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Huellas N.11, Diciembre 2018

PRIMER PLANO

Los martes "italianos" en el MIT

Paola Bergamini

«¿Para qué vivo?». Una invitación en el tablón de anuncios de la prestigiosa universidad de Boston. En un ambiente ultracompetitivo, donde es mejor no tener contactos ni “perder el tiempo”, Elisa propone una cena, sin imaginar lo que podía suceder con sus compañeros de máster...


Finales de septiembre. En los tablones de anuncios del Massachusetts Institute of Technology (MIT) de Boston, entre avisos e informaciones varias, los estudiantes de una de las universidades más prestigiosas del mundo encuentran un manifiesto con la imagen de El Almendro en flor de Van Gogh y la pregunta “What do I live for?” (¿Para qué vivo?). Debajo, unas líneas invitando a encontrarse el martes por la noche en la private dining room#3 «para tomarnos un poco de tiempo y hablar de lo que nos importa en la vida. Se ofrecerá a todos una cena italiana». Al final, una dirección de correo electrónico. El de Elisa Piscitelli, graduada en Ingeniería de gestión en el Politécnico de Milán, que llegó a Boston el 25 de agosto para hacer un máster en business analitics, patrocinado por el estudio donde trabaja. Unas semanas antes, durante la Escuela de comunidad, José Medina (responsable de la comunidad del movimiento en EEUU, ndr), hablando de la situación de tensión y dificultad en la Iglesia americana, lanzó la propuesta: «intentemos reconocer la presencia de Cristo dentro de la vida cotidiana». Elisa oyó esas palabras como una provocación nueva para su vida, una posibilidad concreta de estar delante de los desafíos del mundo. «Leyendo una y otra vez la Escuela de comunidad, empezaron a bullir en mi cabeza ciertas preguntas: ¿por qué vale la pena vivir? ¿De qué sirve ganar el mundo si me pierdo a mí misma? Aquí y ahora, en Boston. El MIT es un ambiente competitivo a más no poder, con muchas horas de estudio, donde corres el riesgo precisamente de "perderte". Y esto vale para mí igual que para los demás alumnos», cuenta Elisa. «Podía probar a parar un momento, intentando responder a esa pregunta, ¿pero cómo? Aún no lo sabía».

Los primeros a los que propuso la idea fueron sus 44 compañeros de curso. El martes 8 de octubre eran cinco: ella, Lorenzo, un amigo de la comunidad que quiso implicarse, y tres compañeros suyos. Uno vino porque «no me gustaría que la primera vez te quedaras sola». Otra porque «es increíble que empieces algo así, pero hacía falta». Después de la lasaña, Elisa ataca: «Quería hablaros de un amigo mío sacerdote y leeros algunas páginas de un libro suyo que para mí es muy importante, y que puede ser de ayuda para responder a la pregunta.». «Espera un momento», la frena Lorenzo: «¿Por qué, en cambio, no piensa cada uno en algo hermoso - que haya leído, visto, escuchado- y luego se lo propone a todos?». Elisa lo piensa un instante, luego mete en el bolso El sentido religioso y dice: «Tienes razón. Si estáis de acuerdo, el próximo martes os traigo el vídeo de un amigo». «Si nadie tiene otra idea, fenomenal», dice Lorenzo. Todos de acuerdo. Al salir, Elisa se le acerca: «Gracias, mi propuesta venía un poco caída de lo alto. En este contexto, tenía poco que ver».
El martes siguiente, viendo el vídeo-testimonio de Enzo Piccinini (cirujano de Módena, uno de los responsables del movimiento que murió en 1999, ndr) eran diez. Al apagarse el monitor, el primero en reaccionar fue un compañero de Elisa, el único católico del grupo. «Me ha llamado la atención que este Enzo hable del cristianismo como de una presencia. Es decir, Cristo ahora, con quien yo puedo tener una relación. Para mí el cristianismo siempre ha sido seguir unas reglas morales, justas, verdaderas, en definitiva una doctrina. Este testimonio es muy llamativo».

