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Huellas N.08, Septiembre 2019

RUTAS

Una casa en los Balcanes

Paolo Perego

Un encuentro que los ha alcanzado de las maneras más dispares, en Pristina, Cluj o Larissa.
En países marcados por el régimen en el pasado y por el secularismo hoy en día.
Tres testimonios de las vacaciones de la comunidad de Europa suroriental


Donyeta, Kosovo
«Mamá, quiero comer más chocolate». «¿Por qué?». «Porque comerlo me sienta muy bien». Jin, de cinco años, es el segundo hijo de Donyeta y Lorenzo. «¿Me explico? Para mí es lo mismo. Lo que he encontrado en el movimiento hace que me sienta muy bien. Así fue hace veinte años, al acabar la guerra. Y así es hoy. Por eso ahora “pido más", tras haberme alejado durante un tiempo». Pristina, capital de Kosovo, un país con poco más de dos millones de habitantes. «Solo el año pasado 180.000 jóvenes salieron del país. No hay trabajo». Y la corrupción campa a sus anchas.
Donyeta nació en 1980, en la Yugoslavia de entonces. Su país era una provincia de Serbia. En 1995 acaba la guerra de los Balcanes, pero Serbia empieza a perseguir a los albaneses en la región: 11.000 muertos civiles, antes de que la ONU interviniera en 1999. «En 1996 me mudé con mi familia desde la provincia a Pristina. Mi padre era un disidente y la ciudad era un lugar más seguro». Su casa fue ocupada por unos serbios. «Lo habíamos perdido todo, hasta el espacio para “plantearnos preguntas". La única prioridad era sobrevivir».
En 2000 se produce su encuentro con el movimiento. «Empecé a trabajar en la ONG italiana AVSI, que llevaba a cabo proyectos de adopción a distancia». Donyeta hablaba inglés e italiano. «En aquel entonces, nos solía visitar un profesor italiano del movimiento, Beppe, con algunos de sus chavales de GS, para ir al encuentro de los jóvenes en las parroquias». Necesitaban un intérprete. Donyeta traduce, escucha. «Lo que ellos decían resonaba dentro de mí. Beppe hablaba de mí, de lo que yo vivía y deseaba. Y no me conocía de nada». Beppe le habla de don Giussani, del movimiento. «Era todo para mí, me hacía más sencillo vivir el día a día. Se lo contaba a mis amigos, y ellos: “¿Puede valer también para nosotros?"». Nace así el primer grupito de CL en Pristina. «Años de vida intensa que, con el tiempo, se fue apagando un poco». Por distintas vicisitudes, dice Donyeta sin entrar en detalles. «Me fui perdiendo en la rutina de la vida», entre el trabajo como intérprete y la familia. «Dejé de tomar en serio lo que soy y, de ahí, todo lo demás». Se dejó de hacer la Escuela de comunidad, pero. una necesidad «continua» seguía aflorando. Acallada, pero nunca borrada. «A pesar de mi infidelidad, Cristo no dejó de hacerse presente a mi lado, cuando desde Italia me visitaba un amigo, Claudio. Con él, Lorenzo y yo hablábamos libremente de todo, de nuestros problemas. Me preguntaba qué hacía aquí un “extranjero"...».
Era un ascua que ardía debajo de las cenizas y que volvía a prender ante
ciertas situaciones difíciles, la leucemia de una sobrinita o la muerte de la
hija de unos amigos: «Llamé a Bernadeta, una amiga de la comunidad “de la
primera hora", estaba desesperada: “Me encuentro fatal, Donyeta.". ¿Cómo
podía ayudarla? No sabía qué decirle. Busqué a Davide, otro amigo que
acompaña a la comunidad de CL de los Balcanes». Davide vuela a Pristina.
«Estuvimos hablando, había que retomar el camino juntos. No desde cero, sino desde la evidencia alcanzada de que en el origen de nuestra amistad está Jesús», dice Donyeta. «Desde la experiencia concreta, como el chocolate, que te hace estar bien».
Unos meses después, Donyeta y Bernadeta participan en las vacaciones de la comunidad en los Balcanes, a finales de marzo, en Macedonia. «¡Qué fidelidad ha tenido Dios conmigo! A pesar de mi rechazo, no me ha dejado nunca y me ha vuelto a conquistar. Es un amor que no se puede comparar con nada, ni siquiera con el que siento por mis hijos».

