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Huellas N.1, Enero 2001

RATZINGER

La difícil Europa

Guido Horst

En Berlín el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe intervino acerca de la situación del continente europeo. Después de la cumbre de Niza y de la redacción de la carta de los derechos fundamentales, en los que no se hace mención a Dios, al matrimonio monogámico como célula del tejido social, a la libertad de conciencia y religiosa


¿Cuál será el futuro de Europa? «No lo sabemos», afirmaba sintéticamente el cardenal Ratzinger al final de su intervención sobre los fundamentos espirituales de Europa. La embajada de Baviera ante el gobierno federal alemán en Berlín invitó al Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe a exponer su diagnóstico sobre la situación del continente europeo y a la conferencia asistieron centenares de huéspedes del mundo político y económico reunidos para escuchar, al menos una vez, a un alto representante de la Iglesia romana en un Berlín ampliamente secularizado. Ratzinger citó al historiador británico Arnold Toynbee y su tesis sobre la crisis de la secularización de occidente. El Prefecto expresó su perplejidad ante la hipótesis de que como terapia es suficiente volver a introducir simplemente «el momento religioso» en la cultura europea - como propone Toynbee -, sobre todo porque «el momento religioso» consiste en una «síntesis de residuos del cristianismo y del patrimonio religioso de la humanidad en general». Sin embargo, Toynbee tenía razón - prosiguió Ratzinger - al afirmar que el destino de una sociedad depende siempre «de las minorías creativas». Para el Cardenal esto significa que «los fieles cristianos, al ser considerados una minoría creativa, deberían contribuir a que Europa recupere lo mejor de su patrimonio hereditario».

Falta el nombre
En su intervención, el Cardenal analizó la situación concreta de Europa respecto a la propia herencia espiritual y religiosa basándose en la Carta de los derechos fundamentales proclamada solemnemente por los representantes de los gobiernos de la Unión Europea con ocasión de la cumbre de Niza. Especialmente importante - subrayó Ratzinger - es el segundo párrafo de la introducción: «Consciente de su patrimonio espiritual y moral, la Unión se basa en los valores indivisibles y universales de dignidad humana, de libertad, igualdad y solidaridad». El Cardenal prosiguió lamentando que en la Carta no se nombre expresamente a Dios. Es importante, sin embargo, «la necesidad de salvaguardar la dignidad humana y los derechos humanos como valores que están por encima de todo ordenamiento jurídico». Este valor de la dignidad humana que precede a cualquier acción política remite en última instancia al Creador: «Sólo Él puede establecer leyes basadas en la esencia misma del hombre y que no pueda instrumentalizar nadie». Para Ratzinger, por tanto, en la Carta de los derechos fundamentales se mantiene un rasgo característico de la identidad cristiana: «Que existan valores que no pueda manipular nadie; éste es el verdadero secreto del Creador y del hombre hecho a su imagen y semejanza. Esta frase de la Carta de los derechos fundamentales protege un elemento esencial de la identidad cristiana europea en una formulación comprensible también para los no-creyentes».

Sin embargo, después de esta apreciación positiva, el Cardenal no dejó de hacer algunas críticas, destacando que, en algunos puntos, la Carta es demasiado vaga: falta un claro reconocimiento de los valores cristianos concretos de Europa. Ratzinger citó dos ejemplos: el primero, «el matrimonio monógamo como modelo fundamental de ordenación de la relación entre el hombre y la mujer y, al mismo tiempo, como célula del tejido social del Estado». Este valor está plasmado evidentemente en la fe de la Biblia. Pero precisamente sobre este tema falta en la Carta una palabra clara sobre las amenazas contra la institución del matrimonio: por una parte, la creciente erosión del valor de la indisolubilidad, por otra, la pretensión de las parejas homosexuales de reivindicar formas jurídicas análogas al matrimonio para su convivencia. «Con esta tendencia el hombre se sitúa fuera de la entera historia moral de la humanidad», dijo el Cardenal. Si se considera que las uniones homosexuales son equivalentes al matrimonio, «nos encontramos en el umbral de la disolución de la figura humana» que la Carta defiende expresamente en el segundo párrafo de la introducción.

Conciencia y religión
Como segundo ejemplo del carácter demasiado genérico de la Carta de los derechos fundamentales, Ratzinger citó la garantía de la libertad de conciencia y religiosa. Los Estados de la Unión Europea se declaran neutrales respecto a las religiones, sin considerar que existen «rasgos característicos de la identidad de nuestra cultura» que necesitan una salvaguardia especial, por ejemplo, las grandes festividades como la Navidad, la Pascua, Pentecostés o el domingo. La tolerancia - continuó Ratzinger - tiene un límite: ¿qué será de las comunidades religiosas que han hecho caso omiso de los valores garantizados por la Carta de los derechos fundamentales, como la libertad religiosa misma o la renuncia clara al uso de la violencia? Hay algo que no debía faltar, según el Cardenal, en la Carta de los derechos: «El respeto hacia lo que para otro es sagrado y la reverencia ante lo Sagrado en general, ante Dios, es algo completamente razonable también para aquellos que personalmente no creen en Dios». Aquí el Cardenal constata que «Occidente se está autolesionando y esto sólo se puede calificar de ‘patológico’; en efecto, se esfuerza loablemente por abrirse a valores ajenos a él, pero no se presta atención a sí mismo; sólo ve en su propia historia los aspectos más atroces y destructivos y no es capaz de acoger lo que tiene de grandeza y de pureza». Gracias a Dios, siguió Ratzinger, en nuestra sociedad se castiga a cualquiera que se mofe de la fe de Israel y también a quien desacredita el Corán o el Islam, «pero cuando se trata, en cambio, de Cristo y de los valores sagrados para los cristianos, la libertad de opinión parece ser el valor supremo».

Europa, concluyó Ratzinger, «debe aprender de nuevo a aceptarse», en vez de renunciar a lo que es suyo y rechazarlo. «Nosotros podemos y debemos aprender de los valores que son sagrados para los demás, pero precisamente ante los otros y por los otros tenemos la obligación de avivar en nosotros la misma reverencia ante lo sagrado y de mostrar el rostro de Dios que se nos ha aparecido, el Dios que cuida de los pobres y de los indefensos, de las viudas y de los huérfanos, del extranjero. Un Dios que es tan humano que ha querido hacerse hombre, varón de dolores, y que sufriendo con nosotros confiere dignidad y esperanza también al dolor».