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Huellas N.3, Marzo 2007

SOCIEDAD - Justicia

Laicidad y laicismo.
Sin Dios el hombre está perdido

a cargo de Paola Bergamini

El discurso de Benedicto XVI a los participantes en el Congreso nacional promovido por la Unión de Juristas Católicos Italianos sobre el tema “La laicidad y las laicidades”. El significado de la palabra laico para el que interpreta y aplica la ley. En palabras del Papa, confinar la dimensión religiosa en el ámbito privado supondría una merma de humanidad y de razón

Hoy se habla y se escribe mucho sobre justicia, sobre hacer justicia. Se discute acerca de nuevas normas, de nuevas leyes para la convivencia social. Pactos de convivencia, fecundación artificial, reforma del proceso penal son ejemplos patentes. En toda esta discusión parece emerger con claridad un elemento: la dimensión religiosa debe quedarse al margen del debate, en nombre de la laicidad del Estado y por tanto de la aplicación de la ley. Entonces se acuerda uno de Cornelio Fabro: «Si Dios existe, no tiene nada que ver». Precisamente sobre esta acepción equivocada de laicidad puso su acento Benedicto XVI en el discurso a los participantes en el Congreso nacional promovido por la Unión de Juristas Católicos Italianos, el pasado 9 de diciembre, sobre el tema “La laicidad y las laicidades”. El Papa, aun reconociendo la «legítima autonomía de las realidades terrenas» en el sentido de que «las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar», subrayó que el creyente tiene la tarea y el derecho de «reconocer a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social». San Agustín define la justicia como un bonum de la ciudad terrena, es decir, un bien enraizado en la naturaleza humana, en la persona que es criatura de Dios y que por tanto tiene la posibilidad, a pesar de la herida del pecado original, de reconocer el bien. Pero entonces, ¿qué significa para el que ejerce el derecho que la propia pertenencia a la Iglesia no puede permanecer confinada dentro del ámbito de la propia conciencia individual y debe poder incidir en aspectos relativos a la vida y al comportamiento de los ciudadanos? Hemos preguntado a dos abogados penalistas, a dos civilistas y a tres jueces su opinión sobre el discurso del Papa y sobre temas relativos a la justicia, a la búsqueda de la verdad y a las leyes.
Los diálogos se han producido en momentos diferentes, pero en todos ellos se han puesto de manifiesto de forma significativa unos juicios que tratamos de documentar en estas páginas.

¿Por qué es tan importante para vosotros, que ejercéis el derecho, el discurso sobre la laicidad?
Guido Piffer (juez en el Tribunal de Milán). Porque el derecho es uno de los campos en los que emerge con mayor evidencia la posición, criticada por el Papa, de un cristianismo confinado en el ámbito de la conciencia individual.

Aurelio Barazzetta (juez en el Tribunal de Milán). También nosotros constatamos en nuestro trabajo, que consiste fundamentalmente en interpretar la ley, la dificultad de un acercamiento interpretativo que prescinda de la concepción que la persona tiene de sí misma y de la vida. El concepto de laicidad criticado por el Papa es el intento de suprimir de todo ámbito público cualquier incidencia del cristianismo y por tanto de confinar las propias convicciones religiosas en la esfera privada. Este concepto de laicidad implica por ejemplo que el jurista no debe tener en consideración las propias convicciones personales a la hora de interpretar la ley, porque eso sería una actuación incorrecta. Sólo un ámbito laico garantizaría una interpretación neutral del derecho, permitiendo un acercamiento no parcial al dato jurídico.

Marilena Chessa (juez en el Tribunal de menores de Milán). El derecho se legitima por el reconocimiento de un valor, pero raramente se explicita cuál es ese valor que está en su origen. Se habla de valores compartidos, y de esta forma no se nos provoca para plantear el problema del fundamento de los valores que se afirman.

