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Huellas N.01, Enero 2019

PRIMER PLANO

La revolución del Buen samaritano

Luca Fiore

El estilo de vida de los apóstoles, la ayuda a los necesitados, sin ninguna distinción, la creación de los diáconos... Ennio Apeciti, historiador de la Iglesia, recorre los orígenes de la acción caritativa que era central en las comunidades primitivas. Un cambio radical en la forma de pensar, inseparable de la fe

Va, vende lo que tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme». Nace quizás de este desafío sin medida, de esta invitación vertiginosa, de esta apuesta por la libertad del joven rico, todo el río de caridad que surge de la historia de la vida de la Iglesia, desde sus orígenes hasta hoy. «No se trata solo de un mandato, sino de un estilo de vida que impregna la predicación de Jesús», dice Ennio Apeciti, historiador de la Iglesia, rector del Pontificio seminario lombardo de Roma y profundo conocedor de las comunidades cristianas primitivas.
«Lo vemos cuando los comensales en la última cena, al oír al Maestro que le dice a Judas: "Lo que tienes que hacer, hazlo pronto”, piensan enseguida que se refiere a entregar dinero a los pobres. Incluso en aquel momento, en una situación extremadamente solemne, era plausible que Jesús quería que sus amigos se ocuparan de las obras de caridad». Un hábito, el de hacerse cargo de los necesitados, que se refleja constantemente en los Hechos de los Apóstoles: «Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo en común: vendían sus propiedades y sus bienes, y distribuían el dinero entre ellos, según las necesidades de cada uno». No es casual que este tipo de descripción, prosigue Apeciti, vuelva cuatro veces en el relato de san Lucas. «Bernabé, por ejemplo, justo después de su conversión, vende su campo y pone el dinero a los pies de los apóstoles. Ananías, en cambio, recibe un duro reproche de Pedro (tanto que muere en el acto) porque se ha quedado con una parte del dinero recabado de la venta de sus bienes. Nadie le obligaba a dar sus bienes para compartir las necesidades de los demás, pero si lo hace, parece decirle Pedro, debe hacerlo en serio».
La atención hacia los pobres empeña a los apóstoles hasta tal punto que, cuando crece el número de los miembros de la comunidad, necesitan ayuda y nombran a siete diáconos para que se ocupen de servir las mesas y socorrer a los huérfanos y a las viudas. «El caso, según parece, estalla a raíz de la queja de los cristianos provenientes de las comunidades hebreas helenistas que lamentaban el descuido con que eran tratadas sus viudas», explica Apeciti. «En el mundo judío, en efecto, se ayudaba a los huérfanos y a las viudas, pero limitándose a los de la propia sinagoga. En cambio, con el cristianismo no se debía hacer distinciones». Además, añade Apeciti, las viudas a las que se hace referencia son las que, además de haber perdido el marido, no han tenido hijos. «No solo se quedaban solas, sin nadie que se ocupara de ellas, sino que para la mentalidad común eran responsables de su condición. Es decir, eran pecadoras. Ocupaban el último puesto en la escala social. Eran mujeres y pecadoras. Los apóstoles, y con ellos los diáconos, se hacían cargo de sus necesidades. No era solo un acto de generosidad, era una mirada realmente distinta sobre las personas». Respondiendo a una necesidad material, se colmaba una necesidad mucho más honda.

El cuidado de los pobres estaba en el centro de la alianza entre Dios y el pueblo elegido. «Se ve muy bien en el Libro del Levítico, donde se dice: "Sé santo, cuida del huérfano y de la viuda, acoge al forastero". Esto lo sabían perfectamente los judíos. Sabían que el mandamiento más importante es "ama a Dios y ama al prójimo", pero es muy sintomática la pregunta que le plantea a Jesús el doctor de la Ley: "¿Y quién es mi prójimo?". No estaba tan claro a quién se debía amar. Se discutía hasta qué grado de parentesco había que tratar con este amor. La respuesta de Cristo es la parábola del Buen samaritano. Una verdadera revolución».
Un giro radical en la manera de pensar que tendrá cada vez más consecuencias en la convivencia social. «El prójimo ya no es alguien que me debe algo, sino el otro hacia el que yo tengo un deber moral. Si encuentro a un hermano necesitado, no puedo dejar de hacerme cargo de él. ¿Y quién me lo dice? Jesús. Mateo 25: "Cada vez que lo hagáis a uno de estos hermanos más pequeños, a mí me lo hacéis"». Los pobres, diría el papa Francisco, son la carne de Cristo. Por tanto es el deseo de profundizar en la relación con Cristo lo que impulsa a los cristianos a asumir esta nueva relación con todas las personas. El servicio a los pobres entra en este horizonte amplio y totalizante que es la caridad. Apeciti recuerda las palabras del papa Clemente que, en el año 96 del primer siglo, escribe a la litigiosa comunidad de Corinto: «La caridad lo soporta todo, todo lo sobrelleva con paciencia. En la caridad todo es puro, no hay orgullo; la caridad no genera divisiones ni disensiones, todo lo obra en concordia». Esto resulta patente también en la Súplica para los cristianos que Atenágoras le dirige a Marco Aurelio: «Precisamente porque sabemos que tendremos que dar cuenta a Dios de nuestra vida, elegimos un modo de vida modesto, lleno de amor por los hombres, aunque seamos fácilmente despreciados».

