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Huellas N.8, Septiembre 2018

PRIMER PLANO

Tomemos la palabra

Víctor Tirado San Juan; Constantino Esposito; Luca Doninelli; Margherita Bertani

LIBERTAD de Víctor Tirado San Juan

"Libertad" es una de las palabras que mejor suenan en el imaginario del hombre occidental desde hace ya algunos siglos. Se impone en los magníficos versos del poeta español Miguel Hernández: «Para la libertad sangro, lucho y pervivo...», y también como fundamento inspirador de los manifestantes de mayo del 68 en París, quienes concluyeron sus protestas en la Sorbona bajo el slogan: «Interdit d’interdire». La misma tradición anglosajona se autoproclama "liberal" (Sobre la libertad se titula una de las obras fundamentales de Stuart Mill) y el lema de la revolución francesa rezaba (Liberté, Égalité, Fraternité).
Hoy la libertad continúa siendo el talismán que todo lo justifica: el derecho al aborto, el contravenimiento del derecho mismo en base a la autodeterminación, la ignorancia de muchos derechos de justicia... La historia misma nos previene, empero, ante esta "totalización" abstracta de esta fundamental dimensión del hombre (varón o mujer). Miguel Hernández militó en las filas del comunismo y los manifestantes del 13 de mayo del 68 decoraron la Sorbona con retratos de Marx, Mao, Fidel Castro y el Che Guevara (hoy ya conocemos cómo ha tratado -y trata- esta ideología la libertad); Stuart Mill no duda en defender el suicidio en base a la libertad del individuo y la revolución francesa arrasó multitud de derechos de la persona humana -incluida la vida- sobre la base de la "libertad". ¿Cuál es, entonces, el problema?
La libertad es un rasgo esencial del hombre. Ninguna tradición como la cristiana ha destacado, promocionado y puesto en valor tanto esta dimensión fundamental de los "hijos de Dios". De hecho la libertad es un rasgo divino, o sea, una característica definitoria de los seres espirituales. Cualquier otra realidad natural carece de libertad, porque no es un ser-para-sí, que se autoposee en la identidad absoluta de la autoconciencia patética originaria, rasgo ontológico fundamental de la persona, que la determina en la paradójica necesidad de ser libre, pues su autoposesión absoluta la sitúa archioriginariamente como un sí-mismo ante toda otra alteridad, incluido Dios, su Fundamento creador. Por eso el hombre, a imagen de Dios (el Absoluto-Absoluto) es un absoluto, un suelto-de, un ab-suelto o libre. Suelto de los demás entes del mundo, que le ofrecen las múltiples posibilidades sobre las que optar su propia manera de ser (de vivir) y de configurar su ethos. Cualquier otro ser natural no se autoposee de esta manera absoluta, sino que su ser se determina desde la causalidad heterónoma de la naturaleza.

La libertad es, pues, la condición espiritual de la responsabilidad absoluta (pues el fundamento de la acción está en uno mismo
-autonomía-, la culpa -esta palabra tan antipática-, pero también el mérito, es en el acto libre mío). Por ello mismo es la libertad, además de un bien absoluto, un cierto abismo, que imprime a nuestras vidas una inexorable condición dramática, pues tenemos también la posibilidad de perdernos (no hay mayor mal que no merecer participar plenamente en el banquete eterno por responsabilidad propia). El problema del desenfoque actual de la libertad hay que buscarlo en dos deslizamientos. Uno, el más decisivo, consiste en ignorar el otro polo de la realidad humana: su condición creatural y, por lo tanto, relativa. El hombre (mujer o varón) es un absoluto, sí, pero absoluto-relativo, pues no se ha puesto a sí mismo, es una libertad donada. La "totalización abstracta" de la libertad es siempre, de algún modo, un achaque ateísta y, por lo tanto, un error tanto de la inteligencia como de la voluntad (que se deja llevar por la hybris -creo que el nihilismo de cuño nietzscheano, tan influyente en nuestra época, es un ejemplo de ello-). El hombre no es Dios. El segundo es el error de reducir al hombre a solo libertad. El hombre es libre, sin duda, y ello es un bien absoluto e irrenunciable, pero no es solo libertad, es también inteligencia y afectividad. Por la inteligencia vive la verdad, y por la afectividad aprehende la belleza y el bien. La libertad desconectada de la inteligencia y de la afectividad se convierte en un monstruo que se aniquila a sí mismo.


