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Huellas N.05, Mayo 2020

RUTAS

Cuando el Cielo se inclina sobre el hombre

Giuseppe Frangi

La soledad del hombre y la cercanía de Dios. Un viaje por obras de arte que nacieron de la fe en momentos de prueba. Desde el Crucificado contra la peste hasta el Llanto de Niccolò dell’Arca, y también Duccio, Giotto... Y la potencia del abrazo de la Piedad

Con motivo de ese gesto sencillo e imponente ante una plaza de San Pedro vacía, el papa Francisco quiso la compañía de dos imágenes que luego siguieron a su lado durante todo el camino de la Semana Santa: el icono de María Salus populi romani, habitualmente venerada en la basílica de Santa María la Mayor, y el Crucifijo de la iglesia de San Marcelo, el mismo Crucifijo que Francisco había ido a venerar, caminando solitario por la via del Corso unos días antes. Una escultura en madera policromada de autor desconocido y datada a finales del siglo XIV, de la que los romanos siempre han sido devotos. En 1522, con motivo de una epidemia de peste, lo sacaron en procesión por todos los distritos de la ciudad que lo solicitaron entre el 4 y al 20 de agosto de aquel año. Mientras tanto, la epidemia registró un claro descenso. Pero más que su poder taumatúrgico, el valor de esta imagen reside en que hace visible la cercanía o, mejor, la compañía de Dios a los hombres en momentos tan duros de afrontar. No en vano es el Jesús crucificado que sale por las calles de la ciudad, como sucedió también con san Carlos en la terrible peste de 1576 que flageló a Milán. Hoy se custodia en el Duomo, en la nave izquierda, delante de la tumba del cardenal Martini, quien quiso a su vez sacarlo en procesión por la ciudad el 20 de abril de 1984 contra las nuevas pestes, las de la violencia y la soledad.

De nuevo la soledad, la experimentada dramáticamente por muchos que han muerto aislados en las unidades de cuidados intensivos por el coronavirus. La misma con que Jesús tuvo que enfrentarse en la cruz cuando, como decía el Papa en una de sus homilías en Santa Marta durante los días de Cuaresma, experimentó la derrota. «No finge morir, no finge sufrir, solo, abandonado…». Precisamente en una de las localidades más golpeadas por la epidemia, Albino, en Val Seriana, se encuentran dos obras que testimonian la radicalidad de esta soledad humana de Jesús. Son obra de Giambattista Moroni, uno de los mayores retratistas del Cinquecento, que nació justo en Albino.
La primera es un Crucifijo, esta vez pintado: un cuadro muy vertical conservado en la Parroquial. Jesús se eleva solitario en la cruz ante un paisaje que todos en el lugar podrían reconocer como muy familiar. Jesús está así “próximo” a quien lo mira y al mismo tiempo aislado en su dolor. Es una imagen que, con una humildad y composición absolutamente reales, parece plegarse para compartir la condición humana de quien se encuentra igual de solo al sufrir y a menudo morir en los hospitales. Muchos de ellos, paisanos de Moroni. Pero hay un toque en esa obra que rompe el asedio del dolor: el paño que viste a Jesús se mueve por un golpe de viento que el artista, en esta obra dominada por los grises, quiere remarcar con un color naranja vivo, casi como un pálpito que trasuda el imprevisto de la Resurrección. Luego está el “Cristo cargando la cruz”, custodiado en el Santuario de la Madonna del Llanto, también en Albino. Moroni lo pintó a tamaño natural y de perfil, como si lo hubiera estado siguiendo a su lado con una videocámara mientras subía al Calvario. Camina bajo el peso del madero y nos da a entender que camina con nosotros, en nuestras fatigas y sufrimientos. Su soledad viene a socorrer la nuestra. La pintura lombarda generó otra imagen impresionante de de la soledad de Jesús en la Pasión: el cuadro de Moretto, conservado en la Pinacoteca Tosio Martinengo de Brescia, con Cristo sentado exhausto en los escalones del Pretorio, con la corona de espinas y la cruz esperándole. Se le ve humanamente abrumado por la sucesión de acontecimientos. Solo un ángel, también él roto de dolor, permanece junto a él.

