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Huellas N.04, Abril 2019

PRIMER PLANO

Austria. Carrera de obstáculos

Paola Ronconi

La historia de unos refugiados dispuestos a todo por permanecer en un país donde la política anti-inmigración es cada vez más dura. Y la experiencia de un misionero que acompaña, día tras día, a sirios, iraquíes, afganos e iraníes. «Cuando hay alguien que se toma en serio tu persona, te puedes volver a levantar»

En Traiskirchen, a veinte kilómetros de Viena, a primeros de marzo cambiaron los carteles de entrada al campo de refugiados. Donde Paola Ronconi antes se leía “Erstaufnahmezentrum”, centro de acogida, desde hace unas semanas pone “Ausreisezentrum”, centro de expulsión. Un detalle que dice mucho del clima que se vive.
En Austria la política anti-inmigración sufrió una aceleración cuando, en las elecciones de 2017, ganó Sebastian Kurz, conservador del Partido
Popular austriaco, el OVP. Ya en 2015, como subsecretario de Integración, criticó la política de acogida de Angela Merkel y promovió el cierre de la ruta balcánica. Objetivo crucial del nuevo canciller: «No permitir ni siquiera que salgan los barcos» de las costas de África y Turquía. Y después, el verano pasado, el cierre de Brennero y el acuerdo con Alemania e Italia para derivar a los refugiados a otros países, siempre «fuera de nuestras fronteras». Ahora la propuesta del ministro de Interior, Herbert Kickl, es la de encarcelar de manera preventiva (es decir, sin juicio) a aquellos solicitantes de asilo considerados potencialmente peligrosos por las autoridades, y devolverlos. Pero para la Sicherungshaft, "reclusión de seguridad" como la llamó el ministro en una conferencia de prensa el 25 de febrero, en realidad hace falta modificar la Constitución. De modo que hoy los que llegan a Traiskirchen, aparte del citado cartel, se encuentran con una situación en la que todo desaconseja quedarse allí. Además porque, otra novedad, en los centros de refugiados no se puede salir entre las diez de la noche y las seis de la mañana, so pena de ser trasladados a centros de localidades deshabitadas, donde dan pocas ganas de salir de noche. Quizás ni siquiera de día.
Tiempos duros, por tanto, para los que huyen de Siria, Iraq, Irán y Afganistán (los principales países de origen) y ponen sus pies en la patria de Mozart. A principios de 2015, cuando hubo un consistente flujo migratorio y muchos llegaron a Europa, «el clima era distinto. Austria estaba mucho más dispuesta a acoger», afirma Christoph Matyssek, sacerdote de la Fraternidad San Carlos Borromeo. Alemán de origen, está en una parroquia del centro de Viena y es capellán de la KHG (Katholische Hochschulgemeinde), la comunidad católica universitaria de la ciudad. Se encuentra con mucha gente, desde es-tudiantes de Erasmus a personas que huyen de su país. A estas últimas las envía a veces a la diócesis. Él vivió durante un tiempo en Palestina y sabe árabe, y no es poco para alguien que llega sin saber una palabra de alemán ni inglés. «Ahora es difícil conseguir el asilo político. Los criterios han cambiado y depende mucho del juez que te toque», cuenta el padre Christoph. «Si no cumples los parámetros, nadie te va a ayudar. La mayoría de los refugiados necesitaría alguien que estuviera con ellos, que les acompañase en la selva burocrática».
En esta carrera de obstáculos, ¿es posible llegar a la meta?