Nos resulta difícil ahora imaginar qué impacto tuvo esta manera de mirar más allá del ámbito hebraico. «En un célebre discurso, Frontón, preceptor del mismo Marco Aurelio, para argumentar su inquina hacia los cristianos, habla de ellos como de "gente que siente piedad por nuestros sacerdotes, desprecia honores y púrpuras y anda por ahí semidesnuda”. En la antigua Roma, cuando los sacerdotes de los templos paganos acababan su servicio al templo, eran abandonados a sí mismos. En sustancia, el preceptor del emperador dice: "Esta gente está loca; es caritativa con todos, incluso con nuestros sacerdotes; desprecia lo que para nosotros es una bendición”». De la serie, "locura para los paganos”.
En el siglo siguiente, contará san Ambrosio, el emperador Valeriano convoca al diácono Lorenzo y le manda entregar los bienes de la Iglesia. Según la tradición, Lorenzo se presentó con todos los pobres de la comunidad cristiana, diciendo: «He aquí nuestro tesoro». Explica Apeciti: «Ambrosio, en realidad, relata este suceso de otra manera: el diácono se presentó con los libros de la contabilidad demostrando que la Iglesia empleaba todos sus bienes en la ayuda a los menesterosos». Y si consideramos que en el siglo III, bajo el papa Cornelio, la Iglesia en Roma mantenía a cerca de 50.000 pobres en una ciudad que contaba con 200.000 habitantes, resulta fácil creer que Lorenzo hubiera gastado todo de verdad...».
Pero el estilo de vida de la comunidad cristiana primitiva no se limita a una genérica ayuda a los necesitados, se insinúa en los pliegues del sistema jurídico romano, subvirtiendo algunos puntos clave. Podían acceder a los Sacramentos, por lo tanto también al sacerdocio, también los esclavos. La Iglesia, explica Apeciti, se hacía cargo del rescate de los esclavos, convirtiéndose en su tutora, un gesto raro en el mundo romano.
En Milán, con Dateo, canónigo del Duomo, por primera vez en la historia, la Iglesia se hace cargo de los recién nacidos que son abandonados. «Los canónigos asumen la responsabilidad de buscar nodrizas para estos niños y se hacen cargo de su libertad cuando son adultos, ya que la costumbre era que se convirtieran en esclavos de quienes los adoptaban».
La experiencia de la caridad es central en la vida de la comunidad de los primeros siglos, tanto que resulta un motivo constante de reflexión por parte de los Padres de la Iglesia: Ambrosio, Juan Crisóstomo, Basilio de Cesarea, Gregorio Magno. «Todos tienen páginas extraordinarias acerca de la necesidad de ayudar a los más menesterosos. Dicha insistencia se ve también en las recomendaciones hechas en el Concilio de Nicea, que en el 325 demuestra que este tema no se podía dar ni mucho menos por descontado. El riesgo del automatismo y de la inautenticidad en los gestos de caridad ha estado siempre al acecho».

Sin embargo, no se entiende la naturaleza de esta atención a los pobres si se separa de los otros dos pilares del ministerio de los apóstoles: el anuncio del Evangelio y la administración de los Sacramentos. «Como hemos visto, es el mismo Jesús quien nos pide imitar al Buen samaritano», glosa Apeciti. «Por lo que se refiere a los Sacramentos, que son la forma en que Él asegura su presencia real en el curso de la historia, es interesante observar que en el momento del paso de las iglesias domésticas a las basílicas, el presbiterio, es decir, la zona más sagrada del edificio, se divide en tres ábsides». Los dos laterales, explica, se utilizan para recoger los dones que traen los fieles para que sean redistribuidos entre los pobres. Concluye Apeciti: «La unidad entre el encuentro sacramental con Cristo y la caridad con los pobres se concibe de manera inseparable desde el comienzo».

Ennio Apeciti, originario de Predappio (Forlí), nació en 1950.
Es el delegado arzobispal para las Causas de los santos de la diócesis de Milán y consultor de la Congregación para las Causas de los Santos en Roma. Entre numerosos procesos de canonización, ha trabajado en el del papa Pablo VI.