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Huellas N.1, Enero 2003

CULTURA

Raymond Carver. Contar hechos

Luca Doninelli

Sus historias hablan de pequeños eventos y sus personajes son gente corriente. Pero de sus míseras circunstancias brota la belleza, la piedad que eleva a los hombres más allá de sus bajezas. Uno de los pocos autores que representa una completa novedad en el panorama de la literatura del siglo XX

Hasta hace unos años, en Italia el nombre de Raymond Carver (Klatskanie, USA, 1938 - Port Angeles, USA, 1988) - aparte de la película Vidas Cruzadas (Short Cuts) para la que el director Robert Altman se inspiró en algunos de sus relatos - estaba ligado sobre todo al devenir del movimiento literario denominado “minimalista” (David Leawitt, Jay McInerney, Susan Minot, etc.) que se reconstruía expresamente a partir de las lecciones de “creative writing” que Carver impartía en los años setenta.
Algunas editoriales italianas, a raíz del éxito de sus discípulos, trataron de darle a conocer en Italia, pero la respuesta de los lectores no fue satisfactoria: la razón fue que, mientras que sus discípulos se volcaron en la novela - un género literario que se acerca más a los gustos del lector medio italiano -, Carver se había dedicado siempre al relato breve, a la short story, un tipo de narrativa un poco extraña a nuestros gustos, pero que en EEUU goza de una gran tradición: O’Henry, Hemingway, Capote, O’Connor, Cheever son todos grandes maestros en esta dificilísima especialidad.
Lo que no funcionaba era el cuento como género literario, de modo que los editores, muy a su pesar, al cabo de un tiempo renunciaron a su empresa y durante algunos años lo único que circuló por Italia de Carver fue una recopilación de cuentos, Catedral, en una edición económica estéticamente impresentable.
Fue preciso crear una editorial a propósito para sus obras, con un notable esfuerzo no sólo en términos económicos sino también en términos de amor, para que sus obras maestras fueran suficientemente protegidas, defendidas y recopiladas. Un estudioso de primer orden, Ricardo Duranti, dedicó prácticamente su vida a Carver y con el apoyo de la viuda de éste, la poetisa americana Tess Gallagher, y con la ayuda de otros amigos creó la editorial Minimum Fax, en la que hoy es posible hallar casi toda la producción carveriana, desde las recopilaciones de cuentos Di cosa parliamo quando parliamo dámore y Cattedrale hasta la antología Da dove sto chiamando o las recopilaciones poéticas Racconti in forma di poesia y Il nuovo sentiero per la cascada.
[En esta introducción, el autor se refiere a la situación italiana. En España existen múltiples traducciones de la obra de Carver, tanto poética como narrativa. Puede consultarse una referencia de estas obras en la página 49.]

