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Huellas N.3, Marzo 2007

PRIMER PLANO - Hacia la audiencia

Don Giussani y el valor del Papa en la vida del movimiento

Algunos pasajes

Carta abierta de don Giussani a los grupos de CL tras la audiencia concedida
por Juan Pablo II el 18 de enero de 1979 (Litterae Communionis CL, febrero de 1979)


Este Papa es el acontecimiento que Dios ha suscitado, acontecimiento que encarna y exalta ante nuestros ojos la historia de fe y martirio del pueblo polaco. La figura humana de este Papa es el hecho concreto con el que implicarnos para mirarlo, escucharlo e identificarnos con Su mentalidad, para seguirlo.
Nada más salir de la audiencia, en el corazón de mi alegría sentía una gran responsabilidad: la voluntad de servir al hombre con todas mis fuerzas y con toda mi vida. Quisiera que dicha responsabilidad nos afectara a todos. Amigos míos, en un mundo en donde la fe está tan desorientada y la injusticia es tan grande, sacudamos nuestra inercia, rompamos nuestro egoísmo, venciendo nuestro aburguesamiento.
Amigos mío, sirvamos a este hombre, sirvamos a Cristo en este gran hombre, con toda nuestra existencia.

Cartas a la Fraternidad
en: La Fraternidad de Comunión y Liberación, Encuentro, Madrid 2007

Marzo de 1982
Lo que ha sucedido el 11 de febrero es, ciertamente, la mayor gracia en toda la historia del movimiento. La certeza en el valor de nuestra experiencia que está implícito en este acontecimiento nos empuja con mayor tranquilidad y generosidad de corazón a aquella obediencia a los obispos y a aquella colaboración a su pastoral, sin la cual la edificación del pueblo de Dios sería inestable.
Pidamos al Espíritu de Cristo que el abandono de nosotros mismos a la Maternidad de María y el apasionado servicio al proyecto eclesial del Papa caractericen la vida de la Fraternidad. Espero que la fatiga de nuestro camino educativo a la fe, para un apostolado más sereno en el ámbito de la Iglesia, nos prepare a todos para ello en la total libertad de cada corazón.

3 de abril de 1990
Que en las tinieblas de la Cruz o en la luminosidad de la Pascua nuestro corazón se vea enteramente consolado justamente por el calor de la promesa de Cristo: «Si, pues, vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a quien se lo pida» (Lc 11, 13).
En la amistad con la que Cristo ha unido nuestras vidas, ¿qué es lo que deseamos?, ¿qué es lo que buscamos, sino recordamos mutuamente estas cosas y apoyarnos entre todos para que se realicen atravesando esfuerzos y desilusiones, toda clase de extrañezas, duras antipatías o simpatías áridas de verdadero bien?
Para seguir este camino nos da seguridad la atención a cada palabra del Papa, escuchada siempre en el marco de todo su mensaje y enseñanza.

2 de junio de 1992
Queridos amigos: Como gracia pascual, el Señor misericordioso, que nos ha llamado a su Alianza, me ha otorgado el don de una carta personal del Santo Padre, en la cual, respondiendo a los deseos «expresados también en nombre de Comunión y Liberación» me decía textualmente en un cierto punto: «Le expreso mi vivo reconocimiento... especialmente por el amor que cultiva por la Iglesia. Gracias, querido Monseñor...».
Podéis fácilmente imaginaros mi emoción, en particular debida al motivo que señalaba el Papa: ¡precisamente la fidelidad apasionada a la Cátedra de Pedro, justamente el «amor por la Iglesia»! Porque nosotros reconocemos que la consistencia de nuestra persona brota de la pertenencia a ella, y, por consiguiente, que en esa pertenencia se perfilan los mismos criterios últimos de nuestro modo de sentir al hombre, de nuestra visión del mundo y de nuestro juicio sobre el mundo actual; y, finalmente, reconocemos que de esa pertenencia surge el afecto positivo y enérgico a la vida de los hombres, nuestros hermanos, que se despliega en todo el horizonte de nuestros intereses y nuestras obras.

