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Huellas N.1, Enero 2002

PORTADA

Estados Unidos: doble papel

Lorenzo Albacete

Nueva “tierra prometida” aislada del resto del mundo, pero también “luz para las naciones” en la defensa de la justicia y de los derechos humanos. La interacción de dos tendencias opuestas determinará las directrices de la política exterior estadounidense en 2002


Los estadounidenses han empezado el 2002 mirando al mundo, y lo más destacable es precisamente que estén mirando al mundo. Y en cuanto lo hacen, perciben las mismas contradicciones que desde el principio han marcado su actitud hacia todo lo que está más allá de las fronteras de su nación.

La relación entre Estados Unidos como nación y el resto del mundo se ha caracterizado históricamente por un conflicto entre dos concepciones diferentes que han coexistido. Y hoy día sigue siendo así.

Por un lado, la tradición mítica o histórica que expresa y conduce la experiencia norteamericana se ha modelado según el ejemplo de la concepción bíblica del Éxodo, que narra la creación de la “tierra prometida”. Lo cual implica tres pasos: la antigua situación, de la que el pueblo es liberado; el paso de la antigua a la nueva condición, guiado por la providencia; el asentamiento y la creación de un nueva tierra, de un mundo completamente diferente.

De acuerdo con esta visión, el mundo más allá de las fronteras de la nueva tierra está el “viejo” mundo con sus habitantes inmersos en la pobreza, la ignorancia y la superstición, gobernado por líderes religiosos autoelegidos, tiranos y aristocracias decadentes. Si hay algo que encarne lo que se entiende por “viejo”, es la Iglesia Católica (y el protestantismo corrupto). Se trata del “romanismo” con sus dos expresiones más corruptas: el Papa y España. La liberación, la verdadera libertad, nace de un retorno al “puro cristianismo bíblico” en la nueva Tierra Prometida. La tierra americana con sus vastos espacios abiertos es el don de Dios a quienes vivan según esta fe. Estados Unidos es la nueva Sión, la Nueva Jerusalén, la ciudad construida sobre un monte que todos deben ver, admirar y envidiar. Los “padres fundadores” de la república estadounidense secularizaron totalmente este mito originario, pero la forma ha permanecido y sigue formando parte de la tradición, si bien inconscientemente.

A causa de ello, los estadounidenses tienden a concebirse separados del resto del mundo. Este sentido de aislamiento pertenece a la herencia misma de los padres fundadores, y no resulta sorprendente que en su último discurso como presidente George Washington exhortara a la nación a no “dejarse embaucar” por alianzas extranjeras. Hoy día, si bien son más conscientes que nunca de la existencia del resto del mundo, si bien gran parte de la calidad de vida de un norteamericano depende de recursos externos a Estados Unidos, a pesar de una globalización económica que les favorece, los estadounidenses siguen albergando este sentimiento de aislamiento que les hace concebir la “política exterior” como algo importante sólo cuando la seguridad de Estados Unidos está abiertamente amenazada.

Dicho sentimiento se contrapone obviamente a cualquier idea sobre un posible “rol”, misión o responsabilidad especiales de Estados Unidos hacia el resto del mundo. Un estrato profundo de la psique estadounidense se resiente de haber tenido que desempeñar este papel en las dos guerras mundiales y en los años que las siguieron. Los llamamientos de nuestros líderes a adoptar líneas políticas inspiradas en el “papel único” en el mundo no tienen mucho eco. De hecho, el presidente puede hablar de “liberar al mundo” del terrorismo, o de combatir contra el “mal” en el mundo, pero esto no conmueve demasiado a los norteamericanos. El imperio estadounidense no es la consecuencia del imperialismo. Para ellos sería estupenda una política exterior basada en el “vive y deja vivir”.

