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Huellas N.09, Octubre 2019

RUTAS

En busca de Benito

Davide Perillo

La estatua del patrón de Europa entre las ruinas de Nursia y el comienzo de un viaje. Las energías de una orquesta dejóvenes, la Italia “sin voz”y los encuentros con hombres «fuera de lo común, porfelices». El autor del libro II filo infinito narra el Viejo Continente y su «búsqueda de lo invisible»

Las notas son inconfundibles: el Bolero de Ravel, después del Sherezade de Rimski-Korsakov y antes del gran final con el Himno de la alegría. Es un doble espectáculo sentirlas brotar de la implicación de 72 jóvenes procedentes de toda Europa, en ese milagro que se repite cada verano bajo la guía del maestro Igor Coretti y un cartel que en sí mismo ya es todo un programa: European Spirit ofYouth Orchestra. Pero la voz se te clava tanto como los violines, mientras recorre en verso el mito de Europa, la princesa fenicia que da nombre a nuestra historia. Secuestrada por Zeus, náufraga, «no sabe adónde va, pero sabe de dónde viene» y «es más fuerte que nuestras raíces». En unos meses esos versos se convertirán en libro, de momento sirven de texto para Tambores de paz, un «evento sinfónico que mezcla música y palabras». El autor es quien lee, desde el escenario del auditorio Benedicto XIII de Camerino, en la región de Las Marcas. Se trata de Paolo Rumiz, 71 años, uno de los escritores más leídos, no solo en Italia. Triestino de pura cepa -lo de los puntos neurálgicos y fronterizos lo lleva en el ADN-, firma habitual del diario La Repubblica, Rumiz viaja y narra desde siempre: para él, son dos verbos gemelos. Ya se trate de la guerra en los Balcanes que cubrió para el diario local Il Piccolo, donde empezó, o de una expedición en bici hasta Estambul (su primer reportaje publicado por partes en el periódico dirigido entonces por Ezio Mauro), una gira por los faros oceánicos, el Transiberiano, Jerusalén o la antigua Via Appia.
Su último viaje transformado en relato salió hace unos meses, tomando un camino inusual en él, «laico y comecuras». Se titula Il filo infinito (El hilo infinito, ndt. - Feltrinelli) y es un recorrido por catorce monasterios benedictinos de Europa en busca de las raíces del Viejo Continente. También lo contó en el último Meeting (donde dice haber visto «una hermosa Italia»), pasando por los muchos protagonistas de este recorrido. Empezando por los lugares: de Praglia a Cíteaux, de San Galo a Orval, y también Viboldone, Pannonhalma, Altötting... Y los personajes, muy diversos e inesperados: desde el abad teólogo de gran finura intelectual que cría gallinas y toca Smoke on the water, al sobrino nieto de Gadda, el único monje que queda en San Biagio, Fabriano; del padre Fredric, que tararea a Brassens pero a la vez te deja fascinado con un «si Cristo no ha resucitado realmente, quiere decir que llevo cincuenta años haciendo el payaso», a la madre Caterina, abadesa de Nursia, donde un terremoto destruyó el convento sin tocar sus raíces y su alegría, porque «Benito nos enseña que hay que vivirlo todo según las circunstancias».
En su libro también tienen peso experiencias que no están de moda. El silencio, por ejemplo. O la belleza de la música. No en vano, ese es el hilo que desde hace poco mantiene ligado a Rumiz con esta orquesta, que se forma cada mes de junio reuniendo a jóvenes músicos del Viejo Continente y se disuelve al final del verano, con la vuelta a casa de los jóvenes y los maestros que los siguen, aunque esta vez se ha prorrogado hasta mediados de octubre. «Aquí el elemento clave es la escucha», observa. «Al que toca no se le pide actuar sino ante todo abrir sus oídos al que tiene al lado. Del milagro de la escucha depende la acogida del otro. En una comunidad es fundamental, y es algo profundamente benedictino». Al menos por lo que respecta a la idea de Europa, «otra palabra que usamos desde hace ya demasiado tiempo sin afecto».

