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Huellas N.6, Junio 2007

SOCIEDAD - Educación para la ciudadanía

Presupuestos antropológicos y culturales

Ignacio Carbajosa

La presunta neutralidad de la asignatura choca con el papel de la Escuela en la formación de las conciencias. En este espacio que el curriculum escolar se reserva se afrontan cuestiones metafísicas que abordan el sentido de las cosas a partir de criterios que establece la ley, en definitiva el Estado

La asignatura Educación para la ciudadanía (EpC) se presenta como una materia “neutral”, que respeta las opiniones de los alumnos y fomenta un mínimo común ético aceptable por todos. Su carácter obligatorio parte de la convicción de que, por encima de las diferentes tradiciones religiosas, ideológicas o de pensamiento (que el alumno recibe en su entorno familiar), hay unos valores comunes y unos criterios comunes, previos a aquellas tradiciones, que convierten al alumno en ciudadano.
La idea de neutralidad es, en el mejor de los casos, claramente ingenua. En realidad, detrás de ella se esconde el deseo de generar una nueva mentalidad que, más que neutral, es unificadora. Se entiende así que Gregorio Peces-Barba, poco después de la llegada al poder de los socialistas, afirmara, en referencia a la asignatura de EpC, que «sólo con ser capaz de poner en marcha esta iniciativa el Gobierno habría justificado la legislatura». El rector de la Universidad Carlos III era bien consciente de que la implantación de esa asignatura generaría un cambio de mentalidad en las nuevas generaciones: «Necesitamos una asignatura sobre la educación en valores que no puede ser improvisada, ni coyuntural, ni oportunista, sino sistemática, completa y adecuada a la edad de los alumnos y que exige una estabilidad y una permanencia para que pueda producir frutos».

Papel de la Escuela en la formación de las conciencias
Para entender el calado de esta asignatura, en su formato actual (no reducido a una formación en las reglas del juego democrático), es necesario ser conscientes del papel de la Escuela en la formación de las conciencias de los niños, adolescentes y jóvenes y de su percepción de la realidad. Entre los 10 y los 17 años (período en el que se reparten tres cursos de EpC), cuestiones como qué es la realidad, qué es lo verdaderamente importante, lo que tiene una dignidad cultural, lo que todos reconocen como verdadero y real, lo que vale, o, por el contrario, lo que es superfluo, lo vergonzante, lo que es privado, y, por ello, no decisivo ni incidente –y por tanto no importante–, se deciden en la Escuela, en la calle, viendo la Televisión, entre los amigos. Ciertamente la familia tiene un papel decisivo (aunque decreciente a partir de la adolescencia), pero de hecho queda en gran parte neutralizado por el potente influjo de la opinión del profesor, figura siempre poderosa, y por el juicio que la Escuela promueve, de una forma u otra, implícita o explícitamente, ante los sucesos cotidianos, públicos o de ámbito escolar.
«Lo que no está en la Escuela no existe y si existe no tiene una dignidad pública, real, es decir, no es importante». Así puede describirse en pocas palabras el poder que la Escuela ejerce sobre las conciencias de los alumnos.
La asignatura de EpC tiene la pretensión de ser un espacio eminentemente práctico, un lugar donde se discutan los criterios válidos para moverse dentro de la sociedad, los criterios válidos para formar una conciencia, para juzgar todo, para construir de modo adecuado. Para ello utiliza diferentes instrumentos, como los casos prácticos y una evaluación que juzga actitudes («El planteamiento de dilemas morales, propio de la educación ético-cívica de cuarto curso, contribuye a que los alumnos y alumnas construyan un juicio ético propio basado en los valores y prácticas democráticas». EpC ESO. Contribución de la materia).

