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Huellas N.1, Enero 2009

PÁGINA UNO

De la fe nace el método

Luigi Giussani

Apuntes de la Asamblea de responsables, noviembre de 1993

Una cuestión de método. Nuestra compañía se define por un método. Se puede afirmar que la “genialidad” de nuestro movimiento está por entero en su método. Por eso, se trata ante todo de una “genialidad” de tipo educativo, siendo el método el camino a través del cual un hombre llega a tener conciencia de la experiencia que se le propone. Precisamente es al salvaguardar la autenticidad del método, como se puede transmitir el contenido de nuestra experiencia.

El origen del método cristiano es la fe
El método tiene su origen en la fe, que es el reconocimiento en la propia vida de una presencia excepcional que corresponde al corazón. Debería ser normal la correspondencia entre todo lo que sucede y el corazón; sin embargo, no es así. Pues, al margen del encuentro con una presencia excepcional es imposible huir de la constatación trágica: «Nada nuevo bajo el sol».
El método surge del “impacto” con una presencia imprevisible y grande, que la razón reconoce literalmente como “sobrehumana”.
La esencia del método, por lo tanto, es seguir aquella realidad personal que introduce en el acontecimiento de una presencia excepcional. El seguimiento es la actitud más razonable ante el acontecimiento cristiano. La cultura actual sostiene que es imposible conocerse y cambiarse a sí mismo y a la realidad “sólo” siguiendo a una persona. La persona, en nuestra época, no es contemplada como instrumento de conocimiento y de cambio, ya que se la entiende de modo reductivo: el conocimiento se concibe como reflexión analítica y teórica, y el cambio como praxis y aplicación de reglas. Sin embargo, Juan y Andrés, los dos primeros que se encontraron con Jesús, aprendieron a conocer de un modo distinto y a cambiar ellos mismos y la realidad precisamente por el seguimiento de aquella persona excepcional. Desde el instante de aquel primer encuentro el método ha empezado a desplegarse en el tiempo.

La evidencia y la libertad
La evidencia del carácter excepcional de aquella Presencia que habían encontrado Juan y Andrés se manifiesta en un instante y cautiva para la eternidad. La convicción, por su parte, madura con el tiempo. La gente veía a Jesús como un “maldito” para los doctores de la Ley, un proscrito para los escribas y fariseos, un individuo “sospechoso” del que todos hablaban mal. Sin embargo, para esa misma gente resultaba evidente que Él se correspondía con su corazón más que todos los que le denigraban. Se trata de una evidencia, de una correspondencia patente con el corazón que no necesita ser objeto de ulteriores “argumentaciones”.
Por lo tanto, la evidencia acontece en el instante –mientras Juan y Andrés le miraban pendientes de sus palabras, les resultaba evidente que aquel hombre se correspondía imprevisiblemente, de manera excepcional, a su corazón–; la convicción, en cambio, es fruto del tiempo, es decir, literalmente de una repetición, de una petición que se renueva (re-petere). Se trata de una repetición que “persuade”. Conviene subrayar que la libertad se adhiere o se retrae en el momento de la evidencia. Después, con el tiempo, se desvelará la posición que asumió la libertad ante la evidencia primera: abierta de par en par o cerrada. Todo depende de la posición original ante las cosas: si el hombre está con los ojos abiertos de par en par, o si está como un niño caprichoso que se cubre el rostro con el brazo. Lo que sucede en la vida saca inevitablemente a la luz la posición elegida y asumida al principio. «La vida del hombre –decía santo Tomás– consiste en el afecto que principalmente lo sostiene y en el que encuentra su mayor satisfacción». Y Romano Guardini añadía: «En la experiencia de un gran amor todo lo que sucede se convierte en un acontecimiento dentro de su ámbito».