Este libro nace de un episodio casi fortuito. Te encuentras en Nursia con esta orquesta, en medio de los escombros del terremoto y delante de la estatua de san Benito...
¿Quién iba a pensar en Benito? Ni siquiera recordaba en qué siglo había vivido. Pero a los viajantes a menudo les sucede que acaban siendo interceptados por las metas de sus viajes, en vez de al contrario. Mi encuentro con él fue esa estatua intacta entre las ruinas, donde se leía en grande “patrono de Europa". Se me había olvidado. Entonces empecé a preguntarme qué quería decir eso. Y salí en busca de Benito, para ver qué parte de su mensaje seguía siendo útil en la crisis que estamos viviendo.

Empecemos por ahí, por la crisis. ¿Es solo algo de lo que debemos resguardarnos o puede ser una ocasión?
“Crisis" es una palabra fúndamental. No solo quiere decir dificultad. Es el momento en que puedes dar un salto de conciencia que te haga crecer. El problema es que este aspecto hoy falta. Vivimos un momento de paso, pero el gran obstáculo es el estruendo que nos rodea, la sordera. A todos los abades les he preguntado: «¿Cómo conjugáis el silencio de estos lugares con los gritos que se oyen alrededor, las parrafadas, las injurias por internet? ¿Cómo resistís a todo eso?». Casi les provocaba: «¿Cómo podéis tener la ilusión de quedaros al margen?». Me decían: «Nosotros no tenemos ninguna ilusión. Claro que es una batalla complicada, pero hay algo que sabemos: en nuestra pequeñez, custodiamos algo que vale, es como si fuéramos un baluarte. Y, sobre todo, nos damos cuenta de que muchos de los que nos visitan, a veces interesados por el vino o por el lugar, luego vuelven cambiados». Es cierto. Hay gente que llega allí solo porque quiere probar una cerveza, pero algunos salen convertidos en apóstoles de un ideal.

¿Por qué?
No sé decirte. Yo, por ejemplo, soy un laico de hierro, mitad garibaldino, mitad Habsburgo. Pero he sufrido, en cierto modo, una metamorfosis en este viaje. Lo veo porque allí donde voy a contarlo me encuentro con multitudes silenciosas con los ojos como platos. Me sorprendo hablando de las raíces cristianas de Europa con una fuerza y entusiasmo contagiosos, algo que nunca habría imaginado. Es un cambio que me maravilla a mí mismo, me impresiona.

Pero Europa, al fin y al cabo, ¿de dónde nace? Hablas de «un milagro que no tiene igual en la historia», y es cierto.
Europa es una invención maravillosa y frágil que nace de la percepción de los desastres que somos capaces de infligirnos. Ya estábamos maduros para hacer la Unión en 1918, si no hubiéramos hecho que a una guerra absurda le siguiera una paz aún más absurda. Se disolvieron imperios que habían hecho algo bueno. Y se cargó a los perdedores con un exceso de culpa a nivel moral y material. Pero, sobre todo, aquella horrible guerra de trincheras hizo que soldados enemigos estuvieran muy cerca entre sí, que hasta se comunicaran. Olían el aroma de la sopa del otro, y escuchaban sus cantos llenos de nostalgia. Los alemanes oían las balalaicas de los rusos, del mismo modo que a los franceses les daban ganas de jugar al balón con los ingleses en Flandes. La sarna que contraían los unos se contagiaba enseguida a los otros. Todos tenían esta sensación de proximidad permanente con el enemigo. Resumiendo, esa guerra desarrolló en aquellos jóvenes aún campesinos, que venían de una Europa rural, la sensación evidente de haber caído en una gran trampa. En mi opinión, no hubo un momento más favorable para la construcción de Europa que finales de 1918. Pero aquella paz, tal como se hizo, lo estropeó todo.