Padre Gregorio Marius, Rumania
«Mi padre era ortodoxo. Mi madre, una católica “radical". Para casarse con él le había convencido para hacerse católico arrastrándole ante el capellán del cementerio». Cluj Napoca se encuentra en el corazón de Transilvania, Rumanía septentrional, en la frontera con Hungría y Ucrania. Tercero de cuatro hermanos, dos sacerdotes y dos artistas, el padre Gregorio Marius Furtuna, nacido en 1966, es actualmente rector del Seminario de la Iglesia católica de rito bizantino en su ciudad. Durante las vacaciones en Macedonia ha celebrado una misa en rito romano. «Un sacrificio, en cierto sentido, porque implica “plegarse" a una liturgia distinta. Pero lo hice encantado de afirmar la catolicidad de la Iglesia, lo que nos une “a todos", que es la presencia viva de Jesús». No lo ha aprendido estudiando en los libros, sino a lo largo de su historia.
«Yo era un joven anónimo de la Rumanía comunista. Formaba parte de la Iglesia romana húngara. El rito bizantino estaba prohibido». Hoy bromea sobre la doble Pascua. «Para los “bizantinos" llegaba más tarde, e incluso después del “resurgimiento" de los húngaros, debíamos seguir con la Cuaresma. Cinco semanas más de ayunos y penitencias.». Pero fue, y sigue siendo, una riqueza mayor. «Experimenté la belleza y también lo absurdo que es vivir mi fe en el patio del vecino de al lado». Solo en 1985 Ceausescu, el dictador comunista de Rumanía desde 1967, concedió el permiso de celebrar la misa católica romana en rumano. Y tras la revolución del 89 llegó la libertad también para los “bizantinos". «Mientras, en 1987, entré en un seminario clandestino para ordenarme sacerdote». En esos años, Gregorio estudia en la Politécnica, en turno de tarde. Por la mañana trabaja en el Instituto de Física nuclear de Cluj. «Cuando llegó la libertad pude empezar a vivir mi fe en una forma de la que solo conocía la historia».
Con la caída del régimen llega también la invitación a ir a estudiar a Roma, en 1990. «Estar en el corazón de la Iglesia me ayudó a comprender aún más quién soy yo, con toda mi historia. Vivir en contacto con realidades tan distintas puede desconcertarte. O enriquecerte. Depende de ti, pero esto es la catolicidad: la capacidad de armonizar las diferencias. En Transilvania conviven desde siempre culturas distintas: rumana, alemana y húngara. Y es exactamente esta convivencia lo que define la identidad de cada uno». Por ello, hace unos años, no dudó en abrir sus puertas a algunos miembros de la comunidad de CL. «Conocía ya el movimiento y a don Giussani, a raíz de mi estancia en Italia». Y le había fascinado por «la manera de razonar, no convencional, de los que había conocido». Hoy el padre Gregorio participa en la vida de esa pequeña comunidad en su ciudad. Y la “sirve". «Sigo siendo yo mismo, pero estar con ellos me hace crecer, como hombre y como sacerdote. En el otro, encuentro a Jesús. Y para mí es como una necesidad». Nunca vio a don Giussani, pero ha leído sus libros. «Y sobre todo lo veo en sus “hijos". Ellos son el mundo real, con sus dudas, sus preocupaciones. Y sus juicios, que llegan hasta la política. Además, en un país como el mío, en el que la tradición religiosa va a menos porque no consigue presentarse con una vida atractiva y pertinente a los tiempos que vivimos». Es el mismo reto que don Giussani aceptó mientras subía los escalones del Liceo Berchet. «La inteligencia de su propuesta es para el mundo contemporáneo. Por ello atrae a ortodoxos, católicos, hebreos o ateos... Muchos la necesitan. Tienen sed. ¿Habrá alguien que les ofrezca un vaso de agua?».

