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Huellas N.04, Abril 2019

RUTAS

Dom Bernardo Gianni. Un monje en el mundo

Luca Fiore

El Papa lo ha elegido para predicar los Ejercicios espirituales a la Curia vaticana. ¿Quién es el padre Bernardo Gianni? El abad del monasterio benedictino de San Miniato al Monte, en Florencia, habla de sí y de su relación con la ciudad y con don Giussani

Mirando las fotos en su perfil en Facebook, no te verías animado a tomártelo demasiado en serio. Las imágenes mientras baila o canta con un altavoz... ¿Y quién es esa señora extravagante con la que se hace unos selfies?
Luego lo escuchas hablar y entiendes. Descubres que la señora multicolor se llama tía Caterina y que desde hace años -un poco Mary Poppins, un poco Patch Adams- acompaña gratis con su taxi a los niños enfermos de cáncer hasta el Hospital pediátrico Meyer. Vas comprendiendo mejor por qué el papa Francisco le ha llamado a predicar los últimos Ejercicios espirituales a la Curia, en Ariccia.
El padre Bernardo Francesco Maria Gianni, abad del monasterio benedictino Olivetano de San Miniato al Monte, es un hombre de gran cultura y humanidad. Desde que le nombraron abad en 2015, el antiguo día tras día, convertirse en un monje. Y lo hace al servicio de los hermanos que el Señor le ha confiado, en calidad de padre, de abad. Y para convertirse en monje y en abad es necesario ser un discípulo del Señor Jesús que procura acoger humildemente la gracia de la filiación en Cristo. referencias al "alcalde-santo" Giorgio La Pira, pasando por el arquitecto y urbanista Giovanni Michelucci, hemos ido a buscar quién se esconde detrás de unas gafas de pasta y bajo un solideo blanco, de alguna manera uniendo también en su estilo el pasado y el presente.

¿Quién es el padre Bernardo?
Un bautizado. Alguien que intenta,día tras día, convertirse en un monje. Y lo hace al servicio de los hermanos que el Señor le ha confiado, en calidad de padre, de abad. Y para convertirse en monje y en abad es necesario ser un discípulo del Señor Jesús que procura acoger humildemente la gracia de la filiación en Cristo.

¿Qué es lo que le falta para ser un monje de verdad?
Un monje es un hombre totalmente obediente, totalmente arraigado en Cristo, con un corazón convertido en todo y para todo por el Evangelio. Quién puede decir: «Vale, yo soy así». La vocación de cada cual es una humanidad "en obras". Fíjese en que en algunos monasterios del Monte Athos los monjes visten el hábito de coro, el que uno se pone para rezar, solo en el lecho de muerte. Es frente a la obediencia extrema, frente a la muerte, donde se ve quién es el monje de verdad y cómo culmina ese noviciado que dura toda la vida.

¿Por qué la filiación es necesaria para llegar a ser padres? Parece una paradoja.
Como decía san Juan Pablo II, sabe ser padre aquel que al mismo tiempo sabe ser hijo. Significa ser consciente de que hay un origen que me precede, del que brota mi servicio como padre: ser deseados por otro Padre.

Usted cuenta que se convirtió en la noche de Navidad de 1992, en la iglesia benedictina de Rosarno. ¿Quién era usted antes de aquel día? ¿Qué es lo que le conquistó?

Estaba acabando Filología clásica, escribiendo una tesis sobre Coluccio Salutati, un humanista florentino de la segunda mitad del Trecento. Llevaba unos años lejos de la Iglesia, pero hacía voluntariado con personas discapacitadas, lo cual mantenía abierta en mí una atención hacia el problema del sufrimiento. El estudio, el voluntariado y los clásicos reveses afectivos propios de esa edad, 20-22 años, contribuyeron y propiciaron mi encuentro con Cristo. En aquella noche, Él despertó en mí la conciencia de ser, a pesar de todo, deseable para un amor que te visita, a sabiendas de tu contradicción, tu presunción y tu debilidad. Y te visita precisamente para curarte desde dentro, sin juzgarte, sino derrochando su gracia, encendiendo en ti el asombro por un amor gratuito. Jesús no espera ningún logro por nuestra parte: te busca, te encuentra y te conduce de nuevo hacia el Padre.