Una imitación, en el tiempo
Un término que contribuye a precisar la naturaleza del método es la palabra “imitación”. Ésta describe la gran ley de la naturaleza a todos los niveles. En el principio, Dios, al crear al hombre, dijo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1,26). Y Jesús introducía la misma dinámica al dirigirse a sus discípulos con estas palabras: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Lo cual es humanamente imposible, y, sin embargo, en esta tensión a imitar está la síntesis de toda la ley moral evangélica.
Seguir es seguir, no alcanzar el éxito. E imitar es imitar, no lograr. En el método del seguimiento y de la imitación está implicada la noción de “devenir”. Por ello, el método implica el tiempo.
La imitación se realiza mediante un parangón, que no es un duelo entre dos lógicas, ni la búsqueda de una aprobación, sino la petición continua de una corrección.

NB: Como inciso, merece la pena resaltar la importancia que revisten estas anotaciones para comprender el concepto mismo de “educación”, en cualquier ámbito en que se aplique. Misericordia y perdón son los márgenes extremos de una relación educativa nueva. El genio del cristianismo consiste en el anuncio de que Dios se ha convertido en un factor inmanente a toda la experiencia humana, incluso a la del pecado. Misericordia y perdón son como la semilla divina que desde el error humano puede regenerar la vida.

Una tentación irracional
Lo que hace brotar la evidencia inicial, el acontecimiento, no pertenece sólo al momento inicial, no se agota en él, sino que está presente en cada momento del desarrollo. Por ello, seguir implica un reconocimiento que se repite. No se trata en absoluto de un automatismo. Pues la vida concebida de ese modo se compone de actos que con el tiempo se hacen cada vez más conscientes, más cargados de una conciencia de fe y por lo tanto más ricos de humanidad. La tentación es la de “apartarse” de este seguir, por la presunción de saber ya lo que se nos pide seguir. Entonces, se cae en la parcialidad, en el rechazo de la corrección, se suspende la tensión hacia la plenitud. La incorrección más grave es suspender el método, pensando que uno lo suple con su propia capacidad. Bien mirado es un acto irracional: si la razón es conciencia de la realidad según la totalidad de sus factores, toda parcialidad destruye la razón y el método.

La virtus: la obediencia
La virtus, la actitud moral en el camino de la fe es la obediencia. Ésta se expresa como el seguimiento de una presencia excepcional que uno ha encontrado y que tiene dos connotaciones:
a) la presencia excepcional se nos comunica a través de una realidad humana: la Iglesia; a través de la compañía generada por la fe de un hombre concreto;
b) justamente porque la presencia que se sigue es humana, ésta expresa inevitablemente puntos de vista y temperamentos propios y distintos de los que expresan otros. En esta “variedad de encarnaciones” se comprende y se manifiesta lo que llamamos carisma: “el terminal” del gran misterio de la Encarnación. El acontecimiento cristiano, el hecho de que Dios se ha encarnado, implica y establece una realidad humana con determinadas características, crea un lugar a través del cual Él me alcanza por la acción del Espíritu Santo.
La obediencia, por lo tanto, constituye la virtud propia del seguimiento, y la prueba de ello se tiene cuando se ha de seguir a un hombre determinado, a una compañía precisa. No es obediencia si no sigue la Presencia excepcional en el terminal concreto (carisma) en el que ésta se hace presente. En dicha prueba se comprende el significado de la expresión: «No hay mayor sacrificio que dar la vida por la obra de Otro». Obediencia: no hay palabra que exprese con mayor claridad el mérito del hombre–Cristo, hecho obediente hasta la incongruencia suprema. Cristo, en efecto, «se hizo obediente hasta la muerte» (Flp 2,8).
Que nuestra compañía sea un bien para la Iglesia y la sociedad no depende de lo que cada uno consiga obrar según su propio ingenio, sino de la disponibilidad a realizar “la Obra” del Espíritu. Obedecer al Espíritu significa, en último término, obedecer a un hombre, a una realidad humana –todo lo frágil e incoherente que se quiera– elegida por Dios como terminal de la Encarnación, como carisma que existe en función de la totalidad de la Iglesia.
De la fe y de la obediencia, concebidas y vividas así, nace un pueblo nuevo. La obediencia, en efecto, asegura esa unidad esponsal que engendra a los hijos. La estéril que obedeció se ha convertido en la que engendra a los hijos.