Lambros, Grecia
Es difícil hablar de “casa" cuando tu vida discurre por media Europa, entre orígenes austriacos, residencia en Grecia, mujer e hijos en Portugal, continuos viajes de trabajo. «Sin embargo ahora, al cabo de muchos años, he encontrado mi casa, con vosotros», dijo Lambros en la asamblea de las vacaciones de la comunidad de los Balcanes. Lambros es griego ortodoxo y sus amigos son católicos latinos y de rito bizantino. Decidió seguir al pequeño grupo de Larissa, una ciudad en la región de Tesalia cercana a su pueblo, Tirnavos, que conoció casualmente hace tres años, acompañando a misa a su mujer, Sandra.
Nació en Graz, Austria. «Mi madre es de allí y se convirtió al cristianismo ortodoxo cuando se casó con mi padre, que es griego. En 1974, cuando yo tenía dos años, nos mudamos a Grecia, donde sigo residiendo entre mis olivos y vides». Y los sistemas de irrigación de los que se ocupa profesionalmente. «Conocer a Rosaria, Tassoula, Andreas y los demás amigos de la comunidad de CL en Larissa me ha vuelto a poner en cuestión en muchas cosas. Incluida la idea de tener que vivir con mi familia». Sandra, con María y Alexandros, 10 y 13 años, hoy vive a tres mil kilómetros de distancia, en Oporto. «Es católica. La conocí en agosto de 2001. Me encontraba en Portugal con un grupo de sirtaki, la danza de mi tierra», su gran pasión. Pero esos también son años oscuros para Lambros. «Solo vivía para trabajar y en lo demás no tenía ninguna regla. Alcohol, vida nocturna.». Sandra decide viajar con una amiga a Grecia en octubre, y va a verle. «Nació una bonita amistad. Volvió para navidades, sola». Lambros ve que su vida va cambiando gracias a la relación con ella. «Dejé de fumar y de beber. A veces viajaba yo a Oporto, otras veces venía ella». Hasta el día de la boda en 2004, cuando ella se muda a Grecia.
Con el paso del tiempo, llegan los hijos. Y para Sandra también la nostalgia de casa, agudizada por una depresión post parto, tras el nacimiento de María. «Volvió a Oporto una primera vez para trasladar allí su tienda de vestidos de novia, que había abierto en 2007. En 2010, cerrada la tienda, volvió de nuevo a Grecia. Dos años...». Luego de nuevo hacia el océano. Pero ni siquiera frente al Atlántico mejoran las cosas, con los hijos que crecen y un marido, pocos días en casa, cada dos o tres semanas. «Lleva tiempo sintiéndose sola en Oporto, aunque allí tiene a su familia de origen. Pensé en mudarme yo... Pero es complicado. A veces viene ella aquí, y en una de esas ocasiones conocimos al grupo de CL».
Para Lambros es una revolución. «Sandra estaba en Oporto, pero yo ya no estaba solo. Los buscaba porque son gente que está viva, y con ellos podía ser yo mismo». La Escuela de comunidad, quedar, compartir la vida. «Por fin, tenía una ayuda para vivir en estas duras circunstancias», aun en la diversidad de ritos. Lambros no puede dejar que pasen las semanas sin verlos, «por la nostalgia» que tiene de estar con ellos. «Me siento acogido. Es como acudir a una fuente de vida...». Difícil explicarlo, dice: «No entiendo todo, pero para mi mujer y para mí es como un gran abrazo». Sandra llega en enero a Larissa «por primera vez sola, sin hijos. Estuvimos un rato con los amigos de la comunidad. Y antes de regresar, hablando de ellos, me dijo: “Ahora sé que, quizás, podría volver a vivir aquí, porque me sentiría acompañada"».