Usted mantiene una relación especial con Florencia. ¿Por qué a un monje, que nuestro imaginario piensa separado del mundo, le interesa entrar en relación con su ciudad?

La alegría por haber sido encontrado por el Señor fue y sigue siendo tan grande que se ha convertido en la pasión de mi vida, y en el deseo de que muchos puedan disfrutar de la misma alegría. El monasterio, y en particular San Miniato al Monte, es una suerte de altura desde la que se divisa el cielo, un lugar donde se empieza a realizar la promesa del Apocalipsis: la gran Ciudad que baja desde el cielo a la tierra. Los que viven en un monasterio como San Miniato advierten esta doble vocación. Por una parte, la dedicación a la Liturgia y a una relación íntima con el Señor en la clausura, en un aparente desinterés por el dinamismo misionero; por otra, justo esta dimensión de separación del mundo nos lleva, a cada uno de nosotros, a custodiar en el corazón toda la ciudad, tanto cuando la miramos desde lo alto, como cuando fijamos la mirada en el gran Cristo bizantino entronizado en el ábside.

¿Es cierto que de noche visita a los enfermos? ¿Por qué lo hace?
Si el Espíritu te acerca al oído el grito de alguien que sufre y te lo confía... desafío a quienquiera a resistirse y no ir. A veces se tiene una idea romántica del monacato. Ser monjes es el simple intento de vivir el Evangelio en una verticalidad de propósitos absolutos, cuando el absoluto es Dios. Esto se da sin faltar nunca al discernimiento que nos sugiere san Benito: nunca debe menguar la intensidad monástica el testimonio en la ciudad. A la vez, la búsqueda de autenticidad no puede convertirse en una suerte de pantalla que nos vuelva sordos al grito que el Señor hace llegar a las puertas del monasterio. Para san Basilio el monasterio es también un gran hospital.
Nuestro fundador, san Bernardo Tolomei, cierra su vida fundando un monasterio cerca de Siena, cuando la ciudad estaba asolada por la peste de 1348.

¿Hay un episodio que le impulsó a responder a esta llamada a "salir afuera”?
A un monje le cuesta alejarse de su monasterio. Yo no quiero "salir afuera", siento una llamada a escuchar. Es una actitud profundamente monástica, que implica compartir ese espacio propio de la escucha que es el monasterio mismo. En este sentido, la Basílica de San Miniato ejerce una fuerza de atracción tremenda. Yo estoy feliz, por ejemplo, cuando tía Caterina sube aquí a los enfermos, en busca de esperanza, de sonidos y silencios que vuelven a activar el dinamismo de la esperanza. Para ellos y para sus familiares. Luego hay casos especiales en los que eres tú quien tiene que llevar este patrimonio en el corazón de un hospital o en una casa donde alguien está muriendo.

Se relaciona también con muchos jóvenes...
Me vienen a la cabeza muchos episodios que demuestran una sed potencial de "la sed que el Señor tiene de nosotros", como dice san Benito en su Regla. Los jóvenes piden que alguien les busque. Tienen una atracción particular por lugares como San Miniato. Lugares que no son inmediatamente funcionales a la pastoral, sino que custodian un espacio de misterio. Es lo que buscan nuestros chavales que -no es ninguna casualidad- habitan en una noche cada vez más radical. Los monjes no deben buscar esa pastoral con los jóvenes, porque tienen otra tarea desde el punto de vista institucional, pero el Señor puede hacerlo como un don, simplemente porque existen. Entonces, te encuentras en la noche encendiendo una vela con un chico que ha llamado a la puerta porque, unas horas antes, estuvo en la Basílica para el entierro de un amigo. Un gesto simple y misterioso que, a lo mejor, abre un resquicio a Dios en su vida.