Mario Brusa (abogado penalista). El problema que incide más profundamente en la situación de la justicia y de nuestro trabajo en la actualidad es este: el intento de crear ámbitos totalmente aislados. Por una parte, tu conciencia individual, en donde hay espacio para una exigencia, para una experiencia religiosa; por otra, un ámbito civil, en donde deben prevalecer únicamente las reglas establecidas por la ley. Es la pretensión de que tu experiencia religiosa no forme parte de la exigencia de justicia que tienes.

Paolo Tosoni (abogado penalista). Una de las mayores ambigüedades de nuestra sociedad es esta: sin Dios el fundamento de la moral –lo que es justo y lo que es injusto– es la ley. Lo que debería ser un instrumento para la convivencia civil se convierte en origen de la moral. Esto ha dividido tanto a magistrados como a abogados en justicialistas y garantistas. Los “justicialistas” se sienten siempre del lado de los justos, de los correctos, y juzgan negativamente aquello que no es conforme a la observancia de las normas; los otros exigen garantías para la persona de forma ideológica. Pero ambas posiciones son parciales.
La verdadera revolución cultural en nuestro ambiente, en donde el individualismo está exasperado, es poder decir que mi profesionalidad, mi forma de trabajar es fruto del encuentro con el Hecho cristiano, que se concreta en los rostros de mis amigos. En estos años nuestra amistad ha dado origen a una serie de iniciativas –a través de la LAF (Asociación Libre Forense)– que se han presentado como una novedad dentro de nuestro ámbito profesional.

¿Cómo se explicita en concreto para vosotros este juicio del Papa?
Piffer. Existen aspectos del trabajo del jurista en los que asume una importancia definitiva su bagaje de principios y de valores, la idea que tiene de lo justo o lo injusto, porque esto acaba inevitablemente incidiendo en la interpretación y en la aplicación del dato formal, es decir, de la norma. Esto explica precisamente por qué sucede con frecuencia que la misma norma sea interpretada y aplicada de forma distinta por jueces distintos. El discurso del Papa sobre la laicidad es, ante todo, un reclamo a tener presente que existen aspectos del trabajo del jurista que ponen en juego su identidad; por tanto también los cristianos deben poner en juego la suya, dentro del pleno respeto a la ley del Estado y al papel que desempeña cada uno.

Barazzetta. La norma existe porque traduce en dato formal algo que la ha precedido y que está ya asentado en la mayoría de la sociedad: si una norma penal identifica una conducta y la considera punible, esto significa normalmente que en la percepción social tal juicio negativo estaba ya enraizado.

Cesare Pozzoli (abogado laboralista). El juicio del Papa pone en juego el yo. Ni siquiera la mejor ley agota toda tu humanidad. Sobre todo porque la ley es un instrumento. En el uso que tú haces de ella entra en juego lo que eres, tu corazón, la «sana laicidad» de la que habla el Papa. Yo me ocupo de temas laborales. En una situación conflictiva complicada, respetando y aplicando todas las leyes, puedo decir a un cliente al que defiendo en una causa de despido, habiendo considerado todos los factores en juego: «Existe el riesgo de alargarnos hasta cinco años. ¿Qué beneficio puedes obtener? Tratemos de buscar una solución más adecuada, dentro del respeto a las normas y a los procedimientos». Y esto puede incluso traducirse en una “desventaja” para el abogado, porque puede significar unos honorarios menores: está en juego tu concepción de justicia y de humanidad precisamente mientras estás delante de ese cliente y tratas de interpretar la ley de la mejor manera posible.