¿Qué se quiere interiorizar?
Es en estas ocasiones prácticas, que tienen que ver con la vida cotidiana, con la polis, donde el niño de 10 años, el adolescente de 14 o el joven de 17 interiorizan la pertinencia, el peso social y, por ello, el valor, de la tradición que han recibido (¡si es que han recibido alguna!). ¿Qué peso tiene la dimensión religiosa en la convivencia? ¿Qué es lo bueno y lo malo? ¿Cuál es el criterio para discernir entre lo bueno y lo malo? ¿Qué relación hay entre la Declaración de los derechos humanos y mi deseo de felicidad? ¿Por qué tengo que hacer esto y no lo contrario? ¿De qué me sirve hacer lo que es correcto?
En este espacio que el curriculum escolar se reserva se afrontan además cuestiones que podemos llamar sin miedo metafísicas, visto que abordan el sentido de las cosas. En los contenidos de la asignatura abundan las referencias a temas como “identidad personal”, “relaciones interpersonales”, “libertad”, “responsabilidad”, “persona”, “familia”, “educación afectivo-emocional”, “relaciones entre hombres y mujeres”, “afectos y emociones”.
Salta a la vista que en la clase de EpC se van a poner en juego cuestiones tan decisivas para la formación de la personalidad del alumno como la de la dignidad personal o, lo que es lo mismo, qué valor tengo, lo que implícitamente supone una respuesta a la pregunta ¿por qué existo? ¿Qué sentido tiene la vida? Están en juego, igualmente, la explicación de la alteridad (más allá de las reglas de juego que transforman la alteridad en sociedad democrática) y el valor de la construcción de la sociedad, las relaciones hombre-mujer (y no sólo ni en primer lugar el problema de la igualdad), qué es el afecto y qué son los sentimientos, qué es la libertad y para qué me ha sido dada, la fundamentación de la moral, o lo que es lo mismo, el nexo que une mi libertad, mi actuación, con el todo (se le dé el nombre que se le dé: ética, sociedad, Humanidad, ideal, Dios…), qué es la familia (que a su vez implica, claramente en el caso español, una concepción de la alteridad, del afecto, del valor de la sexualidad…).

¿A quiénes compete la propuesta educativa?
Todas estas cuestiones deben ser objeto de una propuesta que el adulto dirige a la razón y a la libertad del niño/adolescente/joven. Los responsables de realizar esta propuesta son los padres y aquellas personas en las que éstos ponen su confianza en el ámbito escolar. La propuesta, por el bien del sujeto, debe ser única, decidida como gesto, elemental en su comunicación, concreta y totalizadora u omnicomprensiva. La propuesta se pone en juego tanto en la respuesta a ciertas preguntas del niño como en la forma de afrontar una dificultad familiar, de juzgar un acontecimiento social, de corregir o de perdonar, de aprovechar el tiempo libre, de cantar en el coche…
Llegará un momento, normalmente a partir de la adolescencia, en el que el educando comenzará a juzgar toda la traditio que ha recibido. Y juzgará a partir de los criterios que lleva dentro, de los que ha sido dotado precisamente para esta tarea de krinein (juzgar). Razón y experiencia elemental (complejo de exigencias –de verdad, de belleza, de bondad–y deseos con los que la naturaleza nos dota) son estos criterios.