Cuarenta años después, en cambio, sucedió. Los estadistas que la hicieron -empezando por De Gasperi, Schuman y Adenauer- eran en su mayoría católicos. ¿Qué tiene eso que ver con lo que has visto durante tu viaje?
De estos hombres sé poco. Pero, estudiando el mundo benedictino, he conocido gente iluminada por una doble fuerza inmensa: una fe brutal -en cierto modo eran guerrilleros de la fe- y, al mismo tiempo, una fuerza organizativa de la que nosotros no tenemos ni idea. Crearon un milagro. Imagina el momento en que nacieron esos monasterios. Era como si, en medio de los campos abandonados, de repente apareciera una astronave. Algo que ofrecía a toda la comarca un ejemplo perfecto de acogida, de relaciones humanas, de cuidado de la tierra, de cultura. Lugares que ponían a salvo una serie de valores que de otro modo habrían desaparecido. Hoy miramos al monte de Saint-Michel como algo maravilloso. Pero intenta pensar lo que era antes: una roca. Solo unos locos como los benedictinos podían pensar en ir allí a ensanchar una roca y transformarla en una maravilla. Creo que los bárbaros, que llegaban a Europa por legiones en los siglos V y VI, invitados por estos hombres desarmados que iban a su encuentro, les ofrecían pan, vino, cerveza y les proponían escuchar sus cantos, debían quedar impresionados. Eran habitantes de tiendas y llanuras, de lugares sin eco. Piensa en lo que significa recorrer la nave de una iglesia escuchando la belleza del gregoriano, y sus mismas voces que cambiaban, se suavizaban. Me los imagino dándose codazos y diciéndose: «Tal vez el Dios de estos hombres no sea tan malo.». Salvaron Europa sin necesidad de armas.

Pero entonces es algo más que "poner a salvo” ciertos valores, significa de algún modo testimoniarlos, encarnarlos...
Claro. ¿Por qué el monasterio sigue conquistando hoy incluso a no creyentes? Porque existe una fuerte carnalidad en la relación con el que llega. Nada más entrar, te encuentras acogido por un despliegue de elementos sensoriales que son fundamentales: el aroma del comedor, el canto, la belleza. También me lo decía uno de los monjes: «¿Por qué Dios iba a hacerse carne si no?». Se nos ha olvidado. ¿Por qué avergonzarse de decir que también se ha hecho mucho apostolado gracias al vino o al queso? Este vínculo existe siempre. Por lo demás, el monasterio es un presidio operativo donde el trabajo del hombre se ve redimensionado por la oración.

«Redimensionado», ¿en qué sentido? ¿Qué es, para ti, la oración?
Es una manera de decir: «Ojo que el trabajo, lo que tú haces, no lo es todo. Acuérdate de que hay otra cosa, del componente invisible de la vida». De hecho, si por un lado el mundo benedictino se caracteriza por una capacidad de emprendimiento -labora-, el hacer, por otra siempre ha encontrado en su propio seno las energías para desvincularse de ello. La reforma cisterciense y la trapense lo dicen claro. Aunque en todo esto, quizás el elemento más fuerte sea otro.

¿Cuál?
El noli contristari: «No te aflijas, estáte alegre. Emana alegría aun cuando todo esté en contra». Esta es la mayor enseñanza para mí. Los hombres que he conocido no eran para nada hombres tristes: son combatientes alegres. Sorprendentes, fuera de lo común. Gente inclasificable. Pero feliz.

¿Y de dónde viene esa alegría?
No lo sé. Pero hay una frase preciosa de Bach, citada en la autobiografía de Bergman. Al volver de uno de sus viajes -en aquella época no había teléfono ni correo electrónico-, Bach llega a casa y descubre que, mientras estaba fuera, habían muerto su mujer y sus dos hijos.
Y dice algo que me parece extraordinario: «Buen Dios, haz que no pierda mi alegría». En el fondo es mirar alrededor y decir: lo que tengo es más que lo que no tengo. He aprendido mucho de un amigo rabino que cito en el libro: la oración es agradecimiento por lo que tienes, mucho más que la petición de lo que no tienes.

Gratitud, en resumen.
Sí. Mira, esta capacidad constructiva de los benedictinos se expresa en el peor momento de todos en la historia. Estos hombres no se limitaron a defenderse de los bárbaros o a quejarse de que el mundo anterior se hubiera hundido. Se pusieron a trabajar, punto. Hoy pasa lo mismo: ver a un hombre como Norbert Wolf, el abad de Sankt Ottilien, que habla seis idiomas pero te dice «soy campesino», y te lleva a ver las gallinas, y es feliz, vaya si te enseña.

