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Huellas N.6, Junio 2007

CULTURA - Grandes entrevistas / Claudio Risé

El yo y el otro

a cargo de Davide Perillo

Psicoanalista y escritor, Claudio Risè estudia la psique del hombre a partir de sus actitudes y comportamientos concretos. Ha participado en los últimos Ejercicios de la Fraternidad de CL y, valiéndose de los instrumentos de su profesión, comenta con Huellas la provocación que han supuesto para él algunas afirmaciones de Julián Carrón

«Regeneradores». Es la primera palabra que utiliza Claudio Risè, psicólogo, psicoanalista, escritor y columnista de prestigio, para definir “sus” Ejercicios Espirituales. Una palabra completamente acertada, y que dice mucho más que el soplo de aire fresco que todos han sentido en Rímini. Re-generar, en el fondo, quiere decir «generar de nuevo», «re-crear». Volver a despertar lo humano, en definitiva. «Me había llamado la atención el año pasado el viraje decidido de Carrón hacia el “corazón”», explica Risè: «Importantísimo y muy claro. Este año avanza. Empezando por esa insistente alusión al “deseo”».

Partamos de aquí, entonces. Del deseo. Es lo que expresa con más acierto nuestro yo. Y sin embargo, es el factor más censurado, al que nos acercamos con mayor dificultad. Parece que le tengamos miedo, ¿por qué?
Tal vez justamente porque es la expresión más certera del yo. Y por tanto, de alguna forma, te expone al riesgo, te interpela continuamente, no te deja en paz. El deseo es un “ir hacia”: empuja hacia un objetivo, nos impele a identificar un objeto de amor. En una palabra, impulsa constantemente un cambio. Por tanto, te compromete. Es un impulso humano. Solo que debe luchar contra dos fuerzas muy poderosas de nuestra psique: el inmovilismo y la regresión, es decir, la tendencia a estar parados y la de volver atrás. Tendencias que, en cambio, te prometen tranquilidad, menor fatiga.

La tentación del inmovilismo se comprende perfectamente. La de la regresión, menos. ¿A qué se refiere?
Es el miedo a avanzar que se apoya en la nostalgia de una felicidad, de una plenitud, imaginada o experimentada en la infancia o, en cualquier caso, en el pasado. Nostalgia que a menudo te retiene ante el desgarro al que te impulsa el deseo.

¿Es acaso la misma tentación que a veces tenemos ante Cristo? El miedo de que no sea una realidad presente, un Acontecimiento, el miedo de que no responda de verdad a nuestras necesidades concretas: «Le conocí, me pareció verdad, pero ahora...». Sentimos una desazón. Giussani hablaba de una “desmoralización”.
Sí, es la misma dinámica. Si tuviese que usar términos técnicos, diría que es una especie de maternalización del encuentro con Cristo. Un uso nostálgico. Sentimental. Como algo que te ha llenado, pero que ya no te llena. Y esto, entendámonos, tiene también un aspecto verdadero, porque el encuentro supone un desgarro continuo. Tienes que vivirlo de nuevo, continuamente. «Se vive por amor de algo que está sucediendo ahora», se nos recordó el año pasado. No es que una vez que ha sucedido lo tengas ahí guardado como si fuese un tesorito, por utilizar una palabra horrendamente de moda... Si lo “tesorizas”, lo pierdes. Está muerto.

«El corazón está lejos de Cristo; no podemos vencer esta lejanía si Él no nos “atrae por entero”, si Su belleza no nos atrae por entero», decía Carrón. ¿Es la belleza lo que nos arrebata de la tentación de replegarnos sobre nosotros mismos?
Es la belleza la que, en cuanto tal, suscita el deseo. Y, por lo tanto, vuelve a poner en marcha la vida como un recorrido, como un camino hacia un hecho concreto. Esta belleza nos toca desde las cotas más altas, espirituales, a las más hondas, y de alguna manera más carnales, del instinto. Me ha impresionado mucho cómo se habló de esto en los Ejercicios. Ha supuesto una revalorización verdaderamente regeneradora. El instinto, este haz de fuerzas, es el verdadero y gran relegado de la cultura moderna y posmoderna. Lo hemos sustituido primero por las ideologías, que no tenían nada de instintivo sino que eran programas de poder, y después por ciertos sistemas intelectuales donde, en el fondo, el cuerpo y sus instintos no tenían cabida.