La pretensión de formar conciencias
¿Cómo interfiere EpC –tal y como está planteada en los decretos de mínimos– en este proceso? Podríamos pensar que una asignatura como ésta pretende promover el diálogo entre personas que ya han recibido, asimilado y criticado, hasta hacerla suya, una tradición. Fomentaría entonces, a partir de los criterios comunes (exigencias y razón), un diálogo leal y sincero que fundamentaría la propia tradición o la pondría en crisis.
Pero no es así. En primer lugar, la asignatura comienza a impartirse en el tercer ciclo de primaria, cuando el alumno tiene entre 10 y 11 años, cuando, salta a la vista, todavía está en un período no crítico, en el que necesita una propuesta que siga dando razón de todos los factores de los que se compone su mundo. Lo mismo se puede decir del adolescente, más si cabe, visto que entra en un período dominado por los cambios, físicos, afectivos, de desarrollo de la razón, en los que la figura del adulto, fuera de casa, que desafía su libertad con una propuesta clara, es esencial para su desarrollo.
Por otro lado, la materia que se quiere implantar es clara en su pretensión: no nace con vocación de fomentar un diálogo fecundo entre tradiciones. Tiene la pretensión de formar conciencias, algo que no le compete. Las expresiones utilizadas en los decretos de mínimos son claras en este sentido: «[favorecer una] reflexión encaminada a fortalecer la autonomía de alumnos (…), contribuyendo a que construyan un pensamiento y proyecto de vida propios», «[promover] espacios (…) que ayuden a los alumnos (…) a construirse una conciencia moral y cívica». EpC ESO. Introducción).
Pero además, en caso de que los alumnos estuvieran preparados (4º de la ESO, Bachillerato), EpC no se presenta como un verdadero instrumento educativo de diálogo. Este juicio se puede realizar sin miedo a exagerar a partir de los decretos de mínimos y a partir de la pretensión declarada de contribuir a construir una conciencia moral y un pensamiento crítico sin poner en juego en ningún momento la tradición en la que el alumno ha sido educado. Pasemos a analizar los presupuestos de este diálogo.
Basta una lectura rápida de los decretos de mínimos para darse cuenta de que, al menos formalmente, EpC se presenta como instrumento educativo basado en el diálogo, como una especie de laboratorio social que, a partir del ejercicio del diálogo, fomenta la tolerancia. Desvelemos los presupuestos de este diálogo abocado al fracaso.

Censura de la tradición
En primer lugar, no se parte de la tradición en la que el alumno ha sido introducido. En ningún momento se menciona ni se remite a ella como primer elemento a poner en juego a la hora de juzgar los acontecimientos de la vida pública o los dilemas morales que la asignatura, en su metodología, pretende provocar. Como mucho se habla de un criterio o pensamiento propio, de una autonomía propia, pero nunca como un punto del que partir, que valorar o poner en juego, sino como punto de llegada que promueve la nueva asignatura. De ahí que siempre se hable de contribuir a desarrollar o construir ese pensamiento o criterio propio. La única mención de una tradición precedente está encaminada a subrayar la necesidad del respeto a otras formas de pensar.
Se concibe al niño, adolescente o joven como un individuo (más correctamente, un ciudadano) solo, aislado de su entorno, sin una pertenencia familiar o cultural, autónomo, que en el vasto campo “neutral” de la vida social es introducido de la mano de un educador del sistema que le hace ver lo “razonable” de unas reglas de convivencia, absolutamente externas a él (una nueva Ley), a las que debe dar su asentimiento. Este educador hace tabula rasa de los criterios y la cosmovisión en la que el niño ha sido introducido. Se hace hincapié, por el contrario, en su independencia de criterio, en su autonomía, dando por supuesto que la tradición en la que ha sido introducido no tiene una palabra razonable, válida o pertinente para las cuestiones en las que la asignatura le introduce. Apartado de toda tradición, el niño o adolescente comienza una nueva etapa, se introduce en un nuevo mundo (un nuevo campo de juego, con reglas incluidas, en el que se moverá cuando traspase el umbral de su casa) en el que sólo debe utilizar su “pensamiento propio” (¿de donde saldrá?), pensamiento que será enriquecido de modo “neutral” por la formación ciudadana.
Ni que decir tiene que la mentalidad que promueve la asignatura provocará un cortocircuito en el alumno, al menos en aquel que haya sido educado dentro de una cosmovisión unitaria. Todo lo recibido hasta ahora, de hecho, se circunscribe al ámbito privado. Existe un nuevo campo, el más importante, que se rige por normas comunes a todos, en el que las tradiciones recibidas no deben entrar. Es el campo de lo público, que incluye las relaciones humanas, los sentimientos y afectos, el juicio sobre los acontecimientos que marcan nuestra época… es decir, la realidad “más real”, campo en el que la tradición recibida no entra en juego. Si no entra en juego quiere decir que no es totalizadora y, por tanto, no es importante, es “relativa”, pierde su valor como criterio unificador. De modo incruento se arrincona y, lenta y progresivamente, se abandona (se pueden respetar todavía algunas normas de la tribu, pero el criterio de juicio, la explicación de la realidad, ha cambiado su centro de gravedad).