23 de diciembre de 1994
Queridos amigos: Recientemente el Santo Padre me dio la conmovedora sorpresa de invitarme, para asegurarme a mí y a todos los amigos de Comunión y Liberación que su amor y su oración cotidiana por mí y por la obra que hemos empezado nunca se ha interrumpido. Amarle, amar a este signo grande y esta continuación de sí mismo que Jesús nos ha dado, amarle afectiva y efectivamente, ha sido siempre nuestra pasión, la primera experiencia de lo que dice san Pablo en el texto más significativo, para nosotros, de nuestro carisma: «Esta vida en la carne, la vivimos en la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20).
Ésta es la súplica que llevamos en la mirada y en el corazón ante el portal de Belén.
Y es el propósito de ofrecer al Santo Padre nuestra vida, movidos a la vez por un impulso de gratitud y fidelidad a Él.
El Espíritu que ha hecho carne la Palabra de Dios «renueve y fortalezca el alma en nuestros débiles cuerpos».
Tened, por consiguiente, la caridad de perdonarme y colaborar conmigo, que vivo entre vosotros para mantener este amor gozoso, aunque doloroso, a Cristo, al Papa, al destino mío y vuestro.

7 de octubre de 1997
Después de su resurrección, Jesucristo, el misterio de Dios encarnado en el hombre Jesús, va hacia su plenitud, se realiza en el tiempo y en el espacio –es decir en la historia humana– uniendo, vinculando a sí mismo y entre ellos, a todos los que le reconocen. Esta unidad se llama cuerpo místico de Cristo. En la historia, este misterioso método de relación entre el hombre y Dios se manifiesta como un pueblo, diferente de todos los demás pueblos, e, igual que en el Antiguo Testamento se llamaba Israel, se llama también Iglesia de Cristo.
La gran compañía del pueblo de Cristo, que es la Iglesia, subsiste existencialmente en cada lugar donde vive una compañía de hombres cristianos –aunque sea una compañía pequeña (cf. Mt 18,20)– como forma inicial de la comunidad universal en comunión con los Obispos y el Papa.

3 de junio de 1998
Lo que sucedió el sábado 30 de mayo sucedió porque estáis vosotros, también vosotros, juntos. Es solamente la unidad lo que obra. Dios, en efecto, está allí donde está la unidad.
El encuentro con Juan Pablo II, el sábado, fue para mí el día más grande de nuestra historia, que se ha dado gracias al reconocimiento del Papa. Fue el «grito» que Dios nos ha dado como testimonio de la unidad, de la unidad de toda la Iglesia. Por lo menos, yo lo percibí así: somos una sola cosa. Se lo he dicho también a Chiara y a Kiko a quienes tenía a mi lado en la Plaza de San Pedro: en estas ocasiones, ¿cómo es posible no gritar nuestra unidad?
Y luego percibí, por primera vez de manera tan intensa, el hecho de que nosotros somos para la Iglesia, somos un factor que construye a la Iglesia. Me sentí tomado entre las manos y los dedos de Dios, de Cristo, que plasman la historia.

Del “Estatuto de la Fraternidad”
Prólogo. El Movimiento, como contingente manifestación de la dinámica del impresionante método cristiano de la encarnación, ha querido siempre realizar la propia vocación «católica» y «misionera» comprometiéndose en la Iglesia, con la Iglesia y por la Iglesia, en obediencia al Papa y a los obispos, y buscando la unidad de los cristianos en cada ambiente, signo de la resurrección de Cristo para el hombre de hoy.
Art. 2. La Fraternidad se propone favorecer y promover el compromiso de la persona con la experiencia cristiana, según el magisterio y la tradición de la Iglesia católica, para que cada uno pueda realizar, en el tiempo, la propia identidad y vocación. Tal compromiso es realizado y sostenido dentro de una comunión vivida, como dimensión y exigencia fundamental de la persona, que hace cotidiana la memoria del acontecimiento de Cristo, transfigurando la existencia hasta incidir, según las posibilidades de cada uno, en toda la sociedad.
Art. 3. Los miembros de la Fraternidad, bajo la guía del Papa y de los obispos, participan de la vida de la Iglesia en las respectivas diócesis, y colaboran a dar testimonio cristiano en cada ambiente —escuela y universidad, fábricas y oficinas, mundo de la cultura, pueblos y ciudades—, sobre todo a través del trabajo, que es la forma específica de la relación adulta con la realidad.