DESEO de Constantino Esposito

Entre las palabras enarboladas en 1968 y esgrimidas como banderas de una práctica subversiva, se encuentra sin duda "deseo". Más aún, desde ese ángulo podemos identificar la apuesta y la trayectoria de aquel "movimiento" político-cultural que ha determinado una definitiva “revolución de las costumbres" en el mundo entero. Ante todo, el 68 supuso el emerger o el estallido de un deseo de liberación, que se apoyaba esencialmente en la idea de una liberación del deseo. Liberar el deseo significaba sacar a la luz fuerzas ligadas al cuerpo, la sexualidad, la imaginación, la creatividad, el deseo de saber y de descubrir, en una palabra la autodeterminación del sujeto. Y, en particular, de esos sujetos revolucionarios que son los "jóvenes" respecto de la generación de los padres, es decir, de las tradiciones culturales y religiosas, de las instituciones políticas y académicas, de las leyes morales codificadas en un formalismo social. Se podría decir el deseo de ser uno mismo en un proceso de libre determinación, al margen de los esquemas convencionales. En esta emergencia del deseo se halla la matriz secreta -y la más tergiversada o perdida- del 68.

Una señal de esta trayectoria ha sido la traducción casi unilateral del dinamismo del deseo en la liberación sexual. Ciertamente, este fue uno de los componentes más relevantes del 68 y de su herencia hasta hoy. Pero la revolución de los comportamientos sexuales ha sido también una manera sutil -por parte de la cultura radical dominante en la sociedad del consumismo de masas- de exorcizar, reglamentar y encauzar la potencia realmente subversiva del desear, en las formas de un gozar sin destino.
Tomemos un autor como Herbert Marcuse (el teórico de la "imaginación al poder", asumido como referencia cultural de la revuelta estudiantil en las universidades americanas ya a mediados de los años sesenta, antes de llegar a Europa para apoyar a los estudiantes en su revuelta). Conjugando el análisis marxista de la alienación con el psicoanálisis freudiano, Marcuse en El hombre unidimensional (1964) apuntaba el dedo en contra de la sociedad capitalista aparentemente tolerante y permisiva, en realidad represiva, porque en ella el individuo recibe un valor real solo gracias al "principio de prestación" que está llamado a realizar. E indicaba en la emergencia del eros, del deseo, de la imaginación - especialmente ejemplificados en la experiencia estética, en la fruición de la belleza-, la posibilidad de una verdadera revolución, el gran rechazo del orden existente.
A modo de contrapunto de esta perspectiva, llama la atención un pasaje de Las partículas elementales del escritor francés Michel Houellebecq (1999), que precisamente ve en el 68 una de las "mutaciones metafísicas" cruciales de nuestra historia: «La sociedad erótico-publicitaria en la que vivimos se afana en organizar absolutamente todo en torno al deseo, desarrollándolo hasta dimensiones inauditas, y al mismo tiempo manteniendo su satisfacción en la esfera privada. Para que esta sociedad funcione, para que siga la competición, es preciso que el deseo crezca, se amplíe hasta devorar prácticamente la vida de los hombres».
La afirmación -más allá de su tono apocalíptico y desesperado- evidencia un problema. El 68 ha planteado, con el ímpetu propio de todo inicio, la fuerza del deseo. Pero, para brotar y vivir, el deseo no puede evitar ser relación con su Alteridad, con una falta que al mismo tiempo es un atractivo: una llamada a ser él mismo, una vocación a existir como deseo.