Naturalmente, antes era fácil mantener semejante actitud, dado que dos océanos separaban los territorios estadounidenses del viejo mundo, haciendo muy difícil un ataque al país por parte de potencias extranjeras. Durante la guerra fría, el pueblo se dio cuenta de que la tecnología había vuelto vulnerable su territorio y, así, sus líderes políticos pudieron justificar la fuerte presencia estadounidense en todos los rincones del mundo. Al término de la guerra fría, el aislacionismo volvió a ser algo respetable y popular. La atención se dirigió inmediatamente hacia el interior del país, y los problemas nacionales se volvieron prioritarios. Después de la crisis de la Guerra del Golfo, un gobernador de un estado del sur, bastante desconocido, logró vencer a un presidente cuya popularidad había alcanzado sus cotas máximas durante el conflicto. A casi nadie le preocupó que el gobernador Clinton no tuviera ninguna experiencia en el campo de la política exterior, dado que a George Bush I no le había resultado de mucha ayuda su preparación en ese terreno.

Por otro lado, parecería que en una nación fundada por inmigrantes, las diversas comunidades deberían tratar de llamar la atención de su nación adoptiva hacia sus países de origen. Si bien esto se ha verificado en algunos casos (el más dramático, sin duda, el de los judíos e Israel), la fuerza de asimilación a la cultura anglosajona dominante ha prevalecido sobre todos los intereses particulares. Recientemente, el enorme número de inmigrantes blancos no europeos ha empujado a algunos a poner en entredicho la capacidad de asimilación de la cultura dominante y el correspondiente mito de la nación creado por los padres fundadores, pero hoy por hoy no existen razones serias para poner en duda que las categorías que fundamentan la vida estadounidense respondan al modelo original.

Resulta especialmente interesante a este respecto el problema de la asimilación o no de las ingentes masas de inmigrantes de origen hispánico, casi el 70% de los cuales se profesa católico. Sus orígenes españoles - si bien entremezclados con modelos culturales africanos y autóctonos - y su catolicismo les hacen aparecer como una amenaza cultural para quienes todavía se ven influidos por la dimensión original anti-católica y anti-española que condiciona la memoria del origen de Estados Unidos. Sin embargo, no existe ninguna prueba concluyente de que al final los hispanos no sigan el mismo camino de asimilación a la cultura dominante, que será declaradamente menos homogénea, pero en continuidad con la actual.

La explosión de patriotismo que siguió a los acontecimientos del 11 de septiembre demuestra que, a pesar de todo lo que se ha dicho en los últimos tiempos a propósito de la pluralidad de culturas y de la desintegración de la tradición de los padres fundadores que unificaba al país, el pueblo estadounidense todavía sigue unido por una experiencia común que continúa la de las generaciones anteriores.

En un reciente artículo aparecido en el número de diciembre de la revista The Atlantic (“Are we really one people?”, “¿De verdad somos un sólo pueblo?”), David Brooks concluye que los ataques del 11 de septiembre «han neutralizado a los líderes políticos y culturales que trataban de sacar provecho de las diferencias (entre los estadounidenses). Los estadounidenses no tienen ganas de una lucha de clases o de una guerra de culturas. La consecuencia de los ataques terroristas ha sido algo parecido a un Sabbath nacional, arrancándonos de nuestras habituales diversiones y distracciones y recordándonos lo importante. Con el tiempo se atenuarán los efectos del shock. Pero las consecuencias psicológicas perdurarán con implicaciones significativas. Sigue siendo cierto lo que resultó evidente desde el principio: aunque existan algunas diferencias reales entre los estadounidenses, no subyace por el momento ningún conflicto. Puede haber rupturas, pero nunca se abrirá un abismo. Al contrario, existe un amor por esta nación: una única nación al fin y al cabo».

Hay otro aspecto del mito de los padres fundadores ligado al modelo del éxodo que se opone al aislacionismo. El viaje de los emigrantes al nuevo mundo se veía como una obra de la divina elección y providencia, una especie de pacto que comprometía a los estadounidenses a expresar su gratitud por la suerte que habían corrido, construyendo una moral civil basada en la Biblia. Así, Estados Unidos, igual que la tierra de Israel de la Biblia, debe llegar a ser “luz para las naciones”. Las esperanzas de la humanidad y su futuro habrían sido confiadas a ellos. Más aún, si bien los artífices culturales de la nueva nación no se guiaban por una fe rigurosamente bíblica, sí verían su obra desde una óptica totalmente moral, apelando a la “conciencia del mundo” para motivar sus decisiones.