En estos días dramáticos de coronavirus nos falta la experiencia del abrazo. No solo (ni tanto) el que resulta imposible en la vida cotidiana de la cuarentena, sino ese último abrazo a quien se va. En este caso el arte también ha documentado el tormento de esa distancia, como en el caso de tantos difuntos, empezando por la obra maestra de Niccolò dell’Arca en Bolonia. Todas las figuras rodean el cuerpo de Cristo, experimentando una separación que provoca un dolor lacerante. Lo ven pero no pueden estrecharlo entre sus brazos. Queda el grito que irrumpe de esas figuras, cuyo eco resuena hoy en la experiencia de tantos. Pero a veces el mismo episodio se resuelve de manera genial con imágenes que pueden servir de apoyo. Duccio en su Majestad y Giotto en los Scrovegni (y no son los únicos), al pintar la escena del Descendimiento, nos regalan dos detalles que dejan huella en el corazón. Vemos a María arrojándose sobre el cuerpo inerte del Hijo y estrechándolo. «Lo toma en sus manos como lo había tomado en sus manos más de treinta años antes en Belén», decía el Papa en sus meditaciones de Cuaresma en Santa Marta. La madre se inclina sobre él, anula todas las distancias con tal intensidad humana que hace pensar que ese gesto comprende también todos los abrazos que se han visto imposibilitados: es un abrazo que se dilata y también contempla en sí a los que han quedado dolorosamente privados de ello. Por lo demás, este vínculo físico entre madre e hijo dio lugar a uno de los motivos iconográficos más extraordinarios y amados, el de la Piedad. Nació en el ámbito alemán como Vesperbild, imágenes para la meditación de vísperas, y luego llegó a Italia dando lugar a obras maestras que todos conservamos en nuestros ojos, desde Bellini a Miguel Ángel. El abrazo subió de rango y se convirtió en una manera de mantener el cuerpo del Hijo en el seno materno. Icono de un dolor sin medida, que se transfigura en “piedad”, es decir, se ensancha hasta comprender el dolor del mundo (comprender, es decir, tener consigo, pero también entender, atribuir un sentido).

Contra las epidemias y las pestes también los santos salen al campo. En Orzinuovi, uno de los centros de la Bassa bresciana más sacudidos por el coronavirus, en 1514 la ciudadanía encargó un estandarte procesional a Vincenzo Foppa, el patriarca de la pintura lombarda de cuya estirpe saldría Caravaggio. Por detrás están dos santos que mantenían la peste alejada, Rocco y Sebastián. El rostro de este último es inolvidable, por su correspondencia incluso antropológica con el pueblo que le pedía protección. No como un santone o un mago, sino concretamente como un escudo contra el mal, gracias también a la multiplicación exponencial de sus imágenes, en cuadros, frescos o simples estandartes procesionales como el de Orzinuovi. Que Sebastián era contemplado realmente como escudo en el sentido más concreto del término lo demuestra un extraordinario fresco de Benozzo Gozzoli en San Gimignano. La escena es compleja y sorprendente. Se ve al santo, en dimensiones gigantescas, sobre un pedestal en cuya base está el pueblo de fieles que eleva la mirada hacia él lleno de gratitud. Sebastián tiene un manto, que unos ángeles mantienen abierto, para proteger a la multitud de las flechas portadoras del mal. De hecho, esas flechas chocan contra esta barrera proporcionada por Sebastián, el santo “escudo”. ¿Pero de dónde llueven las flechas? Esta es la desconcertante sorpresa de esta obra. Arriba, asistimos a una escena en la que se ve que es el mismo Dios con sus ángeles quien lanza este castigo a los hombres. Pero a sus pies, de rodillas, están Jesús y María haciendo de mediadores e implorándole que desista. Jesús muestra la herida de su pecho como indicando que él se hace cargo de los pecados; María en cambio descubre su seno como sugiriendo, mediante su dimensión maternal, la paternidad de Dios.

Que para salir de una epidemia una comunidad tenga que medirse igualmente con sus culpas es lo que creía firmemente otro santo ligado a una dramática peste, la que en 1576 sacudió Milán. Se trata de san Carlos Borromeo. Su Memorial a los milaneses es un reclamo extraordinario a la ciudad que tanto amaba. Desde el punto de vista de las imágenes, con ocasión de su fiesta, el 4 de noviembre, el Duomo de Milán se llena de Quadroni que narran su historia y milagros. Entre ellos está el extraordinario lienzo pintado por Cerano durante su visita al Lazareto, con los apestados: una documentación crónica y épica a la vez de un gran gesto de caridad pública por parte de un obispo santo que nunca dejó solo a su pueblo.