Una humanidad infinita
Raymond Carver es uno de los mejores escritores del siglo XX. Su nombre puede emparejarse sin complejos con los de Chejov, Proust, Mann, Kafka, Joyce, Hemingway, Faulkner y pocos más. Lo digo convencido, porque Carver es uno de los poquísimos autores que ha aportado una verdadera novedad a la literatura, diciendo algo que nunca antes se había dicho.
Sus historias no se resumen. Hablan de pequeños eventos cotidianos, que son como las infinitas variaciones de un tema único, la vida cotidiana dentro de un grupo social muy homogéneo, con personas que a menudo hacen las mismas cosas (por ejemplo, una gran cantidad de relatos y poesías se dedican a la pesca). Las historias de Carver se desarrollan en un área geográfica, humana y temática bastante restringida. En esta actitud se revela, mejor que en ninguna otra cosa, su discipulado ideal respecto a Antón Chejov, al que poco antes de morir Carver dedicó uno de sus más bellos y conmovedores cuentos: El encargo.
Lo primero que impresiona al lector de Carver es la gran humanidad de este escritor. «Una humanidad infinita», escribe Fernanda Pivano. Es un buen método para distinguir al gran artista del mediocre. El gran artista, el gran poeta y escritor asombra por la pasión humana que le anima. Ver la podredumbre es fácil y desarrollar una técnica narrativa en consonancia con ella es igualmente sencillo si se posee un mínimo de talento. Pero entresacar la belleza a partir de lo feo de la historia (porque, en efecto, las historias tienen mucho de feo, siempre que se quiera mantener un mínimo de relación con la realidad), la piedad que eleva al hombre un peldaño por encima de sus bajezas, la atención no sólo a lo que es previsible en los personajes sino también a su carácter imprevisible, la prosa que se va asemejando cada vez más no ya a una idea prefijada sino a la vida tal y como es: esto es lo difícil, y lo bello, del arte.
Ray Carver poseía estas cualidades en cantidades insólitas. Incluso la lectura de sus primeros cuentos, que son más ásperos y tristes, nos comunica la extraordinaria atención del escritor a la densidad de la experiencia humana de sus protagonistas, aun cuando esta experiencia se nos muestra mísera y mezquina.
La segunda cualidad que asombra al lector que se acerca a la obra de Carver es la ausencia en sus relatos de lo que es el desarrollo ordinario del cuento, que habitualmente comienza con un cuadro introductivo, prosigue adentrándose en el cuerpo de la narración para llegar al desenlace final, en el cual todo sale a la luz y la esencia de toda la historia se condensa en una frase, en una imagen, o en un pasaje especialmente significativo.
Por el contrario, los cuentos de Carver parecen privados de desarrollo, presentan como muñones de historia interrumpidos de improviso, o bien situaciones con vicisitudes y relaciones que parecen sólo esbozadas. En pocas palabras, a menudo te dejan con la miel en los labios: al sentimiento de humanidad que inunda al lector le acompaña otro de moderada desilusión a causa del carácter incompleto de las historias narradas. Querríamos saber más de esos personajes, de sus peripecias, querríamos saber cómo van a terminar una relación determinada, o una pequeña empresa, nos apegamos incluso a los objetos inanimados de sus historias - un automóvil, una calle desmontada, un río, un aspirador - pero, al final, todo se difumina en lo más bello.
Sin embargo, Carver era un perfeccionista, que llegaba a rescribir un mismo cuento hasta treinta veces para que no hubiera una sola palabra de más, una sola coma que no fuera necesaria. Esto explicaría en parte la ausencia de desarrollo y de final de sus relatos: sencillamente, él los terminaba cuando a su parecer habían dicho todo lo que tenían que decir.
Pero esta explicación es insuficiente. Leyendo a Carver uno comprende que en esta ausencia aparente de desarrollo y de moraleja hay algo profundo y decisivo.

La estrella polar
Como observa acertadamente el estupendo crítico de Civiltà Cattolica, Antonio Spadaro S.J. (A. Spadaro, Carver. Un’acuta sensazione di attesa, ed. Messaggero Padua, 110 pags.), aunque en el cuento haya alcanzado niveles insuperables, su obra comienza y termina con la poesía. El centro de su obra es poético y toma de la poesía la densidad y la intensidad, incluso en las páginas más abiertamente prosaicas.
En una célebre página autobiográfica, titulada La estrella polar e incluida en la recopilación póstuma Un sendero nuevo a la cascada, Carver cuenta el principio de su vocación literaria. No tenía aún veinte años y trabajaba como aprendiz de un boticario. Había tenido que empezar a trabajar muy joven ya que a los dieciocho años ya estaba casado y era padre. Yendo a realizar los repartos, tuvo que hacer una entrega en la casa de un literato y se quedó asombrado por la gran cantidad de libros que había por todas partes. Se quedó impresionado, si bien confusamente. El literato se dio cuenta y le animó. Le regaló también una copia de la revista en la que colaboraba. Carver concluye su recuerdo con estas palabras:
«Entonces no era más que un mozalbete ingenuo, pero nada puede explicar o disminuir (atención: explicar o disminuir) aquel momento: el momento en que aquello que más necesitaba en mi vida - llamémoslo una estrella polar, un punto de referencia - me fue donado por casualidad y con generosidad (atención: por casualidad y con generosidad). Nada que se acerque siquiera vagamente a aquel instante me ha vuelto a suceder desde entonces».
Este escrito es importantísimo porque narra un hecho. Y en ese hecho subyace la idea del Destino que Carver abrazará para siempre. Las historias de Carver, cualquiera de sus personajes, las situaciones que crea no alcanzan su verdad dentro del desarrollo de la historia. Dentro de la historia sí, pero no en su desarrollo ni en su final. Lo que aquel mozalbete intuyó aquel día, ¿sería menos verdadero si él no hubiera llegado a ser el grandísimo escritor que fue? Yo creo que no. La verdad está en la historia, pero no se resuelve en ella. Por eso Carver no cede a la necesidad psicológica de un final, de una moraleja. En esto se asemeja a Flannery O´Connor, aunque por lo demás parece que no le gustaba mucho.
Pero lo más interesante es que este sentido del destino como algo de “otro” no nace de un “sentimiento de espera”, sino de algo que le ha pasado y que se puede contar poco más o menos tal y como ha sucedido, sin necesidad de añadir nada: ni detalles sugerentes, ni sentimientos profundos. Si los hechos son persuasivos, bastan: es la regla a la que todo escritor debería atenerse.