Animados por este aspecto de su experiencia, los norteamericanos han demostrado una gran disposición al sacrificio para ayudar a aliados y amigos en todo el mundo, aún a despecho de los intereses de la seguridad nacional.

Por esto, la política exterior apela tan a menudo a la moralidad, a la necesidad de promover y defender los derechos humanos, la justicia y la libertad en el mundo entero, y los líderes ensalzan el “papel especial” de Estados Unidos en el mundo con términos casi religiosos, como demuestra el nombre de la reciente campaña militar: “libertad duradera”.

El concepto clave es sin duda “libertad”. La libertad en la experiencia de Estados Unidos es un concepto en evolución, que nunca ha seguido claves ideológicas, lo cual le ha permitido adaptarse a situaciones muy distintas, sobre todo cuando la seguridad nacional estaba en peligro. En la base de todo ello está una comprensión de la libertad cada vez más extendida: la libertad sería la posibilidad de determinar lo que este término significa según las reglas de la vida democrática. Se podría decir que la noción de libertad se ha desarrollado incluyendo una acepción que no puede estar ligada a ninguna definición inmutable, llevando así a la tolerancia hacia un sin fin de opiniones particulares y a una continua lucha contra la imposición de una cualquiera de estas opiniones. Por tanto, la libertad fundamental es la posibilidad de definir la libertad como un valor que la Constitución protege de las interpretaciones. La Constitución misma ofrece los instrumentos para poner en discusión las diferentes interpretaciones de la libertad a lo largo de la historia, y éste es el núcleo, la base intocable de toda la experiencia de Estados Unidos.

Cuando el presidente habla de “libertad duradera”, para la mayoría de los ciudadanos esta expresión suena un tanto vaga y tiene unos límites lo bastante amplios para dejar espacio a diferentes interpretaciones. La gente no aprecia las excesivas elucubraciones filosóficas sobre los fundamentos de la libertad. Es casi como si pensaran que se trata de algo “obvio en sí mismo”, como afirma la Declaración de Independencia.

Hablando en términos filosóficos, se podría correr el peligro de decir que prevalece una visión de la libertad como “ley natural”. Aunque los intelectuales debaten sobre esta cuestión - sea a favor o en contra - para la mayoría de la población se trata de un hecho más ligado a la realidad que a la teoría. Para la gente, la libertad es sobre todo la libertad del individuo de forjar su propio mundo, la de expresar su creatividad, la de sentar y definir sus objetivos en la vida, sin restricciones debidas a sistemas teóricos y abstractos.

Ésta es la libertad que los estadounidenses han visto amenazada por los acontecimientos del 11 de septiembre. Por eso estos mismos hechos han desencadenado tal sentido del patriotismo. Por eso la gente estaba dispuesta a dejar a un lado tantas opiniones diferentes (e incompatibles en el ámbito teórico) para defenderse a sí mismos. Como resultado, al principio del nuevo año el pueblo estadounidense siente una vez más la hostilidad del resto del mundo respecto a Estados Unidos, confirmando así su perenne tentación de aislacionismo, y llevando a los ciudadanos a desconfiar de todo lo que es “extranjero”, además de apuntalar una política exterior unilateral. Desde otro punto de vista, esta tentación será puesta en entredicho por el reconocimiento de otra posibilidad de guiar una alianza mundial en nombre de la libertad humana, de los derechos humanos y de la dignidad humana que muestra a Estados Unidos como depositario de la esperanza de libertad de toda la humanidad. Las dos tendencias están presentes en la administración Bush y entre los líderes de las dos principales formaciones políticas. Su interacción determinará el futuro de la política exterior estadounidense en el nuevo año.

Todo depende de cómo el pueblo estadounidense conciba la libertad que ha sentido amenazada por los ataques del 11 de septiembre. Ahora que no puede considerar sus fronteras como un baluarte de defensa contra los que intentan privarles de esta libertad, existe indudablemente una oportunidad de reconsiderar a fondo el significado real de la palabra libertad. Pero los argumentos teóricos no prevalecerán. El futuro pertenece a quienes puedan mostrar que son realmente libres.