El sentido de Dios y el hombre moderno
BUR, Milán 1994, p.126

El cristianismo es un evento irreductible, una presencia objetiva que quiere alcanzar al hombre, interpelándole siempre, hasta el final. Tras su resurrección, dijo Jesús a sus discípulos: «He aquí que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
El cristianismo constituye un factor dramáticamente decisivo para el hombre sólo si se concibe según su originalidad, la de ser un hecho cuya fisonomía hace dos mil años era la de un hombre que, sin embargo, estando él vivo, asumía también el rostro de otras personas, que se adherían a él y que de dos en dos iban a hacer lo que él hacía y les había mandado hacer, y luego se volvían a reunir para verle. Más tarde, se fueron a todo el mundo por entonces conocido para llevar ese Hecho que les hacía una sola cosa entre ellos. El rostro de ese hombre es hoy la unidad de los creyentes que son signo de él en el mundo, o como dice san Pablo, que son Su cuerpo, un cuerpo misterioso llamado también «pueblo de Dios», guiado autorizadamente por una persona, el obispo de Roma.
Si el hecho cristiano no se concibe y no se vive según esta originalidad, no sirve más que a ser fuente de múltiples interpretaciones y, a lo mejor, de obras, pero siempre al margen, y a menudo en condición de inferioridad, con respecto a todos los intereses que mueven la vida del hombre.

Los rostros secretos de Pedro. Los tres Papas
Entrevista de Renato Farina, publicada en Il sabato, en agosto de 1988

Partiendo de consideraciones análogas a las suyas sobre el “abismo” hacia el que se precipitaba la Iglesia y observando las famosas “inquietudes” de Pablo VI, algunos observadores lo juzgan como un fracaso de su pontificado, o bien, de forma más respetuosa, extienden un velo de silencio.
El pontificado de Pablo VI es uno de los más grandes. Montini demostró en la primera parte de su vida tener una sensibilidad exquisita –que nadie podrá negar– frente a toda la problemática de la angustiosa situación del hombre y de la sociedad de hoy. Y el papa Montini encontró una respuesta. La dio en los últimos diez años. El pontificado de Pablo VI es un fracaso sólo para quienes no lo siguieron hasta el fondo.

Es el Papa que clausuró el Concilio.
Cierto. Habría que enumerar todas sus intervenciones que de forma valerosa e impopular condenaron la falsa democracia, la dogmática equivocada que muchos padres conciliares intentaron hacer pasar bajo pretexto de democracia. Pero yo nunca me detuve en estas cosas...

Es interesante saber porqué nunca se detuvo en estas cosas.
Sobre todo porque la historia de la Iglesia está en manos de Dios. Además cuando uno está seguro de ser fiel a la Tradición que le han transmitido y ve que el magisterio de la Iglesia, a medida que se desarrolla, subraya las mismas cosas, y se es consciente de no haberlo contradicho nunca, para este hombre lo que importa es actuar, y basta. Actuar con valentía e incluso juzgando y denunciando lo que no está de acuerdo con la tradición viviente de la Iglesia.

¿Cuál fue, ante la disolución del pueblo católico y la desorientación de las multitudes, el método de Pablo VI?
El del Credo. El método de la proclamación auténtica del dogma, sine glossa, con claridad, y de la presencia de la Iglesia en el mundo (lea el discurso sobre el pueblo cristiano del 23 de julio de 1975, aquel miércoles...).

Aquel mes de agosto, una vez muerto el Papa y mientras se elegía otro ¿qué esperaba usted para la Iglesia?
Un hombre que tuviera también la intuición de la trágica situación en la que se encontraba la Iglesia. Y que propusiera el único remedio, que era el de volver a la fe en lo sobrenatural como factor determinante de la vida de la Iglesia: la autenticidad de la Tradición. En definitiva, esperaba un Papa que siguiera el camino que Pablo VI había indicado clamorosamente en los últimos años.

Fue elegido Juan Pablo I. ¿Lo conocía?
Le había visto una vez, cuando era Patriarca de Venecia. Y estaba completamente de acuerdo con el análisis y la terapia que yo proponía ante la situación.