Los criterios que rigen la convivencia
¿Cuáles son los nuevos criterios que guiarán el juicio sobre la vida social y sobre la bondad o maldad (o mejor, sobre la corrección o no) de las actitudes? La palabra criterio aparece en 26 ocasiones en los decretos de mínimos para la EpC en la ESO. La masiva presencia de esta palabra es indicativa de la pretensión de esta asignatura de no limitarse a una información sobre los mecanismos esenciales de funcionamiento de nuestro sistema político. Pretende formar conciencias y construir criterios.
Dentro de los objetivos generales de la asignatura hay uno, el cuarto, que señala explícitamente los criterios con los que se deben juzgar conductas y realidades: «Conocer, asumir y valorar positivamente los derechos y obligaciones que se derivan de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de la Constitución Española, identificando los valores que los fundamentan, aceptándolos como criterios para valorar éticamente las conductas personales y colectivas y las realidades sociales».
El texto no podía ser más claro. La Declaración Universal de los Derechos Humanos y la Constitución Española son presentadas como referentes éticos universales, expresión que se utiliza explícitamente en varias ocasiones. No se trata de cualquier referente, como podría ser el código de la circulación para el que “se conduce” por las carreteras (algo extrínseco, dirigido a ordenar el tráfico). Este referente pretende ser la fuente de la que manan los criterios para valorar éticamente «las conductas personales y colectivas y las realidades sociales».

Criterios establecidos por ley
Los criterios, por tanto, serían los derechos y obligaciones establecidos por ley, criterios externos a la persona, cristalizados en un corpus legal que debe ser aceptado como fuente ética. Por otro lado, los valores que sustentan los citados textos legislativos no se presentan como fundamentados en la naturaleza del ser humano, ni ciertamente en una Ley Natural, es decir, resultan de nuevo extrínsecos para el alumno. Los decretos de mínimos se encargan, además, de recordar que los derechos humanos, expresión de esos valores, tienen un carácter histórico y no sólo pueden retroceder (lo que se puede interpretar sin problemas como una injusticia, como la que se da en una dictadura) sino que pueden ser ampliados. La expresión “ampliación de derechos y libertades” tiene un contenido bien conocido en nuestro país. El hecho de que dos personas del mismo sexo puedan contraer matrimonio o la existencia de un divorcio más “libre, rápido y barato” ha sido presentado como una ampliación de derechos de los ciudadanos. Salta a la vista que los pretendidos valores que fundamentan nuestra Carta Magna, tal y como se presentan, pueden dar lugar a conductas éticas que los mismos valores habrían penalizado en otras épocas o circunstancias.
No es de extrañar, por tanto, que entre los objetivos de la materia “Educación para la ciudadanía y los derechos humanos” se halle, como tema a desarrollar, “la familia en el marco de la Constitución española”. ¿Por qué la acotación “en el marco de la Constitución española”? Todo jurista sabe que la Constitución debe ser interpretada a la luz de las leyes que la desarrollan. Luego lo que la Constitución dice en el tema de la familia se debe entender a la luz del código de derecho civil (que ha eliminado el vínculo que existía entre heterosexualidad y matrimonio). En este caso se ve claramente cómo el punto de partida para valorar las conductas y realidades no son unos valores fundamentados en la naturaleza o en la experiencia humana, sino una determinada legislación.