Una abstracción, en definitiva.
Puro trabajo de una mente desencarnada. De hecho, el problema hoy no es tanto el excesivo poder del deseo, la insurrección o el estallido de los instintos. Es exactamente lo contrario: la ausencia del deseo. O mejor: hoy en día las personas no saben qué desean. No saben reconocer sus deseos. La mayor parte de las patologías contemporáneas, desde el narcisismo a la depresión, nacen de ahí. Si yo no sé qué deseo, tengo que pedir que otros me lo indiquen. Voy tras las sugerencias colectivas del sistema de consumo que, sin embargo, no me propondrá objetos de amor, sino objetos de consumo.

Consideramos el instinto como algo negativo, más que como un “medio”, como un instrumento de nuestra humanidad. ¿Por qué?
Lo vivimos como un problema porque hemos perdido la sencillez, sagrada, propia de nuestro ser criaturas, de la experiencia instintual. Se trata de una experiencia primaria, en ciertos aspectos pre-intelectual. Es a la vez física y afectiva, y, por tanto, también espiritual. Es el instinto lo que nos proporciona una particular relación religiosa con la tierra y sus manifestaciones, con lo creado. Es instintiva la percepción de una belleza que nos supera y que nos remite a algo que está más allá de nosotros mismos.

¿Podemos, de verdad, resistirnos a la belleza? Quiero decir: es cierto que nos “defendemos” de alguna manera de la verdad o de la bondad. Sabemos reducirlas a nuestras medidas. La tentación de oponer una idea nuestra de lo bueno o lo verdadero es constante. Pero con la belleza no es así. Es imposible. Nos hiere. Nos desarma. ¿Cómo es que al final podemos reducir también este impacto?
Estás desarmado sólo si te mantienes próximo al instinto, es decir, a lo que se deja tocar por la belleza. Como sucede en el niño. Si empiezas a echarle encima todas las superestructuras intelectuales, incluso moralizantes, del adulto, te alejas de esa sencillez indefensa. El problema es que el occidental medio, inculturado e inmerso en el sistema de comunicaciones de hoy en día, está muy lejos de esta inmediatez. Es verdad lo de «si no os hacéis como niños...». Y quiere decir también esto. En mi trabajo una parte muy consistente es justamente permitir al otro volver a encontrar la sencillez del niño, ligada al instinto y capaz de una espiritualidad auténtica, que se deja herir por la belleza. Es como Picasso, que ante un crítico que le decía: «Este dibujo parece hecho por un niño», le respondió: sí, pero he necesitado una vida entera para aprender a dibujar como un niño.

Otro punto clave: «Cristo revela quién es despertando al hombre, haciendo emerger todos los factores que lo constituyen». Carrón añadía que esto no lo hace con un discurso, sino mirándonos con tal estima que despierta nuestra humanidad, la hace florecer. ¿Por qué los factores de lo humano emergen únicamente ante una mirada así?
Nosotros solos no podemos hacer nada. Nuestro yo tiene una riqueza increíble, tiene todo dentro de sí. Pero si no existe otro con el que entrar en relación, esta riqueza se pierde. Cristo es verdaderamente el Otro. Y lo es porque te ama por lo que eres, con un amor absoluto. Es el único que actúa así, que te acepta de esta forma. Hoy en día se habla mucho de autoestima: es un concepto aproximativo, pero sirve para explicar ciertas cosas. Pues bien, el encuentro con Cristo, desde este punto de vista, tiene un efecto instantáneo y fulminante. Cristo te da esa estima por ti porque él la tiene. Una estima total. Estima y amor. Por eso es el que verdaderamente despierta siempre tu amor por ti mismo. Si no te encuentras con él, no te amas. Es completamente amoroso y acogedor, como ningún padre humano consigue serlo, aunque todos lo intentemos.
También la palabra “padre” ha salido a la luz con frecuencia en Rímini. Se ha dicho que Cristo, con aquella pregunta capital –¿de qué te sirve ganar el mundo si te pierdes a ti mismo?– supera cualquier posible afecto paterno. Creo que todos los padres se han tenido que sentir tocados. Es la pregunta más importante que un padre pueda hacer a un hijo, ¿no?

Hablando de lo que Cristo ve en nosotros y Le conmueve, Julián Carrón observaba: «En esta relación con el Misterio, con el Padre, Jesús veía la única posibilidad de salvar el valor de la persona». ¿Qué perdemos al abandonar la relación con el Padre, al censurar la religiosidad?
Lo perdemos todo. No sólo el sentido de la realidad que el Padre ha creado, sino el valor de nuestra persona. Pierdes todo el conjunto. También porque si has perdido al Padre es porque has perdido al Hijo, que te permite escucharlo. Y al Espíritu, que da vida en cada momento. De esta forma has perdido la totalidad de tu experiencia humana.