¿Qué recuerdo tiene de esos treinta y tres días?
Me impresionó mucho cuando, recién elegido, le vi por televisión. Dijo algo así como: “No entraba en mis cálculos ser elegido y les he pedido consejo a mis amigos. Me han dicho que acepte y lo he hecho”. Dios quiso –creo– el sacrificio de este hombre (¡porque fue un sacrificio real! Y tal vez sólo sabremos al final de los tiempos en qué medida fue un martirio); Dios permitió esto para preparar la entrada de Juan Pablo II en la Iglesia. Un Papa extranjero que es la encarnación de lo que Pablo VI intuyó y expresó en los diez últimos años de su pontificado.

Y que es, en síntesis...
La certeza clara de lo que significa el contenido del mensaje cristiano también para la historia de este mundo. Es decir, la fe en Dios hecho hombre y el consiguiente entusiasmo por este Hombre en el que es posible poner toda la esperanza, tanto cada uno de los hombres como el mundo entero. Por tanto, la historia como el lugar en el que se juega la gloria de Cristo, como fórmula suprema de la historia misma. ¡Que por otra parte es el concepto de presencia! La Iglesia como presencia en el mundo, en todas partes y, en cualquier caso, presencia como Iglesia: este es el instrumento de la gloria de Cristo en la historia.

El camino a la verdad es una experiencia
Encuentro, Madrid 1997, pp. 80–81

Autoridad única
La autoridad suprema es aquella en la que encontramos el sentido de toda nuestra experiencia: Jesucristo es esta autoridad suprema, y su Espíritu es quien nos lo hace comprender, abriéndonos a la fe en Él y a la fidelidad a su persona.
«Como el Padre me ha enviado a mí, asó os envío yo» (cf. Jn 20.21): los Apóstoles y sus sucesores (el Papa y los obispos) constituyen en la historia la continuidad viva de la autoridad que es Cristo. Mediante su dinámica sucesión en la historia y su extensión por el mundo, el misterio de Cristo es propuesto sin descanso, clarificado sin errores, defendido sin compromisos. Ellos constituyen, pues, el lugar donde la humanidad puede alcanzar el verdadero sentido de su existencia, con profundidad creciente, como en una fuente segura y continuamente nueva.
Lo que el genio es al clamor de la necesidad humana, o el profeta al grito de la humana espera, son ellos al anuncio de la respuesta. Pero igual que la respuesta auténtica es siempre incomparablemente más precisa y concreta que la espera –inevitablemente vaga o sometida a ilusiones– así son ellos, como roca definitiva y segura: infalible. «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia».
Su autoridad no sólo constituye el criterio seguro para esa visión del universo y de la historia que es la única que explica a fondo su significado, sino que también es estímulo vivo y tenaz para una verdadera cultura, sugerencia incansable de una visión de conjunto, condena inexorable de cualquier exaltación de lo parcial e idealización de lo contingente, esto es, de todo error y de toda idolatría. Su autoridad es, por tanto, la guía última en el camino hacia una genuina convivencia humana, hacia la verdadera civilización.
Cuando esa autoridad no está viva y vigilante, o es combatida, el camino humano se complica, se hace ambiguo, se altera, se desvía hacia el desastre; aunque su aspecto exterior parezca potente, saludable, sagacísimo, como sucede hoy día. Donde esa autoridad es activa y respetada, el camino de la historia de renueva con seguridad y equilibrio hacia aventuras más profundas de genuina humanidad; y eso aunque las técnicas de expresión y convivencia sean rudimentarias y duras.
Todavía hoy es el don del Espíritu lo que permite descubrir el significado profundo de la autoridad eclesiástica como orientación suprema para el camino del hombre; he aquí de dónde nace ese último abandono, esa obediencia consciente a ella, porque ya no es esa autoridad el lugar de la Ley, sino el lugar del Amor. Fuera del influjo del Espíritu uno no puede comprender la experiencia de esa devoción definitiva que liga el «fiel» con la autoridad, devoción que se afirma a menudo en la cruz de la mortificación de una genialidad o un plan de vida personal.