Piffer. El derecho vive en un ethos compartido, en un reconocimiento de valores y principios que están antes de la norma y en los cuales por así decir “vive” la norma. Por ejemplo, el derecho penal tiene en su base la idea de que ciertos bienes fundamentales deben ser tutelados porque de otro modo todo el edificio social se derrumba. Pero, ¿cuáles son los bienes verdaderamente fundamentales en presencia de los cuales es necesario “incomodar” al juez penal? ¿Qué bienes vale la pena tutelar? Preguntas como estas ponen en juego la concepción que el jurista tiene de la persona, de la sociedad, de la relación entre moral y derecho. Piénsese por ejemplo en el problema de la pedofilia: en la actualidad no hay que dar por descontada la represión de la pedofilia, porque hay sectores de la sociedad que la consideran una práctica lícita o, como mucho, sólo moralmente censurable, una práctica inherente a la esfera de las relaciones privadas sobre la cual el derecho penal no debería intervenir. O también podemos pensar que el multiculturalismo ha puesto de manifiesto que ciertos conceptos que eran considerados evidentes y que se daban por descontados en nuestra tradición jurídica ahora sin embargo no lo son. Basta con pensar en la palabra “familia”, que hasta hace veinte años contenía un significado evidente que hoy ha perdido. El multiculturalismo nos ha obligado a todos a tomar nota de que el dato metajurídico sobre el que se basaban algunos conceptos jurídicos ya no hay que darlo por supuesto, hasta el punto de que muchos juristas, incluso de extracción no católica, advierten la necesidad de repensar el fundamento de categorías esenciales de nuestra tradición jurídica, para volver a proponer de forma adecuada su valor perdurable. Se puede poner otro ejemplo que tiene que ver más directamente con el magistrado: piénsese en las distintas “fases” de los delitos. En el pasado no se consideraba como comportamiento negativo el impago de los impuestos, o había una menor sensibilidad por el cuidado del medio ambiente, mientras que hoy en día estos dos ámbitos de interés han adquirido en la conciencia social una importancia mucho mayor, y esto incide inevitablemente también sobre el trabajo concreto del magistrado que, por ejemplo, a veces de forma involuntaria, privilegiará aquellos procesos en los cuales estén en juego agresiones a bienes jurídicos que suscitan mayor alarma social. En todo esto se pone de nuevo de manifiesto la identidad del jurista, su sensibilidad, la elección de valores que están siempre implicados en los distintos aspectos del fenómeno jurídico, que inevitablemente se nutre siempre, en todas sus fases, de principios éticos. Consciente de esto, el Papa ha querido subrayar la necesidad de que en el momento de la confrontación entre las distintas identidades presentes en la sociedad, el cristiano no se autocensure, reduciendo su propia identidad a hecho privado, sino que aporte su contribución a la construcción común, con humildad, pero también con plena conciencia de que su aportación es esencial.

Barazzetta. Cuando una sociedad es culturalmente homogénea, el legislador tiene menos problemas. Paradójicamente, el Papa dice que, justamente porque ha cambiado el clima cultural, resulta necesario que emerja la identidad que cada uno pone en juego al interpretar la norma sin autocensurarse. Por lo demás, al ser la norma la traducción de un dato prejurídico, cuando el sujeto se plantea el problema de interpretarla, de darle un significado concreto, este dato prejurídico vuelve a emerger. La interpretación tiene un componente inevitablemente subjetivo, siempre debiendo respetar el dato formal, porque no es el juez el que crea el precepto, pero la elección de valores del juez en el acercamiento al caso concreto sale a la luz, y la tarea de aplicar correctamente la norma se vuelve aún más difícil en una sociedad heterogénea.

Chessa. La insidia a la que debemos hacer frente, y que deriva del concepto de laicidad criticado por el Papa, es la objeción por la cual aquel que tiene una identidad trataría, a través de la interpretación de la norma, vista como un dato neutro, de imponer a los demás su propia concepción. En realidad, la contraposición no se da entre el que elige y el que no elige, porque el dato de la elección es absolutamente ineludible. Por este motivo el Papa dice: no renunciéis a vuestra identidad cristiana, ponedla en juego y dad razón de las decisiones que adoptáis.