El deseo exaltado por el 68, a causa del prevalecer de una ideología consumista e individualista, en la que el yo cree que puede autodeterminar- se totalmente, se ha quemado, ha estallado desintegrando el mismo "yo", el sujeto del deseo. Eliminado el Otro (el Padre, el Tú, el amado, aquel que me reconoce), también yo me anulo.
Como escribió en un pasaje fulminante don Giussani: «Incluso el hombre que vive en la ausencia total no puede dejar de desear una presencia. Privado de la conciencia de la presencia, del destino, solo y vacío en esta cósmica ausencia, el deseo es como un ímpetu enloquecido que no sabe dónde dirigirse», y sin embargo «no puede autodestruirse, porque el deseo de la presencia es constitutivo de la persona» (de Questo desiderio del destino, en Ragazzi del ’99, Guaraldi).
Precisamente el deseo es la señal más evidente de que estamos hechos para reconocer y amar a una Presencia que nos permita ser, por fin, un “yo".


REBELIÓN de Luca Doninelli

Rebelión, revolución, insurrección. Veremos luego cuál es la mejor de estas tres palabras que, por otra parte, señalan eventos históricos distintos. La rebelión de Espartaco, la Revolución francesa (y americana, e industrial, y rusa), la insurrección contra los invasores, la Primavera árabe o ucraniana. Pero mantengámonos en lo que dicen estas palabras. Lo primero que nos dice es un "no". Y quien dice "no", implícitamente dice "sí" a otra cosa, observa Albert Camus. Pero esto no es automático, en absoluto. A menudo ese "sí" no aparece a las claras. O bien es objeto de teorías e interpretaciones. Lo que es cierto es la negación. El hombre que se rebela es el que no aguanta más: de su padre, de su madre, de sus años, del marido o de la mujer, de la miseria y, en general, de todo lo que una persona identifica (a lo mejor equivocándose) como un límite a su felicidad.
Pero cuando somos muchos los que no podemos más, muchas veces por razones distintas, algo explota. El estallido no suele producirse por un motor espontáneo, sino porque alguien aprovecha el descontento, el rencor, el malestar, los interpreta y los transforma en una utopía, ofreciendo a estos sentimientos el fantasma de un mañana.
Quien prende la mecha no tiene ningún interés en acompañar los descontentos en un camino de conocimiento. ¿Si te sientes insatisfecho la culpa es de tu padre? ¿De tu jefe? ¿De la sociedad? Pues bien, lucharemos juntos contra estos enemigos. A pocos les importa si esto es verdad o no. Lo único seguro sigue siendo ese "no", ese "basta ya" que ya es algo. Pero es solo el comienzo.
El 68 fue todo esto. Algo estalló en la forma de una pregunta bien educada. Los dos primeros polos, en Praga y en París, fueron presentados, por lo menos en Italia, como una pregunta dirigida a la escuela, la universidad, el sistema educativo. Señal de que ese sistema educativo funcionaba lo suficiente para permitir que brotara esa pregunta importante. De repente, la escuela se había convertido, con razón o no, en un lugar educativo a medias, incapaz de formar a hombres adultos.

Uno de los lemas del Mayo francés retomaba un antiguo proverbio: «Cuando el dedo señala la luna, el necio mira el dedo», refiriéndose a un sistema educativo que invitaba siempre y solo a mirar el dedo, o sea, a no leer los signos de la realidad. Pero es bien sabido que el descontento es más fácil de instrumentalizar que de educar. Como nos recuerda el mayor pensador político de todos los tiempos, Alexis de Tocqueville, incluso las grandes revoluciones acaban en tiranía.
Sin embargo, hay una palabra muy bonita que me gustaría salvar como un baluarte para mi vida, para nuestra vida: insurrección. Le gustaba mucho a Giovanni Testori por ese "surgir" que evoca el ponerse en pie, levantarse, erguirse en toda la propia estatura. No se enfatiza el ir contra el enemigo, sino el alzarse en alto.
Aquí mis palabras se paran. No soy un filósofo, ni tampoco un ideólogo. No quiero teorizar sobre esta rebelión que nace desde dentro por el deseo de ser verdaderamente lo que somos, personas libres. No aprisionemos en una fórmula la necesidad que tenemos de estar en pie ante nuestras ganas de vivir.
Solo después de esta "insurrección" personal, sabremos discernir entre los que nos ofrecen lo que es bueno y justo, y los que, en cambio, pretenden solo aprovecharse de nuestro descontento.


