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Huellas N.01, Enero 2020

PRIMER PLANO

El mundo visto desde Pedro

Stefano Maria Paci

El vaticanista de Sky Tg24 cuenta sus viajes junto al Papa: desde Polonia, con Wojtyla, a las periferias de Francisco, pasando por Turquía, con Benedicto XVI. Las opciones, los cambios de programa, las críticas.
Y el punto de vista de la multitud


Mi primer viaje papal relatado en directo fue con Juan Pablo II, en Eslovaquia. Septiembre de 2003. Sky Tg24, noticias en directo las 24 horas, había nacido la semana anterior. Había conocido al cardenal Wojtyla siendo yo un chaval, tras mi examen de selectividad, durante la peregrinación de Varsovia a Czestochowa, trescientos kilómetros andando. Salió a nuestro encuentro un grupito de sacerdotes, y uno se presentó como el cardenal de Cracovia, que quería conocer a los chicos que habían llegado de Italia. Así que el día en que fue elegido Papa, en Roma yo me encontraba entre los pocos que sabían quién era. Le escribimos una carta, recordando aquel encuentro en Polonia. Nos dio cita en el Vaticano para una velada en el día de su cumpleaños. Le hablamos de nosotros, de lo que hacíamos los de CL en las universidades. Al final, nos habló de él y de lo que esperaba de nosotros; y nos dio una cita, mejor dicho, muchas citas. «Mi cumpleaños cae una vez al año, por favor volved cada mes en esta fecha, así celebraremos mi cumplemés». Unos años más tarde, me encontraba como periodista en Eslovaquia para relatar su viaje. Estaba transmitiendo en directo, cuando Juan Pablo II llegó al aeropuerto de la capital y empezó su saludo de bienvenida. Pero pasó algo inesperado: no lograba hablar, por primera vez se manifestaba públicamente su Parkinson. El último viaje con él fue a Lourdes, donde llegó en silla de ruedas, mudo, un enfermo entre los demás, implorando y dando gracias a la Virgen.
Luego llegaron los viajes con Benedicto XVI. El más emblemático fue en Turquía, donde Ratzinger abordó a fondo el caso de Ratisbona, la ciudad en la que reflexionó sobre los fundamentos de las religiones cristiana, musulmana y judía, y donde fue absurdamente acusado de haber ofendido a Mahoma. Llegando a Turquía, un país musulmán, además de las alas de nuestro avión, veíamos los aviones militares
enviados para proteger al Papa porque se temían misiles tierra aire. Tras las etapas de la visitas, el Papa quiso ir al lugar donde los descubrimientos arqueológicos sitúan la casa donde posiblemente vivió la Virgen tras la muerte de Jesús. Ratzinger celebró una misa en la que estuvimos tan solo los periodistas del vuelo papal y algunas personas de su séquito. De espaldas a nosotros, estaban los militares con las metralletas, más numerosos que los que asistíamos a la celebración. Me pareció la estampa física de las dificultades y a la vez de la confianza total en el Señor de Benedicto XVI en su pontificado, tan contrastado.
Y ahora Francisco, el Papa que llegó desde el confín del mundo, y que hace del mundo su tierra de misión. Son 369.636 los kilómetros recorridos hasta ahora en sus 32 viajes internacionales, 47 países visitados. Viajes en los que se pueden ver esbozados los temas que recorren como un hilo rojo su pontificado. Ya en la elección de los países que visita sigue el programa que se marcó desde el comienzo: prefiere los lugares donde los cristianos son una pequeña minoría, viaja a las periferias del tablero internacional y a las periferias humanas. Su primer viaje fue en Italia, a Lampedusa. Lo decidió repentinamente, provocado por los naufragios en el Mediterráneo. Era el 8 de julio de 2013. Se lanzó contra «la globalización de la indiferencia», expresión que utilizará en repetidas ocasiones. La corona de flores que ofreció en homenaje a los desaparecidos en el Mediterráneo, un mar que definió como una «tumba líquida», fue el comienzo de tantos gestos para llamar la atención sobre una tragedia de dolorosa actualidad, que le causa cierta oposición política y también eclesial.
Un día nos dijo: «Pero, ¿cómo podría un padre no llorar por los hijos que sigue viendo morir, y no reclamar a sus hermanos para que cuiden de ellos?». Viajando con él, llama la atención cómo, ante las contestaciones que crecen, sigue estando muy sereno.
«Por la noche duermo a pierna suelta», dijo una vez. «Le confío a Dios mis problemas, sé que la Iglesia la guía Él». Confiar es la verdadera clave interpretativa de su pontificado. Al igual que cualquier Papa, y también cualquier hombre, puede tomar decisiones con acierto o equivocarse, pero en cada una de ellas confía plenamente en el Señor. «Llegamos a ser santos por la conciencia de lo que hacemos, por quién lo hacemos, y no porque acertamos y somos perfectos», me dijo una vez Jean Guitton, hablándome de la causa de canonización de Montini.