Un asentimiento extrínseco destinado al fracaso
“Valores” contingentes, extrínsecos, sometidos a evolución histórica, cristalizados en leyes: éstos son los criterios que deben regir la convivencia y que, en el aula, deben guiar el diálogo y determinar la valoración ética y académica de una conducta. Es a estos valores a los que el alumno debe dar un asentimiento. ¿Pero cómo es posible pedir un asentimiento a estos principios? Siendo realistas y teniendo en mente a los alumnos comprendidos entre 10 y 17 años, ¿en función de qué se pide un asentimiento a estos valores y a las leyes que los concretan? En ningún momento se ha visto su relación con la propia naturaleza, con las exigencias que cada uno descubre dentro de sí. No se ha visto su relación con la felicidad, cuyo deseo es el motor más potente para mover al alumno. Ni siquiera se apela a la razón, visto que las leyes cambian y que no hay principios objetivos inmutables. La llamada a asentir a estos valores sólo podrá hacerse en función de su vigencia social y de su naturaleza legal (con el sistema penal relativo). Pero cualquiera que se mueva en el ámbito de la educación o que, simplemente, tenga relación con adolescentes o jóvenes (en realidad bastaría con que fuera sincero con la propia experiencia) sabe que un asentimiento extrínseco, que no tiene que ver con los afectos fundamentales de la persona (y que, por ello, no es plenamente racional) está condenado al fracaso.

Sin referentes claros
Personalmente pronostico un fracaso total de la asignatura en su deseo de servir de freno a la violencia social, en especial a aquella de género (preocupación que, de forma machacona, permea todos los decretos de mínimos) o aquella que se origina en la diversidad étnica. El joven que salga de la escuela sabrá de sobra qué es lo bueno y qué es lo malo (o, mejor dicho, qué es lo correcto y legal, y qué es lo que no debe ser aprobado y debe ser rechazado), pero ¿qué le impulsará a cumplirlo? ¿Qué es lo que puede frenar el odio, los celos, una injusticia experimentada que le lleva a la violencia? Una genérica llamada a “controlar los sentimientos” tal y como se hace en los decretos de mínimos no basta para desterrar la violencia. Y las reflexiones sobre la “libertad y la responsabilidad” personal, así como sobre la “relación entre inteligencia, sentimientos y emociones” se quedan en papel mojado si responsabilidad y libertad no tienen un referente claro, una propuesta que tiene que ver con las exigencias de los alumnos y que mueve sus libertades. Del mismo modo, el sentimiento (y el instinto) es una brújula que ha perdido el norte si no encuentra su referencia en la realidad y si esta realidad no es explicada en su finalidad última.
C.S. Lewis, con la lucidez propia de un profeta de nuestro tiempo, supo ver, ya hace varias décadas, el nexo indisoluble que une relativismo y violencia: «Es difícil abrir un periódico sin que te venga a la mente la idea de que lo que nuestra civilización necesita es más empuje, o dinamismo, o autosacrificio, o creatividad. Con una especie de terrible simplicidad extirpamos el órgano y exigimos la función. Hacemos hombres sin corazón y esperamos de ellos virtud e iniciativa. Nos reímos del honor y nos extrañamos de ver traidores entre nosotros. Castramos y exigimos a los castrados que sean fecundos» (C.S. Lewis, La abolición del hombre [Encuentro; Madrid 1990] 29).

Diálogo formal, sin razón y sin verdad
Uno de los instrumentos “estrella” de la EpC es el diálogo. A lo largo de los decretos de mínimos, especialmente en los apartados de objetivos y criterios de evaluación, se insiste en promover el diálogo en las aulas como modo de educar en una convivencia armónica. Se hace especial hincapié en que es el diálogo el que debe resolver los conflictos.
Pero, ¿cuál es el objetivo del diálogo? En nuestra tradición occidental el diálogo ha sido siempre valorado como un medio, no como un fin. Dia-logos: a través de la palabra, por medio de un razonamiento (logos encierra aquí su doble valor de palabra y razón), se llega a la verdad. Así nos muestra Platón a Sócrates: como partera que, a través de un diálogo, va sacando la verdad que sus interlocutores llevan dentro. Diálogo, razón y verdad son tres realidades que se reclaman mutuamente. Sin la verdad, sin un punto común a ambos interlocutores, que los dos pueden reconocer y desean alcanzar, el diálogo se queda sin finalidad y la razón sin la energía que la impulsa.
Puede resultar sorprendente, pero en los 177 folios que abarcan los anexos de enseñanzas mínimas para la ESO no aparece en ningún momento la palabra verdad. En cualquier otra asignatura se busca la verdad (adaequatio rei et intellectus, adecuación de la realidad y el entendimiento): Matemáticas, Física, Biología, e incluso en la Filosofía, allí donde todavía ésta conserve su impulso inicial. Y la razón se mueve impulsada por la exigencia de verdad, exigencia que le es constitutiva y que no se le puede extirpar sin graves consecuencias para el sujeto y, por tanto, para la convivencia (y, ciertamente, para el diálogo).
En los decretos de mínimos, al contrario de lo que sucede con el término verdad, sí aparecen referencias al verbo razonar, al nombre razones o a expresiones como “argumentación razonada” (en total 7 apariciones de la raíz “razón” en la parte dedicada a la EpC). Llama la atención, sin embargo, que el término razón (como dimensión humana) no aparezca en ninguna ocasión en todos los anexos de enseñanzas mínimas para la ESO. De hecho no es tan extraño. La «adquisición de determinados procedimientos, como el saber razonar y argumentar» poco tiene que ver con ese instrumento, razón, con el que la naturaleza nos dota para abrirnos a la realidad y que tiene como motor y exigencia la verdad.

