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Huellas N.6, Junio 2007

INSERTO

Roma y el don del Espíritu

Julián Carrón

Reflexiones después de la audiencia con Benedicto XVI. Una contribución a la Escuela de comunidad sobre «El don del Espíritu». Apuntes de las intervenciones de Julián Carrón en el Equipe del CLU y en el Consejo de Presidencia de Comunión y Liberación. Milán, 22 y 24 de abril de 2007

1. Un paso urgente
Hemos participado en los últimos meses en varios eventos de gran belleza, desde los Ejercicios del CLU de diciembre y el encuentro con el Papa en Roma hasta la Pascua. Roma constituye el ejemplo más elocuente de la percepción de la realidad a la que debemos llegar.
Para ayudarnos a comprender estos gestos –repito, sobre todo Roma– afortunadamente se da una singular coincidencia: justamente en estas semanas la Escuela de comunidad nos propone el capítulo sobre «El don del Espíritu» (L. Giussani, Huellas de experiencia cristiana, en El camino a la verdad es una experiencia, Encuentro, Madrid 1997, pp. 75-83). Escribe don Giussani: «Los apóstoles se habían encontrado casualmente con una realidad excepcional, fascinante, profundamente persuasiva» –tanto que arrastraba a otros–, pero no habían comprendido: «No se daban cuenta completamente de lo que significaba» (p. 75). Los apóstoles no habían comprendido.
Preguntémonos: ¿qué tiene que ver el gesto de Roma con esta provocación de la Escuela de comunidad? ¿De qué forma nos ayuda la Escuela de comunidad a comprender o a entrar en el significado de la Audiencia? Puesto que no somos de piedra, nos conmovimos ante este evento absolutamente excepcional, pero, de forma paradójica, incluso después de haber participado en un gesto semejante, como los discípulos, podemos permanecer confusos. Entonces los gestos que realizamos, en vez de ser una ayuda, se convierten en un pretexto para el escepticismo.
Me di cuenta de esto el otro día, trabajando la Escuela de comunidad con un grupo de jóvenes licenciados. Inmediatamente después de la lectura del primer párrafo de este nuevo capítulo («La experiencia de lo Divino», pp. 75-77) y después de haber lanzado la provocación sobre el encuentro de Roma, uno intervino diciendo: «Mi problema es que después de Roma, a pesar de la belleza que se manifestó allí, he vivido durante dos semanas con una impotencia y una soledad inmensas, sin encontrar significado a lo largo del día». Pero una persona que dos semanas después de haber participado en un gesto absolutamente excepcional se encuentra así, ¿cómo puede vivir sin decir: «Entonces, ¿qué debe suceder para que cambie algo? La próxima vez, ¿tendré motivos para ir?». El escepticismo empieza a insinuarse. Ni siquiera participar en un hecho excepcional es capaz de vencer el escepticismo. Esta es la cuestión. Debemos tratar de respondernos, porque aquí se ve si todo el recorrido que hemos hecho nos lleva a una certeza mayor. Pues si no, incluso después de intervenciones en las que se hace un elenco de hechos excepcionales, lo que queda al final, lo que sale a la luz en la última línea, es el gusano del escepticismo, que puede hacer que todo se vuelva inútil.
Nosotros somos como los apóstoles, hacemos el mismo recorrido: ellos habían participado en un acontecimiento excepcional, pero no habían comprendido. Mi pregunta es muy sencilla: ¿cómo sabemos si hemos comprendido lo que hemos vivido en Roma? Precisamente en el capítulo citado de la Escuela de comunidad encontramos la respuesta. Don Giussani dice que los apóstoles se habían topado con un hecho excepcional y estaban fascinados, como nosotros. Sin embargo no comprendían, porque les faltaba algo: se llama “don del Espíritu” ¿Qué quiere decir “don del Espíritu”? Si a los apóstoles no se les hubiese dado el don del Espíritu, si no hubiesen comprendido, al final se habrían marchado llenos de confusión: «Nosotros esperábamos que él fuera...». También nosotros podríamos decir: «Nosotros esperábamos que yendo a Roma...». Es lo mismo. El paso que es necesario dar es el que dice la Escuela de comunidad, y el nexo con el gesto de Roma es una modalidad para comprender qué es el Espíritu, pues si no permanece para nosotros como un fantasma. Como este paso no es secundario –sin él crece el escepticismo–, me interesa ponerlo sobre la mesa sin pasarlo por alto.