El hombre y su destino
Marietti, Génova 1999, pp. 27–28

Jesucristo prosigue en la historia a lo largo de todos los tiempos en el misterio de la Iglesia, Su Cuerpo, formado por todos aquellos que Él, con la fuerza de su Espíritu, incorpora a sí mediante el Bautismo. El magisterio de Cristo es –coincide con– el magisterio de la Iglesia, porque es leído y auténticamente interpretado por ella. Aquello che dice la Iglesia es un instrumento y un vehículo de la Tradición, en cuanto formalmente ortodoxo en la fe y fiel en la praxis a la autoridad del Papa. Por tanto, desde el punto de vista institucional, la autoridad es la forma contingente que la presencia de Jesús Resucitado utiliza como expresión operante de su amistad con el hombre, conmigo y contigo, con cada uno de nosotros. Es este el aspecto más impresionante del misterio de la Iglesia, que más afecta al amor propio del hombre, a la razón misma del hombre.

Por qué la Iglesia
Encuentro, Madrid 2004, pp. 217 ss.–220 ss.

a) El magisterio ordinario
El primer modo en que se comunica la verdad que Cristo ha venido a traer al mundo consiste en la fidelidad a la vida de la comunidad eclesial.
Tradicionalmente este modo se indica con la expresión magisterio ordinario.
El cristiano llega a las verdades divinas que propone la Iglesia por una vía ordinaria, que es la misma vida de la comunidad. La condición es que esta sea verdaderamente eclesial, es decir, que esté unida al obispo, a quien se supone a su vez unido al obispo de Roma, el Papa. Esta es, pues, la fuente normal de un conocimiento último seguro: no el estudio teológico ni la exégesis bíblica –que son instrumentos en manos de la autoridad que guía–, sino las articulaciones de la vida común de la Iglesia unida al magisterio ordinario del Papa y de los obispos que están en comunión con él.

b) El magisterio extraordinario
El segundo modo en que las verdades de la fe se comunican en la Iglesia lo ofrece una forma extraordinaria de su enseñanza, que se identifica en último análisis con el Papa, cuando éste pretende afirmar algo usando para ello de toda su autoridad. Y esto puede ocurrir bien de manera solemne y clamorosa con la convocatoria de un Concilio Ecuménico, que es la asamblea de todos los obispos bajo la guía del obispo de Roma, o con una intervención personal del Pontífice, iniciativa que recibe el nombre de definición ex catedra. La autoridad, en lo que respecta a la comunicación de lo verdadero, constituye en la vida de la Iglesia una guía que tiene una doble función, algo así como el cauce de un río: la primera es una función ideal, indica la dirección del río hacia su desembocadura; la segunda es una función límite, semejante a la que cumplen las orillas del río, de tal modo que a ella le corresponde juzgar cuándo determinada afirmación o enseñanza va en contra, sobrepasa desborda el cauce que asegura la dirección ideal. Debemos recordar que la referencia última de las Iglesias al Papa está documentada como algo que ya se vivía pocos años después de la muerte de Cristo. ¿En qué consiste, pues, esa infalibilidad? Es, por encima de todo, una característica que se debe al hecho de que Dios se comunica por medio de la Iglesia. No es, por lo tanto, una capacidad del hombre, sino una prerrogativa del poderío de Dios, que se manifiesta asegurando su Espíritu a toda Iglesia guiada por el sucesor de Pedro.

Apostolicidad
pp. 293–294

Al igual que Cristo quiso vincular su obra y su presencia en el mundo a los apóstoles, señalando a uno de ellos como punto de referencia autorizado, también la Iglesia está vinculada a los sucesores de Pedro y de los apóstoles, el Papa y los obispos. Esta sucesión, que puede documentarse históricamente en el caso del obispo de Roma, es unitaria e ininterrumpida precisamente gracias a la acción de dicho obispo. El valor de semejante sucesión apostólica está en el carácter milagroso que confiere al mismo fenómeno de la Iglesia. La resistencia constructiva en el tiempo de esas expresiones ideales y estructuras de experiencia y de organización que parecerían (como normalmente lo son) esencialmente contingentes es precisamente, para la dimensión histórica de la Iglesia, el milagro más grande de todos. Constituye la forma con que han entrado en el tejido de la historia aquellas palabras de Jesús: «En verdad, en verdad os digo: si uno guarda mi palabra jamás conocerá la muerte».