Durante los Ejercicios en Ariccia citó a don Giussani. ¿Cómo conoció su pensamiento?
La vida me ha concedido muchas amistades con personas de Comunión y Liberación. Sacerdotes, adultos, chicos y chicas. Luego una figura muy importante para mí fue y sigue siendo el padre Paolo Bargiggia, que murió por ELA en 2017. Era un oblato de San Miniato. Hay muchos pensadores en la Iglesia que te llegan mediante los libros. Giussani me llegó a través de la lectura, pero sobre todo mediante la experiencia de fe de amigos que han hecho de sus páginas una realidad viva para mí con la que medirme. Siempre he sentido el monasterio como mi ámbito natural, donde que se vive la aventura que san Benito llama «la búsqueda de Dios». No he necesitado nada más. Pero todo lo que llega a mi corazón es un don, una gracia.

¿Qué le impacta más del modo de comunicar la fe de Giussani?
La centralidad de Cristo, Señor de la historia y de nuestras vidas. Y el hecho de que es Señor en un sentido objetivo que toca todo lo que es el hombre: razón y entendimiento, sentidos y pasión, realidad y misterio, relación con el otro. Y, además, el valor de la educación, la dimensión también muy monástica de custodiar el patrimonio recibido, y también su capacidad de ensimismarse con las jóvenes generaciones. Giussani fue un puente entre generaciones. Otra cosa preciosa es su gran capacidad literaria de presentarnos la objetividad de Cristo. Tiene la estatura, forzando un poco los términos, de un padre de la Iglesia, dentro del que todo tiene consistencia, todo tiene un valor.

Han pasado 27 años de aquella noche de Navidad en Rosarno. En la vida pasan muchas cosas. ¿Qué es lo que resiste el embate del tiempo?
La gracia de Dios. El embate del tiempo deforma las cosas. Si lo con-cebimos mecánicamente, resulta dramático ver la capacidad que tiene de limar, consumir, banalizar la vida en la costumbre, que luego tiende a tragarse todo el misterio. Mis solas fuerzas no bastan para contrarrestar esta energía destructiva. Pero si con la ayuda de la gracia me abro a un tiempo que no es cantidad, del que la liturgia es el reloj más seguro, entonces advierto el estupor, la novedad, la esperanza que el Señor reabre continuamente para sostener mi camino. Ahora no quisiera deslizarme demasiado en lo biográfico...

Deslícese, por favor.
La llamada del Papa a predicar los Ejercicios a la Curia vaticana coincidió, más o menos, con el agravarse de la enfermedad de mi padre, que murió el 27 de diciembre. Dos eventos que, por razones opuestas, han interrogado mi corazón. Por un lado, la muerte de un padre te golpea, te hace perder una porción de ese techo en donde has encontrado cobijo durante una vida entera, y lo hace sin posibilidad de retorno. Por otro, una petición, la de Roma, que consideraba si no imposible, por lo menos totalmente desproporcionada con respecto a mis competencias reales. Pero en ambos casos, y no sin fatiga, apareció bastante pronto un sentimiento de paz.

¿De dónde nacía?
Creo que de una disponibilidad humilde y obediente ante la obra de Dios que, si pide y llama, sin duda no lo hace para ir contra su lógica de amor entregado.

¿Qué es lo que le ayuda a mantenerse abierto a la acción de la gracia?
El corazón de la vida del monje es la Eucaristía, y la Palabra de Dios. Pero creo que hay que dar a toda la vida una lectura eucarística. La Eucaristía es la arquitectura del tiempo y del espacio. Lo que me ayuda es la vida monástica, a la vez esforzada y regeneradora: rezar juntos, comer juntos, descansar juntos, perdonarse mutuamente. Así el Señor hace de tu vida un fragmento de Iglesia en la que el Evangelio se encarna en una realidad vivida.

¿Qué se lleva de vuelta de los días pasados con el Papa?
El día del aniversario de su elección tuve la oportunidad de encontrarme personalmente con él. Acababa de felicitarle con los versos de Margherita Guidacci: «¡No obedezcas a quien te dice que renuncies a lo imposible! / Solo lo imposible hace posible la vida del hombre. / Tú haces bien en perseguir el viento con un cubo. / Por ti, y solo por ti, se dejará capturar». Lo que nos dijimos tenía la misma intensidad y libertad que estos versos. Fue el encuentro entre un monje y el Papa, dos experiencias distintas de la misma Iglesia, celebradas y reconocidas en su viva humanidad. Fue un momento en mi vida que marca un antes y un después