2. Un criterio nuevo
¿Cómo podemos saber que hemos comprendido?
Leamos el texto: «Sin el advenimiento de su Espíritu el hombre puede encontrar en Cristo a un tipo grande, una figura humana excepcional, rebelde a cualquier reducción categórica, tal vez extraña, irresistiblemente persuasiva para el común esperar de los sencillos, entusiasmante para la frescura enérgica de los hombres apasionados por la justicia, peligrosísima para las formas responsables de cualquier orden establecido: todo esto fue para sus contemporáneos. O bien puede ver en Él algo tan grande como para parecer quizá un mito dramático y conmovedor: y esto puede ser así por la escéptica desesperación del hombre de hoy. Pero, sin el advenimiento de su Espíritu, el hombre –los apóstoles o nosotros– se queda en el oscuro límite de estas perspectivas; para el hombre solo Cristo permanece como un rostro enigmático y misterioso. [...] De este modo Cristo es un nuevo objeto que afrontar, un nuevo riesgo que correr a ciegas, no un nuevo criterio, otra luz, finalmente nueva» (p. 76). Este es el punto decisivo: podemos saber si hemos comprendido lo que ha sucedido en Roma o en los Ejercicios si nos sorprendemos asombrados (por eso es un don del Espíritu) por el hecho de que se ha introducido un criterio nuevo con el que juzgar todo, y empezamos a mirar la realidad de otro modo (a nosotros mismos, aquello que tenemos que hacer, las actividades, los gestos). Si lo que ha sucedido no se convierte en un criterio nuevo acerca de todo, quiere decir que no hemos comprendido. Y a este punto no llegamos mediante un razonamiento.
Se trata en primer lugar de un reconocimiento: yo me doy cuenta de lo que ha sucedido si sorprendo dentro de mí un criterio nuevo. El Espíritu no es algo fantasmal, una figura mítica, extraña: nos damos cuenta de que Él ha entrado y nos ha hecho “comprender” por la forma en que, después de Roma, nos relacionamos con todo. Si sigo siendo escéptico significa que no he comprendido, que debo pedir el don del Espíritu y mirar lo que ha sucedido. Como dije en la carta a todo el movimiento, es necesario identificarse con lo que ha sucedido. Esto no cierra el asunto, sino que lo abre. Tenemos que pedir el don del Espíritu para comprender lo sucedido. Hemos participado, como los apóstoles, en un hecho excepcional, pero se ve que todavía no hemos comprendido en que no se ha convertido en un criterio nuevo para abordar todo.
Pongo otro ejemplo. El otro día, en la Escuela de comunidad de la que hablaba, después de decir estas cosas, una chica –no me detengo en los detalles– nos habló de una estupenda oferta de trabajo que había recibido su marido. Decía incluso cosas interesantes, sugerentes desde este punto de vista, pero le pregunté: «Amiga, si tu marido hubiese ido a Roma ciego y hubiese vuelto viendo y después hubiese recibido esta estupenda oferta de trabajo en Suiza, ¿de qué nos hablarías hoy?». «¡De que mi marido ve!». «Entonces, ¿por qué hablamos del trabajo en Suiza?». Uno se da cuenta de que ha entendido porque entra una luz totalmente nueva en el modo con el que afronta todo –todo aquello que le afecta y con lo que entra en relación–.
Para ayudarnos a comprender lo que ha significado Roma miremos lo ocurrido después de la audiencia. Nosotros mismos podemos reconocer si este “criterio nuevo” del que habla don Giussani ha entrado en nosotros observando cómo vivimos lo concreto. Es imposible que, tras participar en la asamblea de esta mañana, cada uno de nosotros no haya intentado dar una respuesta a la pregunta que he planteado. Cada uno debe comparar lo que tenía en la cabeza con lo que dice la Escuela de comunidad.