Palabras que me vuelven a la mente el 16 de abril de 2016, en la isla de Lesbos, Grecia. Viaje de Francisco de un solo día, para poner bajo los reflectores de los medios las condiciones de vida en los campos de refugiados. Cuando llegó el momento de volver a Roma, hubo un repentino cambio de programa. Uno de sus colaboradores le había dicho al Papa: «¿Por qué no nos llevamos a algunos de estos refugiados en el avión con nosotros?». Una idea que podía parecer extraña, pero Francisco vislumbró en ella, como comentó en la conferencia de prensa en el avión, una inspiración directa del Espíritu Santo.
Por eso, se los llevó a Roma con él, les dio casa, formación y luego les ayudó a encontrar trabajo. No faltaron las críticas. Casi todos son musulmanes, escribió alguien escandalizado. «Son todos hombres, nuestros hermanos, hermanas e hijos», contestó él lapidario. No era una solución a los problemas de los refugiados, sino un signo para todos. Pasó lo mismo con la estampa de hace dos meses. Estábamos en Méjico, Francisco había tomado una decisión valiente: celebrar la misa delante de la valla que divide Méjico de Estados Unidos. Un gesto que suscitó la reacción irritada del presidente Trump. Pero en sus viajes se descubre que Bergoglio es capaz de revisar y poner en discusión sus opiniones. En una conferencia de prensa en el avión, ante una pregunta acerca de por qué habla siempre de acogida de los refugiados y no de la capacidad de un país para recibirlos, contestó: «Quizá tenga usted razón, lo pensaré». Lo hizo y entre las dotes indispensables para ser un buen gobernante cita a menudo la prudencia, diciendo que consiste en saber acoger a los refugiados que el país está capacitado para recibir.

Del muro entre Méjico y Estados Unidos a otro muro, el de las Lamentaciones, en Tierra Santa, donde todo comenzó. Y donde empezó una historia de encuentros que ha llegado hasta nosotros. Como es habitual para los judíos, Francisco inserta una petición en las hendiduras del Muro de las Lamentaciones. Pero me sorprendo cuando le veo hacer un gesto inédito: abraza a un rabino y a un imán, ambos de Buenos Aires, ambos amigos suyos desde los tiempos de Argentina. Francisco sabe que una imagen así se queda grabada en la retina más que muchas palabras. La imagen de los tres en ese abrazo, con la cabeza apoyada en el hombro del otro, indica la posibilidad de un abrazo sincero, sin sincretismo, reconociendo el papel que los diferentes credos religiosos pueden tener en nuestro tiempo.
Para construir la paz, insiste en mostrar a Occidente que el islam no se identifica solo con atentados y asesinos. En sus viajes realiza gestos que tienen eco a nivel mundial. A pesar de que hubieran intentado disuadirle, en noviembre de 2015 Bergoglio visita un país en guerra, la República Centroafricana, y allí, por primera vez en la historia lejos de Roma, abre el Año Santo de la Misericordia. El último día, Francisco realiza uno de sus gestos espontáneos. Veo que llama a alguien para poder salir del papamóvil, pienso que quiere tomar algún niño en brazos, en cambio se dirige hacia el imán del lugar. Los dos hombres vestidos de blanco, uno al lado del otro entre la muchedumbre en un país en conflicto.
Luego, en abril de 2017, en Egipto, el abrazo con el gran imán de Al Azhar, la máxima autoridad del islam suni- ta, un abrazo que en febrero de 2019 se concreta en un paso adelante en la construcción de un camino común. Estamos en los Emiratos Árabes, donde se produce la histórica firma del documento sobre la “Fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común", que pide «adoptar la cultura del diálogo como camino; la colaboración común como conducta; el conocimiento recíproco como método y criterio». Un documento que ahora se estudia en los institutos islámicos y católicos y que está dando lugar a iniciativas comunes.
Además, la lucha sin cuartel a la pedofilia entre el clero -un horror, una traición nefanda de la fe, empezada por Benedicto XVI y que Francisco ha hecho suya. Irlanda es el país europeo donde se han registrado un mayor número de abusos. Es el 26 de agosto de 2018, cuando Francisco celebra la gran misa en el Fenix Park de Dublín. Al final de la celebración, vislumbro algunas personas que van alejándose de la explanada. «El Papa ha utilizado palabras fuertes. ¿Qué piensa usted de ello?», le pregunto a un señor. Me contesta, hablando despacio como para superar el dolor y la emoción: «Yo soy un superviviente. Intenté incluso quitarme la vida. Ayer el Papa me recibió. Lloró conmigo. Me pidió perdón por lo que había sufrido. Hoy, por primera vez, logré volver a misa. Sé que me equivocaba no yendo, sé que Dios es más grande que todo esto, pero no lo lograba, no podía ver a un sacerdote levantar la sagrada forma. Estoy seguro de que el Papa nos ayudará a salir de esto». Palabras que parecen un preludio al encuentro en el Vaticano de los presidentes de las conferencias episcopales de todo el mundo, en febrero de 2019, para abordar esta lacra. Y, sobre todo, a la decisión que Bergoglio tomó el pasado 17 de diciembre, día de su 83 cumpleaños, de abolir el secreto pontificio sobre los documentos conservados en el Vaticano y en las diócesis, referentes a las acusaciones de abusos sexuales a cargo de clérigos.

Lo más emocionante de los viajes del Papa es ver la reacción de la gente ante él. Como en Tailandia, donde también chavales budistas quisieron participar con sus coetáneos en el servicio de orden. Una vez, en Bolivia, estuve en la calle en medio de la gente que esperaba a Francisco. Quería ver las cosas desde otro punto de vista. Esperé en la calle hora y media a que pasara Bergoglio. Cuando llegó el papamóvil, Francisco apareció a lo lejos como un puntito blanco que desapareció enseguida. «Ahora se van a enfadar», pensé, «se quedarán desilusionados». En cambio, madres de familia, abuelas con sus nietos de la mano, hombres que habían dejado su trabajo, muchísimos chavales con los que pude hablar hasta un instante antes, estaban extrañamente contentos. «Le vi, nos bendecía», decía uno de ellos. «Vi que me miraba», añadió un chico. Al principio no entendía bien, luego pensé: «Quizás algo parecido pasaba en Jerusalén, cuando Jesús iba entre la muchedumbre y la mayoría le veía por un instante, fugazmente, o alguien lograba tocar el borde de su manto. Aquí no esperan simplemente a un hombre, sino al vicario de Jesucristo».