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Huellas N.4, Abril 2007

CULTURA - Grandes entrevistas / Rémi Brague

El encuentro que hizo avanzar a Europa

a cargo de Silvio Guerra

Profesor de filosofía en la Universidad de Paris, Rémi Brague estudia Historia del pensamiento clásico y ha publicado numerosos libros. En 1992, su obra Europe, la voie Romaine, exploraba novedosamente cómo se creó la singularidad histórica e intelectual de nuestro continente. Retoma para Huellas las características específicas de Europa y los desafíos a los que se enfrenta hoy

En su reciente discurso en Ratisbona, el Papa sostiene afirmaciones que encontramos en uno de sus libros (Europa, la Vía Romana, Madrid, Gredos 1995). Dice, por ejemplo: «no es sorprendente que el cristianismo, no obstante su origen e importante desarrollo en Oriente, haya encontrado su huella históricamente decisiva en Europa. Podemos expresarlo también al contrario: este encuentro, al que se une sucesivamente el patrimonio de Roma, ha creado Europa y permanece como fundamento de aquello que, con razón, se puede llamar Europa».
En su libro, usted afirma: «la misma dinámica anima la historia europea. Podemos definirla partiendo de su posición “romana”. Es decir, la conciencia de tener, por encima, un “helenismo” preponderante, y por debajo, una barbarie a la que hay que someter».
¿Podría explicar las grandes etapas que han conducido a ese “encuentro”?

¿Cómo se puede resumir un recorrido de más de dos mil años? De manera muy escueta, habría empezado desde antes del cristianismo por la adaptación del judaísmo a la cultura griega. En Alejandría, por ejemplo, ciudad en la que se tradujo la Biblia al griego, y que produjo genios como Filón. También Tierra Santa estaba helenizada; probablemente Jesús habló en griego con Pilatos. San Pablo, que era ciudadano romano, era de cultura griega y citaba a los poetas que por entonces eran populares. Por otra parte, los miembros de la elite romana, desde la conquista de Grecia en el siglo II a.C., habían aprendido el griego, iban a veces a estudiar a Grecia y leían los clásicos en el original. Cuando la predicación cristiana se dirigió hacia Europa –el episodio se relata en los Hechos, cuando Pablo soñó con un macedonio que le pedía ayuda (16.9)– se encontró con comunidades judías y con “paganos” que estaban ya imbuidos de cultura griega

¿Cómo se le unió el «patrimonio de Roma»?
Roma jugó un doble papel. Por una parte añadió un elemento que prácticamente no existía en el legado griego: el derecho, la idea de leyes iguales para todos, fuera cual fuera su origen. Esta idea se desarrolló más tarde, bajo influencia del cristianismo. Han sido necesarios varios siglos, pero ha acabado por englobar a individuos que la polis griega y la república romana no consideraba de pleno derecho: los esclavos y las mujeres.

¿De qué manera este “encuentro” «ha creado Europa», como nos dice el Papa y como afirma usted mismo cuando habla de: «la dinámica que hace que la historia europea avance»?
Es el segundo papel de Roma. No tiene que ver con lo que hicieron los romanos en la historia, sino con el modelo en el que discurrían sus relaciones con la cultura griega. Los romanos tuvieron el coraje de reconocer su inferioridad cultural respecto a los griegos, a los que sin embargo habían vencido en el campo de batalla. Aprendieron de los griegos, asimilaron su cultura e incluso la difundieron.

¿Por qué este encuentro ha seguido siendo a lo largo de los siglos “el fundamento” y lo que «hace que Europa avance»?
Sobrevivió al hundimiento político del Imperio romano y produjo efectos duraderos en la Edad Media y en el Renacimiento, porque se apoyaba en la relación reciproca entre el cristianismo y la Antigua Alianza: la Nueva Alianza sólo se comprende teniendo presente la Antigua, que se cumple en Jesucristo. El encuentro con una cultura más grande es lo que ha hecho avanzar a Europa. Al crear un sentimiento de inferioridad, suscitó el deseo de compensarlo con un intenso trabajo de asimilación. Es precisamente la pobreza de Europa lo que le obligó a trabajar. Fijémonos en lo que la cristiandad latina hizo con unos retazos de Platón y de Aristóteles: Agustín, Anselmo, Abelardo. Sin embargo los bizantinos, que tenían en sus bibliotecas no sólo todo Platón y todo Aristóteles, sino Plotino, Próculo, Simplicio, etc.; no hicieron gran cosa con ello.