Andrea Perrone (abogado civilista). Contrariamente a una vieja herencia ilustrada que ha permanecido en la mentalidad común, la aplicación de la ley no es un puro procedimiento lógico. Es cierto que el razonamiento jurídico puede ser sintetizado en un silogismo, en donde la premisa mayor es la norma y la premisa menor el caso concreto. En ambos casos, sin embargo, el problema crucial es determinar el contenido de las dos premisas –el significado de la norma y las características del caso concreto– en un procedimiento de conocimiento en el cual están en juego realismo, razonabilidad y moralidad. ¿Qué sucede normalmente? Ante un caso concreto, la posible solución se intuye casi enseguida, por certeza moral. Esta solución, sin embargo, es sólo la primera parte de la historia: la solución intuida es una hipótesis de trabajo que ha de ser verificada, midiéndose lealmente con las circunstancias del hecho concreto y el sistema de las normas vigentes. Pero esta verificación sólo puede ser realizada por un hombre que –con toda la posible imperfección del caso– tiende a la verdad y, por tanto, a la justicia. De forma diversa, los atajos de una aplicación mecánica de la ley, del preconcepto o, peor, de la ideología, son un resultado no evitable. Con esto se comprende por qué –como dice la Deus caritas est– «la fe permite a la razón desarrollar mejor su tarea y ver mejor aquello que le es propio», y por qué –como dice el discurso del que estamos hablando– «la ley moral que nos ha dado, y que se nos manifiesta con la voz de la conciencia, no tiene como finalidad oprimirnos, sino librarnos del mal y hacernos felices».

Piffer. Para el jurista hablar de verdad quiere decir hablar de algo que es profundamente humano y que cada uno puede reconocer aunque pertenezca a opciones religiosas y culturales muy distintas. Ciertos principios, ciertos valores de nuestra tradición jurídica son ante todo profundamente razonables, y por ese motivo pueden ser compartidos por todos. Por ejemplo, el concepto cristiano de familia es humano, responde a las exigencias fundamentales y constitutivas de la experiencia de cualquiera. Este es uno de los retos que se plantean en la actualidad en el mundo jurídico: mostrar la profunda racionalidad de algunas opciones de valor en nuestra tradición jurídica, que tiene raíces cristianas. Por lo demás resulta significativo que en la experiencia cotidiana de cada uno lo que impide un diálogo y una construcción común no es tanto la diferencia de opiniones religiosas o políticas, sino, sobre todo, el prejuicio ideológico que no se deja interpelar por la realidad.

¿Qué quiere decir que Dios quiere el bien de los hombres?
Barazzetta. Puede ser útil poner como ejemplo la experiencia de Mani Pulite, cuando surgió un fuerte desprecio social hacia las conductas que salían a la luz por las investigaciones. Existía en la sociedad una posición profundamente negativa frente a tales conductas y, por tanto, también la tentación de definir el valor de la persona exclusivamente en función del delito del que era acusada. Con paciencia, prestando la debida atención a lo que siempre ha sido la enseñanza de la Iglesia, se ha puesto de manifiesto, con mayor evidencia, que ni siquiera el error cometido define nunca totalmente a la persona. El derecho penal tiene su función y es un instrumento en ciertos aspectos insustituible, pero es siempre parcial y limitado, y por tanto no debe ser cargado con pretensiones de tipo ético. La tarea del juez consiste en averiguar el delito cometido y en aplicar las correspondientes penas a través de un proceso justo, es decir, dirigido con un método correcto de averiguación del hecho. La enseñanza de la Iglesia favorece por tanto un empleo más adecuado del instrumento penal, porque desvela toda su utilidad y su necesidad, pero, al mismo tiempo, también sus límites. De esta forma se recalca que el misterio de cada persona impide definir su valor exclusivamente en función del error cometido.

Chessa. Como magistrado de menores, preguntarme sobre el hecho de que Dios quiere el bien de los hombres significa tener la humildad de percibirme como instrumento de realización del bien de la persona que se tiene delante, sin la pretensión de ver sus resultados. Se trata de educarnos en una mayor responsabilidad sobre el trabajo que estamos llamados a desempeñar como jueces en lo concreto.