El domingo, Elisa envía al grupo un mensaje pidiendo propuestas. «Tengo una idea. Pero no os la digo. Será una sorpresa», es la primera respuesta. La sorpresa es la lectura de los diálogos de un sacerdote en el frente durante la Segunda guerra mundial. La conversación se intensifica inmediatamente. «Este cura dio la vida por aquellos soldados, por sus amigos. Y yo creo que esto, aunque no en una situación tan extrema, puede suceder entre nosotros en clase». «Sí, pero lo que más me llama la atención es que él hizo todo eso por los demás sin proyecto alguno, viviendo intensamente cada momento. Yo estoy acabando el doctorado y pienso que la vida “después" será mejor. Pero luego, habrá otra cosa que tenga que alcanzar para estar “mejor". Así corro el riesgo de perderme lo bueno que tengo hoy». Todos tienen algo que decir, que añadir, y el tema es siempre la propia vida.
Los martes “italianos" se suceden y con el boca a boca el número va aumentan-do. En un encuentro participó incluso el capellán de la universidad, curioso por lo que le habían contado. Una noche, una chica propuso escuchar una pieza que ella misma tocó con el violín. Después de la actuación, explicó: «A menudo, lleno mi jornada de cosas que hacer para esconder la tristeza que siento. En cambio, la música me ayuda a comprender cómo estoy en el fondo. Creo que la felicidad no viene de fuera sino de dentro de mí». «Pon un ejemplo». «La conciencia de que estoy viva». «A mí también me pasa. Vuelvo a casa, estoy en silencio y digo: "¡Cáspita, estoy vivo!". Y eso me llena de gratitud». Elisa escucha estupefacta. En cada encuentro, emerge la comparación con la propia vida de manera natural. «Yo nunca lo he pedido explícitamente. Es algo imprescindible para poder estar juntos».
A veces, la preocupación por qué decir al final de la velada, qué proponer si nadie dice nada, si esos encuentros serán útiles, parece apoderarse de ella. «Entonces me paro un momento y en silencio pienso en esos rostros, en lo que han dicho. Es evidente que lo que está pasando no depende de mí, de mi capacidad. Es mucho más». Una noche, mientras estaba recogiendo las sobras de la cena, se le acercó una chica: «Quería decirte que estoy realmente contenta, es toda una novedad para mí. Si quieres, la próxima vez cocino yo. No será una comida como las tuyas, pero también estará rica».

La mayoría no son creyentes, se conocen desde hace dos meses, pero desde aquel 8 de octubre algo ha cambiado. Cuando se encuentran por los pasillos, se paran a saludarse. Se ayudan con el estudio. «Eso no es normal en el MIT. Lo mejor es no tener contacto con los demás, desde un punto de vista del estudio. Por la competitividad, pero en general porque es una pérdida de tiempo. En cambio, en estas cenas ha nacido una amistad que te acompaña, que llevas en el rabillo del ojo y que invade la vida todos los días», explica Elisa.
A mediados de noviembre, el encuentro coincidió con una semana de estudio intenso. Poco a poco empezaron a llegar los mensajes de no asistencia. Hasta que en el teléfono aparecieron las palabras: «Yo voy». Para Elisa, fue suficiente para organizar la cena. A las siete, en la private dining room #3 eran cuatro para ver el vídeo de un discurso de Steve Jobs en Stanford («Stay hungry, stay foolish...»). Al final, uno que estaba allí por primera vez exclamó: «¡Yo tengo que invitar aquí a todos mis amigos!».

Cuando terminó de ver el vídeo de la Jornada de apertura de curso, Elisa pensó en el grupito de los martes. «Este es el anuncio "que no se puede reducir a un fenómeno del pasado" del que habla Giussani. Me ha cambiado a mí, me ha implicado, y ahora está tocando a estos nuevos amigos y su postura frente a la vida».
Hace unos días, Elisa recibió este correo electrónico de la oficina de administración: «Aunque no sea alumna, ¿puedo participar en vuestros encuentros?».