En su libro, usted constata que Europa «tiene sus orígenes fuera de ella» y que, por lo tanto, su identidad cultural es “excéntrica”. Su afirmación parece ambivalente. ¿Puede precisar su idea? ¿Podría explicarnos qué influencia y qué valor tiene esta «identidad excéntrica»? A este respecto, con ocasión del discurso del Papa en Ratisbona, un intelectual musulmán acusaba a Europa de ser en realidad un “club cristiano” por negarse a reconocer la aportación del islam a la cultura europea.
No sé a qué musulmán se refiere, pero me parece que su talla intelectual no debe ser considerable. Lo mezcla todo; la cultura europea, sin fronteras, y la Unión Europea como construcción política; o más bien, el islam como religión y el islam como civilización. En mi libro sobre la identidad excéntrica de Europa se distinguen todas estas cosas. He querido dejarlo todavía más claro en un libro más reciente, Au moyen du Moyen Age (Chatou, La Transparence, 2006). ¿Qué se entiende por «aportación del islam a la cultura europea»? si se refiere a la religión, la aportación es nula. ¿Se trata de la civilización?, ésta comenzó en el siglo VII, con la conquista árabe. Ocupó dos regiones de cultura antigua y refinada: Egipto y Mesopotamia. En Siria y en Iraq, el helenismo estaba presente desde muchos siglos antes. Los árabes lo heredaron. La cultura islámica no es obra solo de los musulmanes. Los traductores que pasaron al árabe las ciencias, la medicina y la filosofía griegas, eran cristianos. El más famoso de los médicos, Al-Razi, era librepensador y se mofaba de la idea misma de una revelación profética. El mayor de los astrónomos, Thabit ibn Qurra, pertenecía a la pequeña comunidad de los Sabianos.
No me importaría mucho pertenecer a un club cristiano. No entiendo por qué hay que entender en sentido peyorativo esta fórmula tan respetable, acuñada por un político turco del que no creo que se pueda decir lo mismo. Lo que realmente me irrita de la Unión Europea es que sea un club de mentirosos, de gente que niega la evidencia de la influencia cristiana.
Lo peor es la palabrería actual sobre la aportación del islam a la cultura europea. Se puede entender que los apologetas musulmanes la agrandan sin medida: hacen lo que tienen que hacer, su trabajo de propagandistas. Pero lo que no se puede soportar es que haya plumíferos europeos que les secunden. Claro que a Europa se le paga con su propia moneda. En los siglos XVIII y XIX muchos negaron hasta la extenuación cualquier aportación árabe a la cultura europea. Cosa que era falsa: Europa se benefició del saber generado por el mundo árabe, o a través de él, en astronomía, en matemáticas, en medicina, en filosofía, etc. Conviene recordarlo, sencillamente porque es verdad.
Pero hoy en día pretenden hacernos tragar la leyenda contraria, según la cual los árabes lo habrían inventado todo. No se escatima ninguna mentira: ¡el islam habría aportado a Europa la racionalidad en cuestiones de teología! Pero en qué estamos pensando... San Agustín vivió dos siglos antes de Mahoma. San Anselmo, el que formuló el programa del conocimiento teológico («creer para comprender, comprender para creer»), murió treinta años antes de que se hicieran las primeras traducciones del árabe. Abelardo no llegó a conocerlas. Tomás de Aquino seguramente leyó los comentarios sobre Aristóteles de Averroes, pero no pudo leer sus obras «teológicas», porque no se tradujeron hasta dos siglos después de él –y además, se tradujeron al hebreo.
En el fondo de todo ello existe una determinada manera de entender la cultura que descansa sobre dos premisas absurdas: 1) Se considera la cultura como un objeto que se puede transportar, ceder a otro (y así uno la pierde), y eventualmente recuperarla: 2) Se supone que la cultura se difunde espontáneamente, por irradiación, sin que sea necesario un trabajo de apropiación. Pero la cultura no existe más que si uno mismo se cultiva, si cada uno hace suyo el esfuerzo por aprender. El que se niega a este aprendizaje pierde lo que ha recibido. Y por el contrario, el que acepta el trabajo se vuelve capaz de buscar en otra parte aquello que puede alimentar su pensamiento. Hay que haber encendido ya el fuego para percibir la necesidad de ir en busca de más leña. Históricamente la revolución intelectual de Europa comenzó en el siglo XI, la querella entre el Papado y el Imperio es un síntoma ello. La universidad de Bolonia se fundó en torno a 1080. Esta revolución fue la que provocó el interés por recurrir a fuentes extranjeras, árabes, pero también griegas como el Pseudo Dionisio Areopagita. La entrada del saber árabe es el resultado del despertar intelectual de Europa, pero de ningún modo su causa.
Hablar de las «tres religiones del libro» es una aproximación tan insoportable como decir las «tres religiones monoteístas» o, todavía peor, las «tres religiones de Abrahán». La relación con el Libro, la manera de concebir la unidad de Dios y el papel de Abrahán, no son el mismo en los tres casos.