Si después de haber participado en el evento de Roma uno afirma –como decía la intervención citada– que durante dos semanas ha vivido con una impotencia total y sin encontrar significado, eso está en contradicción con lo que dice la Escuela de comunidad: que hemos comprendido si hemos reconocido que «Cristo es el punto de vista que explica todas las cosas» (p. 77). ¿Cómo sabemos que Cristo se ha convertido en el punto de vista? Don Giussani responde: «Con el advenimiento de este don la soledad humana se disipa» (p. 77). Si después de Roma me encuentro en la soledad total, no encuentro un significado, quiere decir que no he comprendido. Por eso nace el escepticismo. No lo digo como un reproche, sino sencillamente para que identifiquemos y nos ayudemos a comprender lo que nos ha sucedido; es un reclamo a pedir el Espíritu como los apóstoles, porque sólo «con el advenimiento de este don la soledad humana se disipa», «la experiencia humana ya no es una impotencia desoladora [y por tanto escéptica], sino una conciencia y una capacidad enérgica» (pp. 77-78).
Por tanto, me doy cuenta de que he comprendido porque se introduce este criterio nuevo, se disipa la soledad y me encuentro con una capacidad enérgica. Lo mismo sucedió con los apóstoles, que en vez de permanecer acobardados, con las puertas cerradas por miedo a todos, salieron a la luz. Entonces descubrimos si hemos comprendido o no fijándonos en nuestra forma de mirar: de mirar lo que ha sucedido, cómo nos hemos sorprendido después de Roma, pues es un don (como para el ciego de nacimiento del que hemos hablado en los Ejercicios). Cada uno ha podido decir algo de Roma, al igual que todos podían decir algo de Jesús: un hombre excepcional, rebelde, irresistiblemente persuasivo, pero no habían comprendido. Uno ha comprendido si se ha sorprendido con un criterio nuevo, con juicio nuevo sobre todas las cosas. Pero el juicio ¡atención! no es una cuestión intelectual: es que yo me encuentro mirando, juzgando, entrando en la realidad con una luz nueva, con un punto de vista nuevo; me levanto por la mañana, me miro a mí mismo invadido por algo nuevo que no me puedo quitar de encima. El don del Espíritu es un evento, es algo que me invade tan potentemente que no puedo dejar de dar clase, de entrar en el coche o en el metro y verme totalmente invadido por esta Presencia que se convierte en juicio nuevo, que es un criterio nuevo.
Esta es la victoria sobre el escepticismo: el hecho excepcional permanece como algo que me invade, como el punto de vista que explica, que da sentido, que da significado a cada detalle, a cada actividad. No hago un razonamiento, sino que sorprendo en mí un punto de vista nuevo que da sentido y significado a todo.
Ahora nos damos cuenta de lo lejos que estamos de haber comprendido. No lo digo para desanimaros, sino porque hace falta ponerse en movimiento, identificarse y pedir contemplando el hecho, lo que ha sucedido. Si después de dos semanas puede insinuarse el escepticismo, es porque en el fondo no se ha comprendido lo que ha sucedido en Roma, es decir, la potencia de Cristo vivo, resucitado, que a través de su Espíritu nos ha aferrado por completo. El encuentro de Roma ha sido la demostración de la potencia del Espíritu. Uno que después de haber visto esto, esta potencia del Espíritu, se siente solo, no ha comprendido que lo que se ha puesto de manifiesto es justamente que no estamos solos, no ha cambiado su juicio: sigue concibiéndose como antes, solo; sigue mirándose con un criterio viejo. Pero, ¡no!, es falso, porque allí se demostró la potencia de Uno por el que puedo decir: «No estoy solo». Sin la presencia del Espíritu de Cristo vivo y resucitado, del Espíritu del Resucitado, ese gesto no se habría producido. Podemos decir: «Me ha impresionado esto, aquello...», está fenomenal, sin duda, pero esto es solo la superficie. Y si nos quedamos en la superficie, después nos preguntamos: «¿Cómo permanece todo esto?», sin haber comprendido qué novedad ha ocurrido: una novedad tal que disipa todas las dudas y vence todos nuestros titubeos. Se ve que uno ha entendido porque ve claro y está seguro (¡no se trata de elucubrar!).