Hay otra pregunta que ha hecho pensar mucho a los que estaban en Rímini: «¿Para qué sirve la vida sino para darla?». ¿Por qué sólo cuando nos entregamos empezamos a comprender verdaderamente quiénes somos?
Tú descubres quién eres en el encuentro con el otro. Pero este encuentro adquiere toda su fuerza únicamente en la dimensión del don. Si no es así, acabas encerrándolo en la posesión, en el disfrute del otro como bien personal tuyo. Cuando reducimos al otro a una posesión nuestra, perdemos la experiencia de descubrir quiénes somos en el encuentro con él. En cambio, dar tu vida por el otro es lo que regenera continuamente la relación; impide que muera. Y por tanto te impide morir. Se trata de un hecho central, aunque se olvide con frecuencia. Detrás de las crisis de las parejas, de la explosión de los divorcios y del desastre de hoy en día está también el hecho de haber olvidado que la relación vive en la medida en la que nos donamos; si no, muere. Cristo, desde este punto de vista, es realmente el signo definitivo de la victoria sobre la muerte. Victoria que sucede a través de la muerte. Es decir, en la entrega total por los demás.

Otra imagen de gran impacto: «Estamos siempre disminuidos afectivamente, bloqueados, porque no hemos asumido el riesgo de comprobar de verdad quién es Cristo para nosotros». En su trabajo como psicoterapeuta, ¿se encuentra a menudo con este handicap afectivo?
Sí. Y es muy visible precisamente en esta dificultad para darse, para aceptar la idea de que el amor es esto. Desde el punto de vista de los padres, por ejemplo, se ve a menudo en lo trabajoso que resulta amar la libertad del otro, del hijo. Continuamente escucho a madres decir: «A este hijo lo he engendrado yo. ¿Por qué cuando tiene diez años debo dárselo de nuevo a su padre? Lo quiero para mí...». Esta idea de posesión permite comprender en qué consiste el handicap afectivo. Es como un calambre en la mano que impide que se abra, que impide que el brazo se extienda.

Volvemos, en el fondo, al mismo sitio: no aceptar el riesgo quiere decir de nuevo no comprometerse hasta el fondo con la propia humanidad. No “trabajar”, se decía. ¿Por qué somos tan reacios a este trabajo? Es como si siempre nos quedáramos en suspenso...
No sé si la mía es una respuesta demasiado vinculada al contexto histórico. Sin embargo, tal vez nosotros los occidentales hodiernos estamos demasiado invadidos por objetos. Por cosas fabricadas, que a veces son también ideas, modelos culturales; pero que siguen siendo objetos. Todo este asunto, esta energía derrochada en los objetos, quita espacio y atención a lo humano, a la vida de las criaturas, incluidos nosotros mismos.

Los Ejercicios son todo lo contrario: un trabajo sobre uno mismo que dura todo el año. En su opinión ¿por qué vale la pena hacerlo?
Este trabajo te permite ver tus aspectos muertos y reactiva los que están vivos. Reanima un conflicto que es la condición de la vida. Si no reactivas esta lucha, la vida se apaga.


BIOGRAFÍA
Claudio Risé nació en Milán, el 19 de noviembre de 1939; está casado y es padre de dos hijos. A finales de los años cincuenta estudia en el Liceo Berchet. Allí conoce, entre otros, a un profesor de religión, don Luigi Giussani. Risé completa sus estudios en Ginebra y se doctora en Sociología. Vuelve a Italia para trabajar como periodista (Espresso, Corriere della Sera, Espansione, Il Tempo). Pero ese mundo no es para él, y se introduce en el mundo del análisis, para convertirse él mismo en analista, en la estela de Jung. Hoy Claudio Risé es un psicoterapeuta famoso, profesor de Sociología de la Comunicación, miembro del Instituto de Estudios Superiores Gerolamo Cardano de la Universidad de Insubria (Varese) y forma parte del Comité científico de la Fundación Liberal.
En España ha publicado El padre. El ausente inaceptable, en el que presenta un análisis de los cambios sociales de la era postmoderna, que ayuda a entender la devaluación del papel del padre y permite abrir una reflexión individual y un debate social sobre la ética del hombre contemporáneo.
En la dirección www.claudio-rise.it se encuentra más información sobre su actividad profesional, cursos y conferencias, así como la correspondencia con sus lectores.