Jussef es sirio-palestino, sin papeles ni ciudadanía. «Llegó a Viena solo, se metió en las drogas y acabó en la cárcel. Cuando salió, intentó volver a empezar. Obtuvo el asilo político, pero no tiene buen nivel de alemán y no consigue encontrar trabajo». Un círculo vicioso del que no es fácil salir. «Ahora vive en mi cuarto de estudiante, porque yo vivo en la casa con los demás sacerdotes de la Fraternidad, y está intentando aprobar el examen básico de alemán. Cuando hay alguien que se toma en serio tu persona, te puedes volver a levantar. Si no, es fácil perderse», asegura Christoph. Hace unos meses, este sacerdote, junto con los universitarios, hacía una caritativa con un grupo de "menores no acompañados" en un centro gestionado por Cáritas en la iglesia de los sacerdotes de la Fraternidad de San Carlos. Iban allí, limpiaban, ordenaban todo lo que podían, cocinaban y comían con los chavales. Según el Estado, al cumplir los 18 años, los refugiados se las tienen que apañar. Algunos se han ido, otros siguen en Viena en contacto con Christoph. A raíz de esa amistad, tal vez la única que tenían, empezaron a compartir con los universitarios el apartamento de estudiantes. Si no, corrían el riesgo de quedar en el limbo, pues desde que haces la solicitud de asilo hasta que (si acaso) lo consigues, pasan años en los que no puedes trabajar ni tienes derecho a los cursos gratuitos de alemán. Vives con un subsidio. «Cuando Hussein vino a llamar a la puerta de la parroquia estaba desesperado, quería "algo que hacer"», cuenta Christoph. «No hacer nada te puede volver loco. Además, él ya no podía dormir por la depresión. Yo no tenía otra cosa que proponerle más que acompañarme al centro de las hermanas de la Madre Teresa, donde celebro la misa los domingos. Ellas tienen un comedor para los pobres y aquella vez, después de comer, Hussein se ofreció a cortar el pelo a los que estaban allí, pues en Iraq era peluquero». Ahora va dos veces a la semana para ofrecer gratuitamente lo que sabe hacer. Mientras tanto, él también vive con los estudiantes, se ha recuperado y ayuda en la capellanía. «Está buscando un trabajo que le permita vivir dignamente».
Si en nuestros días el miedo y la hostilidad hacia "los otros" se han vuelto contagiosos, también lo ha hecho el bien. «Desde hace un tiempo, acompaño a una mujer que vino de Siria, es palestina y no tiene pasaporte. Llegó a Viena cuando tenía 16-17 años, embarazada. Ahora tiene una hija de dos años y tiene un compañero iraquí. Está esperando a su segundo hijo. Vivían en un apartamento, pero cuando no tienes trabajo ni pasaporte, cuando te alquilan la casa te piden el doble o triple de fianza. Y si no pagas un mes, te echan». Tenían mucho miedo a verse en la calle, pero empezaron a llegar facturas que ya no podían seguir pagando. Mientras tanto, una familia de la parroquia reformó un apartamento pero no lo pusieron en el mercado: «Queremos que ellos vivan aquí». La situación sigue siendo complicada, pero los cuatro viven con más dignidad y tranquilidad.

Por último, está Nesrin con su marido Amir, y sus hijos Aryan y Mehdi. Originarios de Teherán, Irán. Una familia acomodada. Durante un periodo de traslado a Viena conocieron a los sacerdotes de la parroquia y, con el tiempo, pidieron el Bautismo. Cuando volvieron a Irán durante las fiestas, la madre de Amir encontró en la maleta de Nesrin una Biblia y fotos de Austria, en la iglesia y sin velo. Comenzó a su alrededor una auténtica persecución por parte de su familia de origen y del mulá. Les impusieron el divorcio y les quitaron a sus hijos. Decidieron huir. De noche, solo con lo puesto y la cuenta bancaria bloqueada. En Viena pidieron asilo político, pero para eso tenían que dejarlo todo, casa, trabajo, y trasladarse a un centro de refugia-dos. A una habitación. La esperanza toma el rostro del funcionario que comprende su situación, ve a los amigos que les rodean y consigue acortar los plazos de dos años a tres meses. Con la ayuda de sus padrinos, encontraron un aparta-mento y un empleo. Amir, que ahora se llama Martin, decidió poner en marcha un concesionario de coches eléctricos. Registró la empresa cuando aún no tenía nada, pero el magistrado estaba seguro de que la actividad ya funcionaba y les retiró el subsidio y la asistencia sanitaria. De nuevo volvieron a encontrarse necesitados. Sin la ayuda de sus amigos, lo habrían perdido todo de golpe, incluida la casa. Para ellos, Europa es esta carrera de obstáculos que agotaría hasta a un atleta olímpico. Pero no a ellos, quieren seguir y resisten. ¿Por qué?