de diciembre, ocho fieles de la parroquia de Thai Ha, suburbio de Hanói, fueron condenados a una pena de entre 12 y 17 meses, aunque luego fueron puestos en libertad bajo fianza. ¿Su delito? Haber «perturbado la tranquilidad pública» y «causado daños», por haber rezado en un terreno de la iglesia de los Padres Redentoristas, requisado por el gobierno en 1959, que ahora revindica la congregación. Una semana después el Tribunal del pueblo de Vinh Long, una provincia más al Sur, mandó derribar un convento de las Hijas de la Caridad para construir un parque.

Burocracia roja. Así es como actúa habitualmente la administración en un país en el que la Constitución reconoce teóricamente la libertad religiosa, pero la Iglesia sigue estando sometida a restricciones continuas: cualquier decisión –ordenaciones sacerdotales, traslado de obispos, iniciativas y obras– necesita pedir la autorización estatal. No pasar por la burocracia «roja» puede tener sus consecuencias: en octubre, dos frailes franciscanos, misioneros entre los montagnard –las minorías de los macizos centrales– distribuyeron sin permiso medicinas entre los pobres de una aldea; por ello, los detuvieron un día entero. A los católicos se les discrimina en la enseñanza y tienen dificultades para obtener el pasaporte.
La Iglesia lucha por recobrar sus edificios requisados por el Estado, pero a menudo el gobierno –cómplice de una corrupción generalizada– los vende a entidades privadas que los transforman en hoteles, restaurantes o incluso en night clubs. En septiembre, miles de fieles salieron a la calle, en oración, para pedir al comité del pueblo de Hanói la restitución de la antigua Nunciatura apostólica y del terreno anexo, situado junto a la catedral de San José. Las autoridades enviaron policías con equipos antidisturbios que atacaron a ancianos y niños con porras eléctricas y gases lacrimógenos. «Una violación patente de los derechos humanos», denuncia el arzobispo de Hanói, monseñor Joseph Ngo Quang Kiet. Los medios de comunicación han orquestado una durísima campaña contra el valeroso prelado, “reo” de haber declarado que «la libertad religiosa no es una concesión, sino un derecho». El partido ha pedido su destitución, pero todo el episcopado ha cerrado filas entorno al arzobispo.
Los católicos atravesaron la “gran tribulación” en 1975, con la conquista del antiguo Saigón por parte del Vietcong, se cerraron todas las iglesias, se destruyeron los seminarios y el gobierno se incautó de todas las propiedades eclesiásticas (escuelas, hospitales y centros culturales). Hasta el Doi Moi (1986), el equivalente vietnamita de la Perestroika soviética, la Iglesia no pudo salir a la luz: se reabrieron las parroquias, resurgieron lentamente los seminarios (en la actualidad hay siete), y se reanudaron las actividades pastorales. Pero el visto bueno comunista siguió siendo necesario: la fe debe quedar confinada dentro de las paredes de las parroquias, ningún ámbito público (cultura, salud, educación) puede ser “invadido” por la religión.
«Nuestra Iglesia se fundamenta en la sólida fe de los mártires», explica el presidente de los obispos, Pierre Nguyen Van Nhon. En el siglo XIX, durante las persecuciones de los mandarines budistas fueron 150 mil los fieles asesinados por ser discípulos de Cristo. «Por lo que respecta a la religión sigue siendo fundamental la tradición familiar: cualquier familia cristiana quiere tener un hijo o una hija consagrados», observa el prelado de Dalat. Esto lo demuestran las casas de formación llenas hasta el límite: 250 seminaristas en Xuan Loc, 200 en Nha Trang, 300 en la capital; con otros tantos aspirantes y 70 salesianos repartidos entre Dalat y Ciudad Ho Chi Minh; cada año se forman 4.000 laicos en el centro diocesano de esta ciudad, la antigua Saigón; los jesuitas tienen tantos novicios (37) como sacerdotes (37) y 150 candidatos a la vida religiosa.