CAMBIO de Margherita Bertani

me interesa la política y soy miembro del Consejo de administración del comité de derecho al estudio de mi universidad. Me muevo en un sistema complejo que, muchas veces, resulta ser sordo. Es fácil, y a veces cómodo, considerar como adversarios a "las autoridades" (de la Administración de la Universidad, de la Comunidad regional, etc.). Pero una cosa está clara: «algo tiene que cambiar». Y otra que me acompaña desde siempre es «¿en qué puedo yo contribuir para mejorar el mundo?». En este sentido, desde hace un año me reúno con algunos amigos para ver qué podemos hacer juntos.
Al hilo de este trabajo, se despertó en nosotros un interés por lo que fue el 68, del que todavía no sabíamos mucho. Solo teníamos en la cabeza alguna imagen y alguna canción. Quizás en aquella experiencia, movida por el deseo de cambiar "las estructuras", hubiera alguna sugerencia para cambiar "el mundo" (teníamos en la cabeza, sobre todo, el mundo universitario) de hoy. Al comienzo, teníamos una simple intuición.
Luego, gracias a una amiga, se nos presentó la oportunidad de profundizar en esa intuición trabajando para la exposición sobre el 68 para el Meeting de Rímini, con el lema «Lo queremos todo. 1968-2018». Estudiando este período, guiados hasta descubrir el anhelo y las trampas de ese movimiento estudiantil, en nuestra cabeza el mito del 68 dejó paso a la realidad histórica. Por ello, el recorrido de la exposición empezó y acabó con la pregunta evangélica: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si luego se pierde a sí mismo?».
Para nosotros supuso realmente un camino de conocimiento. Para la muestra, me ocupé del nacimiento de la sociedad de consumo en los años cincuenta, como una premisa a la contestación de los años sesenta, que denunciaba también la opresión del sistema capitalista. Me pregunté: «¿Yo también me siento oprimida? ¿Qué es lo que me oprime? ¿Qué es lo que me libera? ¿Basta con que cambie el "sistema"?». No quería buscar en el pasado respuestas al mundo de hoy; simplemente quería comparar lo que leo en los libros con lo que vivo. En una ocasión, al final de una reunión del consejo de administración de la universidad sobre la disminución de los fondos regionales, me pregunté: «Si la Región nos diera los fondos necesarios, ¿bastaría con eso? ¿Estaría yo más feliz? ¿Puede depender de eso mi felicidad?». No. El cambio no puede venir solo de las "estructuras". Y veo que en mí solo se produce un cambio cuando algo que sucede me libera.
Estas dos dimensiones que, en abstracto, parecen yuxtapuestas o inconciliables, en realidad están ligadas y son interdependientes, porque no puedo considerar mi felicidad sin que tenga que ver con la de todos los demás hombres. A partir de ese descubrimiento, empecé a moverme de manera más inteligente. Empecé a estudiar, a preguntar, a prestar más atención a los hechos. Se trata de una verdadera lucha, porque la tentación de indignarse "para acabar en la violencia", o de renunciar "porque no merece la pena", está siempre al acecho.

¿Qué es lo que me cambia a mí? Uno de los encuentros más importantes de estos meses ha sido con Pier Alberto Bertazzi, médico y profesor universitario, que vivió el 68 cerca de don Giussani. Con él descubrí nuevamente que mi contribución al mundo es vivir la relación con Aquel que me hace, porque así estoy "en el mismo corazón del mundo", de algún modo doy vida y sangre al mundo.
Por último, decir que lo más valioso durante estos meses han sido los encuentros con ciertas personas, porque la energía necesaria para asumir un compromiso con el mundo me viene del atractivo que reconozco en ellos: la pasión por la felicidad de los hombres.