La alegría y el agradecimiento mostrados por el Papa en su discurso de la sesión inaugural son el testimonio y el ejercicio de un hombre sencillo y ágil que quiere interrogar su vida y la de sus fieles sin ninguna formalidad, casi como imitando el acuciante diálogo –citado por él mismo– entre la Virgen de Guadalupe y el indio Juan Diego. Se trata de alguien que quiere afrontar sus desafíos con su propio pueblo sin ocultar las preguntas que hoy día quemarían cualquier protección para quien prefiera sustituir sus certezas por afirmaciones preconcebidas. En este diálogo entre el hombre y Dios no sólo se revela el rostro de Cristo –“el Dios desconocido”– sino también la originalidad de cada pueblo. Toda la delicadeza de alguien que es testigo de un acontecimiento más grande que él y al que no se le escapa nada, desde la globalización a la familia, las ideologías y los jóvenes, los laicos y los religiosos con sus certezas y desafíos. ¡Qué imponente y qué original la estatura humana de este hombre en una región humillada a menudo por el poder de las ideologías o las tecnocracias que buscan inventar el pueblo que sueñan en lugar de mirarlo, interrogarlo y servirlo!
Para el Papa la historia que ha escrito la fe cristiana en este continente debe continuar en la actualidad asumiendo las dimensiones fecundas de su origen, ya que están en juego el desarrollo armónico de la sociedad y la identidad católica de sus pueblos. Por eso pregunta: «¿Qué ha significado la aceptación de la fe cristiana para los pueblos de América Latina y del Caribe?». No se trata de una pregunta que pretenda saltarse la riqueza de las culturas precolombinas alienándolas o subyugándolas a una nueva forma cultural etnocentrista, sino de la comparación con un hecho nuevo, Cristo, «el Logos encarnado (…) que no es ajeno a cultura alguna ni a ninguna persona; por el contrario, la respuesta anhelada en el corazón de las culturas es lo que les da su identidad última».