La participación en la misa dominical entre los católicos es altísima, del 90%. En la parroquia salesiana de Xuan Hiep, en la periferia de Ciudad Ho Chi Minh, se ve a primera vista: los parroquianos son 6.000, de los cuales 5.000 acuden a una de las cinco misas dominicales. En Vietnam las iglesias se abren temprano, la primera celebración es a las 5.30, pero en el campo las campanas empiezan a sonar a las 4. Multitud de jóvenes acuden a la antigua capital del Sur, económicamente más desarrollada, para buscar trabajo. «Dejan a sus familias para encontrarse solos, en un lugar desconocido», dice el padre John, uno de los salesianos. «Nos ocupamos de ellos: vamos a buscarles a sus casas, les enseñamos a llevar su casa, su trabajo y su tiempo». Todas las noches, centenares de chicos rezan el rosario delante de la estatua de María Auxiliadora; los lunes son los ensayos del coro, los martes el cursillo de novios, los jueves hay confesiones y adoración del Santísimo. No faltan conversiones, incluso de comunistas: «Todos necesitamos encontrar un punto de apoyo en la vida», señala el cardenal Pham Minh Man, arzobispo de Ciudad Ho Chi Mihn. «Es lo que les pasa a los comunistas que se convierten: ven en la Iglesia algo en lo que se pueden apoyar porque descubren la caridad y comprenden que se puede confiar en ella. Se convierten profesores y científicos, se ha dado incluso el caso de un juez del Tribunal Supremo». El arzobispo administra cada año 9.000 bautismos de adultos. ¿Por qué se convierte la gente? «Le respondo citando lo que me dijo, hablando de las religiosas que trabajan en los centros estatales para enfermos de sida, el ex primer ministro, Vo Van Kiet: «Sólo los católicos ponen su corazón al atender a estas personas». La caridad es lo que llama la atención de los no cristianos. En el siglo XVI, cuando llegaron los misioneros franceses, la gente decía que traían la religión del amor. Hoy oímos lo mismo por boca de las autoridades comunistas».

La caridad habla. Junto al viejo aeropuerto de Nha Trang hay una casa azul, bien cuidada, con un jardín minúsculo. En las paredes hay dibujos infantiles, se oye música de un radio-cassette y las típicas palmas de un grupo de niños: son minusválidos, niños con síndrome de Down y sordomudos. Aquí viven siete hermanas de la congregación del Corazón Inmaculado de María, que abrieron las puertas hace unos años a 50 niños y adolescentes, la más pequeña tiene 3 años, el mayor 25. En su mayoría no son católicos «pero les acogemos por caridad», explica una hermana que ha estudiado en Suiza. «Incluso hay algún hijo de dirigentes del partido» que eligen a estas religiosas para que atiendan a sus hijos minusválidos. Es también la conmoción lo que mueve a los cristianos a involucrarse en un ámbito –el de los enfermos de sida– en el que reina la burocracia y el desinterés estatal: «Nadie quiere comprometerse en este campo: hay médicos y enfermeras a los que se les ha encomendado este trabajo pero no lo asumen», denuncia el cardenal Manh. La Iglesia prácticamente ha “obligado” al gobierno a permitir que otras religiones se interesen por estos pobres. «Recientemente, la Oficina de Asuntos Religiosos organizó una reunión con las confesiones religiosas reconocidas (entre ellas católicos, budistas y protestantes; ndr), para pedirnos que participáramos en la educación de los jóvenes para enfrentarse al sida. Hasta este momento el gobierno no lo había permitido. En nuestra diócesis, 16 congregaciones con más de 100 voluntarios se ocupan en privado de los enfermos terminales de sida. Han ayudado a muchísimas personas a morir en paz y la mayoría ha pedido el bautismo».
Ahora la diócesis de Ho Chi Minh está proyectando un centro en Ly Hoa Hiep para atender a los enfermos, «en él colaborarán diferentes congregaciones: las Hermanas de St.Paul de Chartres, las Hijas de la Caridad, las Hermanas del Buen Pastor y los salesianos. También la hermana Nirmala, sucesora de la Madre Teresa al frente de las Misioneras de la Caridad, vino a Vietnam y le dijo al gobierno: queremos servir a los pobres. Le mandaron de un ministerio a otro y al final acabó viniendo aquí».
La caridad es lo que impresiona a los no cristianos: «No nos dejan predicar directamente el Evangelio, pero podemos dar testimonio del amor», resume Étienne Nguyen Nhu Thê, arzobispo de Huê, en el centro del país. ¿Los no creyentes comprenden que esta solidaridad tiene un origen religioso? «Por supuesto, comprenden que detrás hay una fe. No hay muchos bautismos pero sí numerosas conversiones espirituales. Cuando experimenta la caridad, el corazón de la persona se vuelve hacia Cristo».