Conclusión
Kafka dice que existe una meta pero ningún camino. El acento de la frase se coloca en la segunda parte y termina en la última, doliente nota. Existe la salvación pero, como le dirá a un amigo, «no para nosotros».
Carver responde en su obra al modo de los músicos de jazz, acentuando el primer compás: la existencia de una meta es más importante que no encontrar el camino de momento. Esto no tiene nada que ver con el optimismo, no es una toma de partido.
Toda la obra de Carver se halla impregnada de un potente sentido positivo de la realidad. No optimista: realista y positivo, positivo porque es realista.
Pongo un ejemplo característico. En el cuento Menudo, el narrador es un hombre en apuros: ha dejado a su mujer y vive con otra, pero ha entablado una relación con una tercera, y el marido de ésta, que ha descubierto el amorío, la ha echado de casa. Nuestro antihéroe está en un buen aprieto y no puede dormir. Así que, para hacer algo, se pone a arreglar el jardín. Mientras rastrilla se hace de día. El vecino sale de su casa para ir a trabajar y su mujer le despide en la puerta.
«Me ve arrodillado allí con el rastrillo en la mano y se pone serio. Frunce el ceño. Aun en sus peores momentos el señor Baxter es una buena persona, uno cualquiera, un tipo que difícilmente tomarías por una persona especial. Pero a mi entender, sí lo es. Para empezar, tiene una noche entera de sueño a sus espaldas y, además, acaba de abrazar a su mujer antes de irse a trabajar. Pero, aun antes de partir, ya sabe que volverá a casa después de un preciso número de horas. Es cierto que en el orden superior de las cosas, su regreso a casa será un evento de la mínima importancia; pero siempre será un evento».
Esta es una consideración que pocos escritores, tal vez ninguno, han hecho en todo el siglo XX. Lo mismo sucede en la poesía All her Life, cuando escribe: «Ayer noche soñé que asistíamos/ a un funeral en el mar. Al principio estaba atónito./ Después lleno de añoranzas. Pero tú/ me has rozado un brazo y has dicho: “No, todo va bien./ Era muy vieja, y además él la ha amado toda la vida”».
Sobre todo el último Carver, religioso en la cercanía de la muerte, multiplica estos signos de vida, como papelitos, como post-it que se deja a sí mismo por doquier para no olvidar. En la poesía What the Doctor Said, cuenta cómo el doctor le anunció su próxima muerte a causa de un tumor pulmonar. El doctor había leído sus libros, «usted es religioso», le dice, «porque sus libros están llenos de gente que se arrodilla, que pide ayuda». «Todavía no», responde el poeta, «pero intento empezar enseguida». Ningún escritor ha comprendido jamás la profundidad de la palabra “enseguida” como Carver. Toda su obra es un himno al “enseguida”, al “ahora, aquí”.
En una de sus últimas poesías define su vida como “gravy”, “un chollo”, incluso cuando descubre que se va a morir. «Soy un hombre afortunado», declara.
Pero esta claridad conmovedora, si bien se hace explícita en el último periodo, a mi entender subyace también en el periodo más negativo, más duro, más aparentemente negativo de su obra. Está presente en el modo mismo de entender el arte narrativo, en el respeto que demuestra hacia personajes, situaciones, objetos. Y hacia las palabras.
Sus discípulos en los cursos de escritura creativa le recuerdan como un maestro severo y exigente. Aprender a tratar la realidad (incluidas las palabras, que forman parte de ella) de acuerdo con lo que es constituye la más difícil de las artes, la propedéutica necesaria, el aprendizaje indispensable para cualquier artista.
Poco antes de morir, Giovanni Testori dijo que lo único verdaderamente necesario para un joven artista es amar la realidad. Estoy seguro de que Ray Carver estaría de acuerdo. Tal vez añadiría que este amor tiene un método que le es propio. Y estoy seguro de que Testori estaría de acuerdo.