Un amigo al que citas, Ivan Dimitrijevic, filósofo, te ha señalado que nosotros hablamos del euro, la burocracia, las fronteras, pero lo que estaba en el origen de Europa «era la búsqueda de la felicidad, que es otra cosa muy distinta». ¿Sigues viendo esta búsqueda?
No es una respuesta fácil. Estamos rodeados de gente pendiente de su smartphone, siempre con una expresión ansiosa. Se sonríe poco. La vida que llevamos nos deja muy solos y bastante vulnerables. Pero veo que existen energías. Miro a los jóvenes de la orquesta, por ejemplo, y es un espectáculo. La velocidad con que aprenden, la manera de estar juntos. La alegría que expresan cuando ven que lo han conseguido. Eso me hace decir que se necesita poco para volver a encender el fuego.

¿Y por dónde empezar?
Por la educación. E-ducare, sacar lo mejor de la persona, salir afuera del propio recinto mental. Ensanchar, provocar crisis. Hay que hablar con los jóvenes. Ya no me interesa dirigirme a algunos de mis coetáneos que están como apagados. Casi he dejado de escribir artículos. Es verdad que también se debe a que esta experiencia musical me seduce -aunque para esta orquesta yo soy me¬nos importante que un oboe- y todo parte de la música, que es el canal más veloz para comunicar, tiene un poder energético. Pero estar con los jóvenes es impagable. Además, debemos escuchar a las periferias, sin duda. Hay que mancharse los zapatos, ensuciarse las manos.

Es muy bergogliano...
Bueno, no lo sé. Yo siempre he sido así. Pero en este libro, sin saberlo, en cierto modo me he encontrado con los dos Papas de un modo bastante ecuánime. Ratzinger, al que he revalorizado mucho, es el Papa de “dentro", Francisco el de “fuera". Es una división artificial, claro está. Pero si por un lado tienes que construir baluartes donde conservar y perpetuar ciertas experiencias, por otro también es indispensable salir, agarrar el bastón del peregrino e ir de un punto a otro. Y lanzar puentes. En cierto modo, también es pontífice el que viaja como yo.

¿En qué sentido?
Pienso en el viaje a pie por la Via Appia, hace cuatro años. Hemos devuelto a Europa el trazado de la primera gran vía moderna de la humanidad. Pero también hemos encontrado un gran pedazo de Italia que vivió privado de voz, humillado por las instituciones, desdeñado por el pensamiento en boga: campesinos, artesanos, tenderos. Y te das cuenta de que tú eres un constructor de puentes. Porque te encuentras con ellos y les dices: «Mira que en Brindisi hay uno que hace lo mismo que tú, tenéis que hablar». Y le pasas el teléfono. Construyes una red. De nuevo, un hilo. Es esencial.

«Esencial» es otra palabra que suena varias veces en tu viaje entre los benedictinos. Para ti, ¿qué significa?
Puede parecer banal, pero te respondo con El principito: es lo invisible a los ojos. Es tu lectura del mundo, lo que ves en las cosas más allá de las cosas. Hace tiempo, en un instituto, enseñé el dibujo de una montaña y pregunté: ¿qué veis? Ellos daban respuestas, hasta que uno salió con una metáfora. Ahí está la diferencia: hay algo que tú has visto, algo que la realidad te dice. Yo soy relativamente religioso, iré a misa dos veces al año. Pero mi búsqueda de lo invisible es constante. En este libro que estoy escribiendo en verso sobre Europa hay una continua búsqueda de metáforas.

En el libro llega un punto en el que te preguntas «a qué estoy asistiendo: a algo que muere o a algo que renace». ¿Qué respuesta te das ahora?
No creo que sea algo que acaba. Tal vez sea realmente como al principio del Medievo, un momento en que hay que poner a salvo un patrimonio. Pero entre los escombros también veo situaciones que dan esperanza. Personas o grupos que quizá se sienten privados de representación, necesitan puntos de referencia, pero existen. Ciertas cosas son eternas.