Piffer. El Papa salva la autonomía de las realidades terrenas y entre estas está también el derecho. Ello es fundamental. Precisamente el encuentro con el Acontecimiento hace amar todavía más la realidad a través de la cual Dios llama a cada uno, hace estimar todo lo positivo que existe en la realidad y por tanto en la historia de la humanidad. El derecho es un aspecto esencial de esta historia y tiene una lógica propia que hay que respetar. Esta posición es profundamente cristiana y humana, y por tanto razonable, porque te lleva a respetar el instrumento del propio trabajo, te hace capaz de valorarlo, sin renunciar nunca a una valoración crítica, que no reduce sin embargo la identidad del jurista a un llamamiento moralista genérico a hacer bien el propio trabajo. Por ejemplo, respetar la autonomía del instrumento jurídico quiere decir denunciar el uso ideológico que se hace a veces de la ley, falseando su contenido y sustituyendo así al Parlamento, que, en un Estado democrático, debe ser la sede en la que se adoptan las decisiones políticas fundamentales. De este modo, puede suceder que en ciertas materias se asista por parte de algunos a una especie de desaplicación práctica de la ley, en donde queda gravemente comprometido el principio de igualdad, pues el resultado del juicio corre el riesgo de depender de otros factores. Esto no es respeto de la autonomía del instrumento, porque se va más allá del inevitable margen de opinabilidad en la aplicación de la ley. Más aún: respetar la autonomía del instrumento puede querer decir contrarrestar la tendencia a atribuir a la ley la pretensión de resolver el problema del mal del mundo, concediéndole un valor moral peligrosísimo y precursor de graves degeneraciones. De nuevo está en juego esa legítima autonomía de las realidades terrenas a la que el Papa ha querido reclamar.

Pozzoli. El Papa, en su acepción de “laicidad” del derecho –que no hay que dar por descontada– plantea de nuevo con potencia la experiencia del “corazón” entendida como exigencia de verdad, de belleza y de justicia común a todo hombre. Esta exigencia es la que funda, en términos absolutamente concretos y originales, la aplicación de la ley y su interpretación. Esta exigencia –que es lo opuesto al relativismo– es el primer signo de que, de alguna forma, Dios quiere el bien de los hombres, un signo con el que puedes dialogar “laicamente” con todos. En la experiencia profesional cotidiana no censurar el corazón, es decir, juzgar, es un reto fascinante y dramático, que si te tomas en serio te une a tus colegas, que tienen el mismo problema. En el fondo, una parte relevante de nuestra tradición jurídica nace de esta tensión.

Brusa. «La legítima autonomía de las realidades terrenas» de la que habla el Papa es un dato real. Respetarlo te remite necesariamente a la insuficiencia de estas realidades y así te abre a la necesidad de otra cosa, que para mi ocupa el mismo espacio real. Un asunto que te sale mal cuando esperabas ganar provoca en ti la exigencia de una medida distinta. No se trata de esperar vagamente en un mañana, sino de buscar lo que permite afrontar una situación determinada, por tanto, captar tal insuficiencia y la consiguiente necesidad pone en juego una humanidad mayor.

Barazzetta. Todos estos juicios, todos estos intentos que hacemos de confrontarnos con la realidad, por la manera en que ésta emerge en nuestro trabajo, desarrollan al final una capacidad de valoración crítica que cambia el modo de ser juez y que permite conjurar el riesgo siempre amenazante de poner una excesiva confianza en las reglas como instrumento para la solución de cualquier problema. Vuelve con toda su eficacia profética la frase de Eliot: «Ellos tratan constantemente de escapar / de las tinieblas de fuera y de dentro / a fuerza de soñar sistemas tan perfectos que nadie necesite ser bueno» (T. S. Eliot, Poesías reunidas 1909-1962, Alianza Editorial, Madrid 1981, p. 180).