En un pasaje de su libro, usted escribe: «La civilización de la Europa cristiana la ha construido gente que en ningún caso pretendía construir una «civilización cristiana», sino sacar todas las consecuencias de su fe en Jesucristo. La debemos a personas que creían en Jesucristo, no a personas que creyeran en el cristianismo». ¿Qué quiere decir con «sacar todas las consecuencias»?
En efecto, yo distingo entre los cristianos, que creen en Jesucristo, y los «cristianistas», que creen en el cristianismo.
Para los primeros, sacar las consecuencias de su fe no consiste en imponérsela a los demás, sino en proponérsela y, por supuesto, en aplicarla a su propia vida. Esto implica mirar a cualquier hombre como una criatura libre y amada por Dios, rescatada por el sacrificio de Cristo. Si esto nos lo tomamos en serio, tendrá consecuencias. Si uno considera que todo hombre, imagen de Dios, posee una conciencia que le permite acceder directamente a Dios, ya no se le puede tratar de cualquier manera. Bergson decía que la democracia moderna era «de esencia evangélica».

Usted también habla de un peligro para los habitantes de Europa. Cuando consideran su propio carácter europeo como «adquirido, que ya no hay que conquistar, como las rentas de una situación y no como una aventura, como una particularidad y no como vocación universal...»
Sencillamente, porque se entienden como representantes de una civilización entre otras muchas, igualmente legítimas. Sin embargo, deberíamos aprender de nuevo a percibir que todos, sea cual sea nuestra situación geográfica, nuestra posición social o nuestra pertenencia religiosa, estamos embarcados en un proceso de civilización (en singular) que no está terminado, ni siquiera en Europa.

¿No hay también una crisis en la transmisión de nuestro pasado como tradición viva? ¿No cree que existe ante todo un problema de educación, es decir, de incapacidad de los ciudadanos europeos de mirar la realidad, su pasado en particular, como algo positivo, y por lo tanto de confrontarse con él?
Por supuesto. Si ya no tenemos nada que transmitir, ¿para qué seguir transmitiendo la vida? Me temo que una determinada «educación» no forma más que en el odio a uno mismo. También en esto estamos pagando un error con otro error. Durante demasiado tiempo el aprendizaje de la historia ha consistido en mostrar cómo una nación superaba miles de dificultades procedentes de los «malvados» extranjeros para alcanzar su unidad, sus fronteras «naturales», etc. Hoy en día, demasiada gente reduce el pasado a una sucesión de crímenes. Nos enzarzamos en una confesión que no conduce a absolución ninguna. Esta enfermedad no se cura modificando los contenidos o los métodos de enseñanza de la historia (cosa que, por otra parte, estaría bien), sino aprendiendo de nuevo a recibir el perdón.

El Papa atribuye el desarrollo del cristianismo al diálogo entre fe y razón. ¿A usted qué le parece?
Es verdad. Pero yo atenuaría la oposición entre la fe de Israel y la racionalidad griega. La racionalidad no es privilegio del helenismo. El encuentro entre Israel y el helenismo comenzó con las conquistas de Alejandro Magno. En el Antiguo Testamento hay textos que lo demuestran, como el libro de la Sabiduría de Salomón, que está en griego. Pero también encontramos racionalidad. ¿Cómo habrían podido si no los judíos acoger la racionalidad griega?
En la Biblia no hay conceptos; no es un libro de filosofía. Pero en ella encontramos las grandes ideas de la filosofía en forma de relatos. Por ejemplo el logos: los profetas imaginan a Dios pleiteando contra Israel (Oseas, 4); o lo contrario, Job que protesta contra Dios. El Dios bíblico es alguien con quien se puede hablar y que acepta justificarse, aportar razones. O la naturaleza: Dios espera que los hombres produzcan justicia como la vid produce uvas (Isaías, 5), espontáneamente, porque esa es su naturaleza. O por último la conciencia: los hombres deberían saber cómo actuar correctamente.
El diálogo entre fe y razón comienza muy pronto. Invitando a una y a otra a ir más allá.