3. Un trabajo por hacer: identificación y petición
Escribe don Giussani: «La experiencia de su encuentro con aquel Hombre, de su larga convivencia con Él –apasionada, ansiosa, incierta–, de repente se plasmó en otra experiencia absolutamente imprevista, desconcertante: la experiencia de la realidad divina, el encuentro, la convivencia con Dios, luminosa, segura, fuerte» (p. 76). Este cambio puede suceder o no, se trata de un don. Todos deseamos llegar a este punto, pero debemos ser conscientes de que estamos en camino y que no tenemos que desanimarnos.
Los discípulos estaban desconcertados por Su muerte, e incluso tras la resurrección permanecieron encerrados en casa. Pero, ¿qué hicieron? Pidieron. También nosotros, como los discípulos, podemos pedir comprender cada vez más el alcance de lo ocurrido y reconocer el significado de ese gesto excepcional en el que hemos participado. Así podemos comprobar lo que la Escuela de comunidad dice sobre el don del Espíritu.
Todos podemos ayudarnos a comprender. ¿De qué forma?
Con la identificación y la petición. No se trata de una petición que justifica la pereza, sino de un pedir mirando y de un mirar que se convierte en petición. Al mirar surge la petición de comprender cada vez más, de forma que con el tiempo se desvele el alcance de lo que hemos vivido.
¿Recordáis cuando hablé de ser como mendigos en la plaza de San Pedro? Dije que era necesario tomar conciencia de uno mismo y usar la razón también en aquel momento. La potencia del Espíritu es lo que nos mueve, lo que es capaz de mover todos los recursos de mi yo para que pueda comprender. Pues soy yo, y no otro, el que tiene que comprender. Si no, todo sucede siempre fuera de mí, no me afecta en última instancia, no interfiere con mi persona –hasta el punto de hacerme comprender–, y por tanto me vuelvo escéptico. ¿Cuál es el instrumento de mi capacidad de comprender? La razón, que se abre para dejar entrar algo absolutamente nuevo, un criterio nuevo. Y esto es un trabajo.
¿Por qué lo que nos ha sucedido no arraiga en el corazón? ¿Por qué permanece el corazón lejano y, en el fondo, no ha sido tocado, no ha sido “garantizado” (como dice el texto de don Giussani sobre la Cuaresma «Dios es misericordia», publicado en la Página Uno de Huellas de marzo, pág. 2)? Me contaba una persona que, después de haber realizado el viaje en autobús para ir a Roma, cuando se sentó en la plaza pensó: «Ya está. Ya hemos llegado». Pensaba que ya lo había hecho todo. Cuando escuchó decir que «el verdadero protagonista es el mendigo» se quedó impactada. «Entonces me di cuenta de que no había hecho lo más importante». Podemos participar en un gesto, hacer todo, y permanecer parados: si no estoy presente con toda mi persona, puedo haber hecho todo, pero es como si el centro del yo no se hubiese movido. Esto se llama “racionalismo”. Está muy difundido, también entre nosotros, y es la cuestión central. Por eso, cuando el Papa invita a «ampliar la razón», dice algo que tiene que ver sobre todo con nosotros mismos. Podemos hacer todo sin pedir nada, porque no necesitamos nada; pertenecemos a una organización, pero nuestro yo no está necesitado.
No podemos continuar haciendo discursos como “expertos” del movimiento. Es necesario que ocurra algo que documente que hemos comprendido. Lo que nos salva verdaderamente de caer continuamente en una mera repetición de las palabras es la verificación de lo que ha sucedido después de Roma. En este sentido don Giussani constituye una ayuda absolutamente excepcional. Nos dice: amigo, has comprendido verdaderamente si en tu vida se ha introducido un criterio nuevo. Como cuando uno se enamora: se sorprende utilizando el tiempo libre, el dinero, todo, de forma distinta, porque se ha introducido algo nuevo; algo que está o no está. Esta es la señal de que hemos comprendido. Por el contrario, «“si uno no tiene el Espíritu de Cristo no es de los suyos”; por tanto es un extraño, un incapaz de descubrir su hechura íntima, su naturaleza secreta, alguien que no puede familiarizarse con Su misterio» (p. 75-76).
Así vemos como el gesto de Roma se ve iluminado por la Escuela de comunidad sobre el don del Espíritu –¡pensad cómo nos acompaña don Giussani!–. Si estamos con toda nuestra persona ante lo que sucede, nos damos cuenta de la gracia que se nos ha dado en Roma: la permanencia del carisma de don Giussani, que continúa a través de los textos y de las personas indicadas como puntos de referencia. La prueba de que el carisma permanece está en lo que ha dicho el Papa: lo que hirió a don Giussani ha herido también a sus hijos espirituales, es decir, a nosotros.
¡Ojalá nos demos cuenta de ello! Es lo más asombroso, porque es la compañía concreta que Cristo hace a nuestra impotencia. Por tanto, como recordaba antes, «con el advenimiento de este don la soledad humana se disipa. La experiencia humana ya no es una impotencia desoladora». Es más, «la existencia se llena de una inmensa certidumbre», justamente porque en Roma se ha hecho presente Otro de forma espectacular, una Presencia que obra entre nosotros, sin la cual ese gesto no se habría producido, no se explicaría. Y no se explica, de hecho, por la eficaz organización de CL. Pensad en cada uno de vosotros, cada uno con su historia, pensad en cómo habéis sido todos tocados por un hecho que os ha impactado, que no es mecánico. Una Presencia que actúa se ha manifestado de forma patente. «La fuerza del hombre reside en Otro, su certidumbre radica en Otro». Por eso «la existencia humana es una amistad inagotable y omnipotente» (p. 78).
Esto es solo el comienzo –como la punta del iceberg– de lo que estamos empezando a comprender a cerca de lo que hemos visto: sólo el hecho de empezar a ver introduce ya un criterio nuevo. Cuanto más lo comprendamos más cierto, y por tanto luminoso, seguro y fuerte se volverá. Este es el camino que tenemos por delante, amigos.