Una tolerancia tergiversada
En el desarrollo de los decretos de mínimos, especialmente cuando se presentan los instrumentos pedagógicos y los criterios para evaluar los objetivos, se ve cómo el diálogo no está encaminado a entrar en relación con la otra persona, a dejarse tocar por ella y por sus argumentos. El intercambio de argumentos no pretende alcanzar la verdad. Excepto en el caso de que un argumento pise el terreno maldito de lo no legal, o lo políticamente incorrecto, el diálogo será un intercambio de información que debe ser respetada por principio. La tolerancia se convierte entonces en un escudo, una especie de protección, de profiláctico en todas las relaciones. No hay verdadero diálogo. Pero sabemos, por nuestra experiencia en la vida social y política en España, que dicha tolerancia se aplica únicamente a aquellas posturas que no son críticas (krinein, función esencial de la razón) con la propia postura. En las aulas no sería extraño que se reprodujera el mismo esquema.
Pero una tolerancia o respeto entendido como profiláctico tiene pocas garantías de éxito. ¿Acaso una genérica llamada al respeto mutuo será capaz de frenar la creciente violencia entre grupos ideológicos o étnicos? Sólo un juicio fundamentado y razonado sobre quién es el otro, sobre la alteridad, puede mover la libertad, el afecto y la energía de la voluntad; Sólo teniendo en cuenta el misterio del otro será posible el encuentro, el diálogo verdadero, la relación sincera. Si no hay razones para el diálogo; si sólo hay una llamada genérica a «una resolución dialogada y negociada de los conflictos», si no se hace una referencia objetiva al valor de la otra persona para mí, o al valor del diálogo como tensión hacia una verdad a la que cada interlocutor tiende por naturaleza, entonces la violencia, lejos de decrecer, aumentará. ¿Quién puede negociar con el odio, con los celos o con los instintos? Si previamente no se ha educado en una cosmovisión adecuada de la realidad, que incluye su finalidad, su verdad, un uso adecuado de la razón, una explicación de nuestra naturaleza, del afecto, del instintito, de la alteridad, ¿quién podrá controlar sentimientos, afectos, instintos, de modo que no degeneren en violencia? ¿Basta una genérica llamada a la tolerancia?

Nuestra responsabilidad
Estas reflexiones no pueden concluir sin una llamada a la responsabilidad de padres y educadores. De nada serviría frenar el peligro que EpC representa, fundamentalmente como cauce privilegiado de una mentalidad ya difundida de hecho en la sociedad y en la escuela. Se podría preservar al adolescente o al joven de este lobo para luego verlo morir de inanición o de aburrimiento. Se educa a partir de una propuesta que introduzca a la persona en la realidad, en la totalidad de sus factores. Una propuesta dirigida a la libertad y a la razón de los hijos o alumnos. Si no hay motivos para afrontar la vida de nada sirve preservar a los chavales de “peligros” externos: el cáncer estará ya dentro y no tardará en manifestarse.

(Artículo íntegro disponible en: www.paginasdigital.es)